Juan Pablo Piñeiro lanza su tercera novela ‘Manubiduyepe’ (editorial 3600, La Paz). Es un artefacto literario que busca nuevas sonoridades. Cada palabra es un regalo
La triste y terrible paradoja de este desolado país llamado Bolivia consiste en poner a los que hacen bien las cosas donde no se los necesita y donde se los necesitaría, están los demás.
Piñeiro no es amigo de las entrevistas, ha desarrollado en los últimos meses una extraña/entendible aversión a los medios de comunicación. Pero dice que hará un par de excepciones a esta regla no escrita. Hace un año que vive en el barrio de Bella Vista en una casa con jardín donde junto a su compañera cultiva palabras y hace crecer coquetas lechugas, humildes matas de tomate, plantas aromáticas y otras yerbas. El guardián de todo se llama Jimi, es un chapi. Es el fantasma de Hendrix el que cuida de todos los fuegos.
Dijo una vez el gran Jesús Urzagasti, maestro de Piñeiro, que “el reino de la imaginación es muy bonito para visitarlo y es duradero pero los que trabajan a destajo saben que la vida es dura por allí”. Y añadía el chaqueño, “quien quiera navegar en la imaginación, primero deberá cruzar a pie la cruda realidad”. El “Piñas” ha trabajado como descosido en su tercera novela y ha cruzado como tardígrado —caminante lento, “osito de agua”— los territorios desiertos de la puta realidad para mirarse al espejo y quitarse los disfraces. Urzagasti estará orgulloso, allá donde se encuentre.
Son cuatro gatos que leen todo y no disfrutan de nada.
Manubiduyepe es una novela/espejo: un espejo en cada persona en medio de un bosque encantado. También es un disfraz.
¿Cuál es nuestro disfraz y cuál nuestra sombra? La sombra es lo único que nunca cambia. ¿Cuántos cuerpos cargamos que no son nuestros? Nos habitan seres que son diferentes a nosotros. “Vivimos todos bajo un disfraz o varios, Pessoa se preguntaba: ¿cómo podemos ser uno mismo si cambiamos todo el rato? Dentro de una condición mimética, todos nos transformamos, en la oscuridad, en las sombras, somos otro, nacemos y morimos todo el rato, así también es la selva”, dice Piñeiro mientras apura la primera cerveza en el pequeño jardín y expulsa el humo del quinto pucho.
Manubiduyepe guarda un secreto y una obsesión, un secreto que está a la vista. El secreto es ver el futuro, el secreto que solo un indio transparente puede ver, un indio toromona que cada nueve años llega a la plaza principal de Cobija para permanecer inmóvil durante tres días y tres noches y luego volver a su comunidad aislada. En ese trabajo de orfebrería, el indio es como el insecto: no se contacta, se aparece. Ambos serán centro de admiración del escritor/personaje que va a escribir la tercera novela de Piñeiro, un narrador que nunca es el mismo. Tardará en darse cuenta este señor, que se hace llamar Salvador Piñari, que el aislado es él.
“El libro es un homenaje a la selva, en espiral, con un poema palíndromo que abre y cierra la novela, como el secreto que abre y cierra”, añade Piñeiro. “¿Y cuál es el secreto ese?”, pregunto ingenuamente. “Que lo diga el lector”, es la respuesta merecida.
¿Escucharon lo que me dijo? Lamentablemente no lo puedo repetir. Me quedan muy pocas palabras. Si pudieron oír algo, se lo tienen que guardar como un verdadero tesoro, para que el tiempo lo transforme en secreto. El secreto, en verdad, cuando se refiere a ti, te dice yo.
Manubiduyepe—el celador de la floresta— puede ser el primer título de un nuevo género bautizado como “falsorrealismo amazónico”. Nota mental uno: hay que recordar que Piñeiro siempre etiqueta antes que algún pinche periodista o académico amargado lo haga. Por ejemplo, Illimani púrpura (2010), su segunda novela, inauguró la “literatura telepática”.
