02/05/2024 por Sergio León

Tres puntos sobre “El cóndor en el agua” de Yuri Soria-Galvarro

Por Daniel Averanga Montiel

  1. Lo bueno, si breve, dos veces bueno, y si crudo, muchísimo mejor

Entre “El perseguidor de la luz” (2021) y “El cóndor en el agua” (2022), ambas novelas de Yuri Soria-Galvarro, hay un abismo que es a la vez un espejo: abismo que separa los bordes de ambos terrenos narrativos y espejo porque parece reflejar el primero en el segundo y viceversa: en “El perseguidor de la luz”, Osvaldo, su personaje principal, usa el oficio de capturar momentos para evadirse de ciertas realidades propias, y desde su experiencia, que es la de observador de otros dramas, nota que el viaje no es el proceso, sino el destino final de su propia existencia, y siempre, siempre, con el mar de fondo como observador; en cambio, en “El cóndor en el agua”, el destino es la resistencia, la tolerancia a pesar de todo y el consuelo (entre el estoicismo, la ira y la resignación) del trabajo realizado; además, el mar deja de ser observador de fondo y pasa a representar a otro protagonista como los marineros involucrados en la historia: gente que tiene frustraciones, resentimientos, alegrías, sueños y tragedias; muchas de esas sensaciones, racionalizaciones y emociones no tendrían que merecer más de una línea en el texto, pero están ahí, debajo de la piel de cada personaje y el lector las percibe, como se puede sentir la pus latiendo en la hinchazón de cualquier extremidad infectada, y la bronca de la existencia y la ausencia de privilegios absolutos en la memoria de las olas rematan la atmósfera de la novela misma, y todo en menos de setenta páginas.

No lo hubiera creído posible, pero antes de Soria-Galvarro estuvieron Ryūnosuke Akutagawa, Anton Chejov, Isaak Bábel, Juan Rulfo y Ana María Shua, expertos creadores de universos que caben en muy pocas páginas (y a veces, aparecen solo entre ciertas palabras).

Crear en poco espacio lo que uno imagina en varios párrafos, encontrar las palabras precisas o exactas (preciso es como anillo al dedo, exacto, para hilar más delgado, es como crear la segunda piel del dedo), esculpir las expresiones de tal modo que se amolden a las situaciones y salir triunfante, harto admirable, es una cosa muy desconcertante para quien escribe estas líneas. Ambiente, atmósfera, tensión y resolución, y en menos de setenta páginas… ¿será posible?

Hago un paréntesis metafórico para reconocer que esta época tampoco te tolera que escribas arriba de 100 páginas sin acusarte de presuntuoso, o peor, de ocioso. En tiempos de microcuentos, de microcrónicas, de microplaceres y de micromentalidades, ahora cualquiera se cree escritor por redactar cinco líneas con cierto argumento y tener seguidores; lo cierto es que lo breve y lo grandioso pocas veces se juntan en arte, pero cuando sucede, no queda otra que reconocerlo y escribir al respecto.

El argumento de “El cóndor en el agua” inicia con la descripción de un cóndor que es divisado nadando con desesperación hacia la costa; nadie sabe cómo fue a caer en las heladas aguas, así que la descripción de este suceso se convierte rápidamente en narración, testimonio crudo y hasta confesión de un marinero que trata de no contarnos mucho sobre sí mismo. Es hombre, tiene sus raíces en sus hijos, a quienes apenas si nombra, odia a sus compañeros de trabajo, tanto como ellos se odian entre sí y opina sobre la vida en el mar y fuera de él. Observaciones sencillas y profundas de este narrador, explican cómo la confianza y el aire protocolar de los marineros van quebrándose más y más al pasar las páginas. Pesca legal, ilegal, riesgosa, ambientes helados donde acomodan a los peces muertos (y a otros cuerpos), discusiones entre los tripulantes y el cocinero, son los mecanismos del poder, del castigo y de la vigilancia que se trenzan y hasta confunden entre sí, pero no por ser parecidos, sino por la presión del cotidiano contra todo lo que respire, observe y camine en el barco.

El odio se vuelve tan común, que hasta se lo trata con cierto humor negro en la forma de pensar la realidad. La brevedad de las situaciones descritas le otorga a la primera parte un matiz tan verosímil que en ciertos momentos impacta, en otros inquieta, y en la segunda parte la brevedad empodera el texto no solo por la maestría del ahorro de recursos narrativos empleados, sino por el subtexto que sugiere cada descripción, cada diálogo; Hemingway y sus dos cuentos más populares: “El gato bajo la lluvia” (1925) y “Los asesinos” (1927), sumado a Solzhenitsyn y sus “Cuentos en miniatura” (1968) surgen de entre las páginas de esta novela, incluso sin que tengan relación alguna de inspiración o de lectura previa del autor.

