Por Mario Martín Gijón
Hace ahora ocho años, la novela Iris (2014) de Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, 1967) suscitó un cierto asombro entre los lectores de un narrador con una trayectoria consolidada de ficciones ambientadas, primero, en su Bolivia natal, reflejada en el mundo ficcional de Río Fugitivo y, después, a partir de Los vivos y los muertos (2009) en los Estados Unidos donde el autor estableció su residencia a partir de sus estudios en Berkeley y su empleo actual como profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell. A la novela Iris, el presente de las dos mitades (la pobre, la rica) del continente americano, ya no le era suficiente y daba el salto prospectivo hacia el mundo radicalmente distinto que conlleva la ciencia ficción, género con el cual, con todo, ya había vínculos en novelas anteriores, como Sueños digitales (2001) o El delirio de Turing (2004). Iris, que nos hacía pensar en un mundo cercano a la película Avatar, mostraba ya una mitología y ritos propios, con el cruel dios Xlött, la caprichosa diosa Jerere o el verweder, misteriosa llamada que recibían los irisinos anunciándoles su muerte. Con todo, la novela tenía como su mayor logro la lengua de los personajes, castellano salpicado de préstamos del inglés, chino u holandés pero también quechua o guaraní, libérrimamente modificados para crear una lengua franca de una fluidez y sonoridad cautivadoras. Sin embargo, la recepción que la obra tuvo no fue muy alentadora, y de hecho será la última novela que saque con el sello Alfaguara, tras siete libros publicados. Seguramente en esa acogida no tan positiva tuvo que ver tanto la etiqueta de literatura de género, que suele relegar a un ámbito de mitómanos algo endogámico donde la calidad literaria y los referentes no son los mismos, como el quiebro al horizonte de expectativas sobre lo que se esperaba de este escritor que tuvo el mérito de reinventarse, manteniendo, eso sí, rasgos muy reconocibles, como el uso de narradores intradiegéticos, acosados por obsesiones que nos transmiten directamente, sin el filtro del narrador omnisciente.
Los ocho relatos que componen La vía del futuro vuelven a una visión prospectiva desde el género de la narrativa breve, que para Paz Soldán ha tenido tanto peso como la novela (de hecho, el autor parece haberse impuesto una cierta simetría: una docena de novelas y una docena de colecciones de relatos), reivindicando, pese a las presiones editoriales, un género que ha enmarcado algunos de los mayores logros de la literatura latinoamericana. En estos relatos, más que el esbozo de grandes modificaciones tecnológicas, o incluso lingüísticas, se indaga en los afectos y en algo aún tan indiscernible como son las futuras vinculaciones de un sentimiento religioso que, pese a los sueños ilustrados, se ha revelado no solo compatible, sino hasta exacerbado por el desarrollo (como Pasolini, hemos de hablar de «desarrollo» y no de «progreso» para el despliegue de la tecnificación en el último siglo). Por otra parte, en lugar de situarnos en una geografía imaginaria, estos relatos se sitúan tanto en los Estados Unidos como en Bolivia y Argentina, dándonos a entender que el cambio de paradigma en las vinculaciones religiosas ligadas a la tecnología ya está entre nosotros, en todos los países.
Así, en el primer relato, que da título al libro, se nos da la visión polifónica, a través de las voces de varios estudiantes estadounidenses (el mundo agresivo y hormonado recreado en Los vivos y los muertos, que tan bien conoce el autor) de una incipiente religión llamada Path of the Future, y que rinde culto a una inteligencia artificial, a la que surge pronto competición con otro culto iniciático al Profundo, inmerso en las aguas turbias de la deep web. Entretanto, la niñera Claudia Wong, de origen asiático, que trabaja en el hogar del millonario impulsor de la Vía del Futuro, narra su difícil relación con Maggie, la «asistente electrónica».