Manubiduyepe puede ser también una novela policíaca/gore o un libro de espectros y dioses silenciosos que embrujan y matan. Puede ser un cuento largo de aventuras en busca de un pueblo perdido. Puede ser un poema de Vallejo con palabras robadas al peruano como “espergesia”. Acaso un libro sobre camaleones, mujeres árbol y mitología amazónica o un manual de curandero para sanar almas atrapadas, incluida la propia. Puede, en fin, ser un escrito de autoayuda mística y conversión, pero no lo es. ¿Quieres ser escritor o monje?, le preguntó una vez Urzagasti.
Es, en definitiva, un artefacto literario, obviamente armado de humor hasta los dientes. “Desde que Cervantes escribiera el Quijote, el humor es una herramienta narrativa, te permite jugar con las polisemias, abordar la realidad de distintas maneras; sin humor, una obra estará incompleta siempre, no es solo la llajua necesaria en todo, sino que ayuda siempre en la tarea de desmitificar las ideas del texto”, dice el autor.
La (tercera) novela de Juan Pablo Piñeiro tiene imágenes poderosas y maravillosas que aparecen con velocidad calibrada en la sonoridad espiral de sus palabras, a ratos poética, a ratos, absurda, a ratos repleta de humor. Lamento que sea así (nota mental dos: el escritor es acérrimo bolivarista) pero qué bueno es el pinche “Piñas”.
En la floresta, la lluvia siempre está precedida por su rumor. Se la escucha a la distancia y acrecienta su presencia hasta coparlo todo. Esos segundos de diferencia dan el tiempo necesario para guarecerse si uno está en medio del monte. Esperar. Así proceden animales e insectos. Tienen refugios.
Juan Pablo Piñeiro juega a desdoblarse como lo hacía el maestro Cecilio Guzmán de Rojas. Ahora es el roto escritor Salvador Piñari, que suda como chancho en la floresta, que camina sin alma y sin luz. Piñeiro es el autor pero a ratos no parece estar al tanto de los sentimientos e ideas de sus casi cien personajes. Piñari debería saberlo aunque solo sea para no hacerle caso a esa tropa centenaria. Probablemente, nadie se toma en serio a nadie pues como decía un personaje de Urzagasti, don Bomotzo: “La lengua humana es cada vez más profana, no dice nada y satisface atodo el mundo”. Piñari es un narrador cuyo delirio es ser el autor del libro. ¿O es tan solo el médium del gran vate pandino Gerónimo Abayar Alí, el poeta contrabandista?
Piñari ha llegado a Cobija —la ciudad más cara de Bolivia— para buscar una historia propia, para encontrar otra “sonoridad” para sus palabras y cultivarlas como si fueran delicados hongos. Pero es un escritor tan vulnerable —ha perdido el alma que es perderlo todo— que en la selva un tigre se lo comería con asco. Está aperreado, mugre (como todo colla en la selva, es de profusa sudoración) y encima es medio caído del catre. Con su primer cuento Parece cóndor, me iré nomáshabía obtenido relativo éxito (y fama de escritor bueno y vidente), pero con su segundo texto las palabras sonaban gastadas en una repetición.
En el tiempo de la siringa, Cobija era una ciudad cosmopolita. Los trasatlánticos llegaban vaporeando los meandros del Amazonas hasta Puerto Bahía, que así se llamaba entonces. Después todo se fue al cuerno. Todo.
¿Qué busca Piñari en la selva? Fama, aventura, un pueblo edénico, una civilización arcádica, una nueva humanidad o un poeta desconocido que le cuente una historia para recuperar su voz y no repetirse. No, ha ido a buscar un brillo que ahogue la oscuridad (creativa) de antaño. Narrar sin que te vean los personajes es peligroso, va contras las reglas.
Piñeiro corre riesgos para no perder los recuerdos, su gran temor. Ante eso, todo cambia, solo permanece la melancolía de un alma enmudecida que una vez tuvo una memoria pero la ha olvidado. Los duendes roban los recuerdos en la selva. “Mientras recorres, vas perdiendo memoria. Por eso el olor es tan poderoso pues activas cosas olvidadas, cosas guardadas en algún rincón nuestro. La literatura también es un acceso a los recuerdos. Pero el narrador no tiene que tener una historia detrás, no debe poseer una memoria muy fuerte pues ésta le impedirá escribir”, define “Piñas” mientras apura la segunda chela y el cenicero se llena de colillas.