Una obra de arte te remite a otras experiencias, lecturas, vivencias, y eso es bueno, y está bien.

  1. La muerte, la tristeza y la ira

“No hablábamos de la muerte. Cotidianamente nadie habla de la muerte, aunque en el barco era más notorio porque la teníamos demasiado cerca” (Pág. 36) dice el narrador, y cuenta una situación que se volverá troncal en la misma novela, que trascenderá las páginas hasta hacer preguntarse al lector sobre si la locura puede surgir por la reclusión, por la ausencia de seguridad o por la tristeza de la espera de la tierra, como afirmaba Saenz en un arranque de nostalgia enclaustrada. El narrador habla del poder, de la ira, de la vergüenza y de los hijos remotamente, porque no hay mejor discreción que la que oculta verdades dolorosas… Y cuando los marineros se convierten fácilmente en los niños salvajes de “El señor de las moscas”, toda violencia será justificada porque la moralidad y la ética serán tan flexibles como en los juzgados de reconciliación de parejas en El Alto.

“Este barco, aunque no nos guste, es nuestra casa. Una casa de mierda, llena de pelotudos, pero igual que en las familias, acá tampoco se puede elegir” (Pág. 47) confiesa el narrador (su apodo es “Tortuga”, supongo que le dicen así porque se mueve bien tanto en tierra firme como en el mar), y una nostalgia nunca declarada como tal rodea las páginas hacia un desenlace tranquilo y sin embargo vertiginoso y violento, donde el narrador, en un arranque filosófico y hasta, podría decirse, hermoso, afirma: “Las personas no son buenas, ni malas. Creo que actúan impulsados por las circunstancias, sobre todo en situaciones extremas” (Pág. 67).

Avanzas un poco más, impulsado por la sinceridad de la narración y las últimas líneas de la novela te sorprenden con una nueva situación que la sientes como un puñetazo: la novela, en un giro casi de pesadilla, parece volver al inicio con un guiño siniestro de la cotidianidad extraña que no nace ni de la comodidad ni del privilegio.

La muerte, como la tristeza y la ira, nutren a la novela de un aire irrepetible, lleno de sal y de barnices de piel, bronceado de dolor, de soledad, de experiencia.

  1. Referencias que no lo son

Recordé varios libros y películas tras la lectura de esta espléndida novela: “Aventuras de Arthur Gordon Pym” (1838) de Edgar Allan Poe, al menos la parte del sorteo en las balsas, descrito tranquilamente por Pym y que hace ver a los sobrevivientes de los Andes como hippies veganos-trepacerros y romanticones; “Aventura de Miguel Littin clandestino en Chile” (1986) de Gabriel García Márquez, sobre todo por la adrenalina descrita página a página en ambos libros y “El terror” (2007) de Dan Simmons, específicamente por sus cocineros, gemelos atemporales y, de manera espeluznante, adimensionales.

También recordé “Aguirre, la ira de Dios” (1972) de Herzog, por la locura; “Amarcord” de Fellini, por la necesidad de sentido gregario y de “violencia ritual” presente en los seres humanos, y “Una tormenta perfecta” (2000) de Wolfgang Petersen, porque los personajes creados de ambos productos artísticos son tan verosímiles como la gente real que es imperfecta, inmadura, única, inolvidable e irrepetible.

Quizá para ciertos críticos la novela les haga rememorar otras obras, escritas, cantadas o filmadas y que son completamente opuestas a mis opiniones; no importa, al final, la cosa es que, aparte de contar una historia trepidante, Yuri Soria-Galvarro nos regala esa oportunidad de recordar otras obras, sin que las mencione.

Y eso es grandioso.

Como observación extra, me encantaría que esta obra sea leída en colegios, en los últimos grados o al menos en el último año de secundaria, no solo porque es una novela buena en toda regla, es también la demostración de que menos es más, mucho más. Paredes-Candia les decía a las novelas breves Novelines, Harold Bloom les decía nouvelles, no importa, yo le digo novela y ya, porque es y lo vale.

Daniel Averanga Montiel: Escritor (este dato es dudoso para muchos jailones). Corrector de estilo de Oruro y El Alto para el mundo, pasando por Huancayo y el puerto de Chuquiñapi. Odia a Chris Cornell por haberse suicidado, pero admira su música y que haya sido noble en vida (hasta que se le encuentre lo contrario). Sabe cocinar.

Fuente: Ecdótica