Como explicara Javier Moreno en El hombre transparente. Cómo el «mundo real» acabó convertido en big data (Akal, 2022), el poder real se oculta bajo la trama infinita de los algoritmos y hace posible formas de explotación aceptada, como la narrada en «El Señor de la Palma», donde en una plantación de bananos, los campesinos trabajan de sol a sol, pagados en una moneda electrónica, el «bitllete», y seducidos por el holograma de Don Waltiño, cuya existencia real es dudosa, pero que les proyecta un sueño de prosperidad que es a la vez bisnes y religión. Como resume el protagonista, que ha llegado a la plantación huyendo de la justicia, «vivir en la empacadora era trabajar el turno diario y después ponerse a revisar el celular hasta que llegara la hora de dormir», en «un circuito cerrado para gastar todo lo ganado», mundo feliz con el que él, como buen héroe de la narrativa distópica, termina por romper.
Hay relatos centrados en mitos más del siglo XX, como los ovnis en «Mi querido resplandor» con unos jóvenes argentinos que esperan ver ovnis en un paraje de La Matanza, lugar donde al atávico recuerdo de los indios chanás, masacrados por los españoles, se superpone el de esos platillos volantes a los que la madre de la protagonista ha erigido un rudimentario museo, o los replicantes y sus derivaciones afectivas en «La muñeca japonesa», con un vendedor de juguetes que se pasa al negocio de los androides, vendiendo réplicas de modelos japoneses pirateados por un taller de paraguayos, muñecas cada vez más avanzadas con las que reproduce las conductas agresivas que tiene hacia su mujer. No falta la soledad del espacio exterior en «El astronauta Michael Garcia», al que comienzan a acechar las alucinaciones que hicieron sucumbir a su predecesor, un astronauta ruso. En este relato, como en otros, se esboza una trama de relaciones personales y contextos políticos (el Área 0, el Gran Atzlán) que fácilmente habrían podido dar para una narración mucho más larga, pero parte del encanto de estos cuentos es dejarnos con esa nostalgia por lo apenas sugerido, que a la vez dejan abierta la posibilidad de volver a esos mundos en futuros relatos. Por otra parte, seguramente el relato más logrado de los ocho sea el más breve, «Las calaveras», ambientado esta vez en España y donde la perspectiva del protagonista, que practica submarinismo con su novia en las alicantinas Cuevas de las Calaveras, que antes ha visitado por realidad virtual, nos sumerge en una angustia y un desconcierto final que recuerdan el cambio de planos en «La noche boca arriba» de Julio Cortázar.
La distorsión de la perspectiva y la apertura de otras puertas de conocimiento mediante las drogas centran los dos últimos relatos, que tienen un aire de Expediente X: «En la hora de nuestra muerte» nos sitúa en los ojos de Jennifer, empleada en los servicios sociales de una ciudad en la cual hace estragos el fentanilo, una sustancia tóxica que está sustituyendo a la heroína. Jennifer, que supervisa los monitores de los barrios conflictivos, parece tener un don para localizar a los adictos justo antes del colapso letal y poco a poco esta cercanía con la muerte va cambiando su comportamiento, también hacia sus parejas. Su superior, el detective Olmos, desconfía de su misticismo desde un tosco pero sólido pragmatismo que le hace decir que «para mí Dios es el GPS. Una máquina que te dice cuál es el mejor camino a seguir, nunca te falla y está encendida las veinticuatro horas. ¿Qué otro Dios quieres?» Finalmente, «Bienvenidos al nuevo mundo» nos narra en primera persona el trabajo del peculiar supervisor de un campus de Global Liberal Studies, refrito futurista de las humanidades: superviviente de una de esos típicos tiroteos de campus norteamericano, suministra a los estudiantes pastillas personalizadas que están relacionadas con el Sincotrón, un proyecto experimental que pretende la transferencia material a otra dimensión. Una dimensión que, tras terminar las narraciones de Paz Soldán, se nos aparece con una luz inquietante, mostrándonos como los mitos más atávicos cobran nuevas formas en las entrañas indiscernibles de los algoritmos.
Fuente: cuadernoshispanoamericanos.com/