Más allá todavía, detrás de una corona de pájaros, en una banca luminosa de la plaza, está sentado un indio con los ojos abiertos, protegido por las hierbas de su intocado territorio, una nube húmeda de gérmenes recubre sus palabras, lo preserva de la enfermedad con garras invisibles, es transparente, el indio es transparente, por eso las miradas oscuras lo traspasan.
Si en Cuando Sara Chura despierte (su celebrada primera novela, 2003) y en Ilimani púrpura, La Paz era un personaje, ahora lo es Cobija, una ciudad de confluencia, un paisaje de “western” fronterizo y crepuscular donde el patrón distribuye el miedo. Y la selva, como cielo estrellado, como laboratorio humano de multiplicidad y trampa para cazar una nueva sonoridad de las palabras.
“Cuando publiqué mi tercer libro en 2013, el de cuentos, Serenata cósmica, me apresuré, la búsqueda de esa sonoridad viene entonces de un fracaso. Hace tres años, cuando reescribí esta novela, venía buscando que las palabras tengan su tiempo y su lugar. Me di cuenta de que las palabras hay que cuidarlas, cada palabra es un regalo, cuando mientes, cuando te acostumbras a mentir, tus palabras pierden fuerza. Me di cuenta de que repetirme como en mis dos primeras novelas no es bueno, te sabes la fórmula y ya. Manubiduyepe es una búsqueda de otra forma aunque se entronca con lo que siempre he buscado, fui a Cobija donde vivía mi padre, cerca de un río con Brasil al otro lado, para hallar una historia y la historia me ha encontrado a mí”. Por eso, Piñeiro sueña con algún día ser poeta, por ese culto a la palabra tan necesario en la poesía. Por eso, sabe que “la conciencia del lenguaje va más allá de la moralidad, las palabras tienen capacidad de evocación. Leo mucho más poesía que narrativa”.
Las piedras verdaderas en la selva no existen y las que existen conforman los muros de las ciudades secretas que no existen en la floresta, ciudades ocultas por el eco envolvente de su pétrea vibración. Las palabras son las cosas más antiguas en la selva —planetario del universo—, todo muere y nace al mismo tiempo, solo están las palabras que traen los espíritus. De Manubiduyepe, “invencible soldado de la floresta”, el monte es su palabra. Es luz azul.
Dafne Milady es el primer personaje coral que se aparece en las páginas de Manubiduyepe, después del indio de la plaza, por supuesto. Dafne Milady es una estudiante obsesionada con la historia de una tribu no contactada del oceáno Índico, los sentilenenses. También siente un llamado del indio toromona de la plaza. El horror va a llegar después. La tercera novela de Piñeiro tiene tres ilustraciones: Tardígrado de Juan Ignacio Revollo (página 12), Reflejo inexacto de Mario Andrés Piñeiro (una hormiga, página 134) y La revolución invertida, detalle de Diego Loayza (página 158). Las referencias en la novela son eclécticas: van de Saenz al Conrad de El corazón de las tinieblas; de César Vallejo a Urzagasti, de Lewis Carroll al Sertón de João Guimarães Rosa; de Pessoa y sus días triunfales al “Zeke” Rosso. Que el lector complete la lista.
En cada ser las palabras están contadas. En la propia sangre se puede ver reflejado el estado del mundo que en el fondo es una extensión de cada cuerpo. La sangre es lo que se deja, es la ofrenda, ahí está el registro, la llave y especialmente la asignatura. Corre a diario por infinitos kilómetros del cuerpo, como una sustancia marina, lunar, profética. Por eso es que la escritura no es más que un misterio. Tiene que ser un misterio.
“Para no dar un mensaje, una verdad única, para aplacar el ego del escritor, he sacrificado a la voz narradora, Piñari queda como un cabrón en esa challacocktail final, lo hago para perder pretenciosidad, para depurarme”, confiesa Piñeiro cuando las chelas casi se terminan y en el cenicero no entra ya un pucho más.
Fuente: Escape