07/09/2021 por Sergio León

Ventura y desventura de Raúl Botelho Gosálvez

Por Mariano Baptista Gumucio

A la caída del general de aviación Juan Pereda, se hizo cargo del poder el general de Ejército David Padilla Arancibia, quien de inmediato organizó su gabinete, todos militares, menos el canciller. Raúl, que estaba de subsecretario de Relaciones, redactaba en ese momento su renuncia al cargo, pero dos edecanes pidieron hablarle con carácter urgente. Tenían la orden de acompañarlo a cruzar la plaza porque el nuevo presidente quería verlo de inmediato.

Llegado el grupo al Palacio de Gobierno, Raúl subió al primer piso pensando que el nuevo mandatario lo convocaba para el tema de la próxima reunión con la OEA, pero grande fue su sorpresa cuando Padilla le indicó que las Fuerzas Armadas habían decidido invitarlo a la Cancillería. Por mucho que buscaron en sus rangos militares no encontraron a un internacionalista, y esta vez tuvieron el buen juicio de invitar a un civil. El régimen militar ya en trance de dejar el poder escogió a Botelho Gosálvez como la persona más calificada, en ese momento, para la Cancillería en la que trabajaba de manera discontinua desde 1940.

Recordó entonces las clases que dictaba en la Escuela de Altos Estudios Militares y a las que asistía Padilla, a quien más de una vez sorprendió dormido. Para salir del paso, le contestó que había diplomáticos con más experiencia, pero el presidente insistió y Raúl dejó el despacho como ministro de Relaciones Exteriores, cargo que constituye, en la carrera diplomática, el más codiciado, y al que Raúl nunca pensó llegar. Era el 24 de noviembre de 1978 y el régimen se prolongaría apenas por diez meses, hasta el 8 de agosto del año siguiente, cuando Padilla entregó el mando al presidente del Senado, Wálter Guevara Arze, luego de tres elecciones generales en las que no hubo un claro vencedor, dejándose al Congreso la decisión del nombramiento.

Pero la Asamblea reflejaba la indecisión de la calle y hubo tres sucesivos empates entre los candidatos vencedores en las urnas, Paz Estenssoro y Siles Zuazo, por lo que, ante la decisión de Padilla de dejar el poder en el día nacional, el Congreso votó nuevamente y eligió a un tercero, Guevara Arze, con un mandato de un año para convocar nuevamente a elecciones.

Era el primer gobierno civil luego de tres quinquenios militares. Guevara me invitó a participar como ministro de Educación y Cultura y recuerdo que en la reunión inicial de gabinete se decidió designar a Raúl Salmón, prestigioso radialista y autor teatral, como alcalde de La Paz.

En su breve gestión a cargo de Relaciones Exteriores, Raúl, de un modo casi frenético, intentó serias reformas y trató de introducir el uso de computadoras para darle dinamismo a la gestión, logró que la Alcaldía le cediera un gran terreno en la avenida Arce para una nueva Cancillería, presentó la ley fundamental del servicio exterior y su estatuto orgánico, y en el plano internacional, logró recuperar para la ciudad de La Paz la reunión anual que tenía la OEA y en la que se introdujo el tema marítimo.

Justamente con ese motivo asistió a la conferencia de Cancilleres de los países de la Cuenca del Plata, con varios proyectos que fueron aprobados en la ciudad de Quito. Cuando se disponía a firmar los documentos del evento junto a sus colegas cancilleres, recibió una llamada telefónica de su jefe de Gabinete avisándole que había sido suspendido de su cargo.

¿Qué pasó? ¿Si hasta el día anterior ministros y presidente aprobaban unánimemente sus sugerencias, entre ellas –en la fecha de la invasión chilena a Antofagasta–, la suspensión de labores en todo el país por 5 minutos como protesta, que el lente de Jorge Ruiz recogió en un documental memorable? Al oír tan insólita noticia, Raúl guardó su pluma fuente y abandonó la sala de los cancilleres inclinando la cabeza a manera de despedida, y al día siguiente tomó el avión a La Paz. Simultáneamente, los periódicos de Quito y otros varios del continente, incluidos, por cierto, los de Bolivia, destacaron el insólito hecho. Raúl nunca comentó con sus amigos qué había sucedido, pero le confió a su hija Cristina la versión que tuvo después de boca de uno de sus edecanes amigos. Este le contó que el presidente había recibido a mediodía una llamada del general Banzer (quien, para entonces, había formado un partido propio, Acción Democrática Nacionalista, con el que se proponía retornar al poder por medios electorales, democráticamente). El día de la clausura de la reunión en Quito, un periódico local publicó una entrevista al canciller Botelho Gosálvez, quien se refirió a varios temas y tocó, marginalmente, el hecho de que las FFAA volverían pronto a sus cuarteles después de la larga dictadura de Hugo Banzer Suárez (1971-1978).

La entrevista fue reproducida en varios lugares y Banzer la leyó en Buenos Aires. De ahí, llamó a Padilla, a quien había apadrinado en su carrera militar, y le dijo: “David, el sujeto que representa a Bolivia en la reunión del Ecuador no debe seguir ni un minuto más al frente de la Cancillería, pues es un elemento peligroso que le hace daño a tu propio gobierno”. La respuesta, típica de la mentalidad militar boliviana, habituada a ordenar y obedecer automáticamente, fue: “Es su orden, mi general”.

Uno de sus edecanes instruyó al subsecretario de Relaciones que avisara de la decisión del presidente, a quien evidentemente le importaba un comino cuál sería la próxima sede de la OEA, en qué podría influir en la mediterraneidad de Bolivia o cómo quedaba el país en el exterior expulsando del gabinete, sin explicación alguna, nada menos que al canciller al que pocos meses antes, en marzo, había nombrado presidente interino.

A nombre de Padilla, el nuevo canciller, Jorge Escobari Cusicanqui, que había sido nombrado subsecretario por Botelho Gosálvez, le envió una carta invitándolo a ocupar la embajada en Colombia, ofrecimiento que rechazó. Pensar en volver a la Cancillería en ese momento era inútil, pues no había sitio en donde cobijarse. A los 61 años se vio colgado como un foco en una habitación vacía, cuando en la víspera había dispuesto de un amplio y confortable despacho, adornado con muebles europeos de finas maderas y elegantes tapices. Ya no lo buscaría en la mañana el joven y oficioso edecán militar que lo acompañaba en el automóvil al lado del chofer hasta su despacho y lo volvía a escoltar en la tarde a la casa o a alguna recepción diplomática.

La Biblioteca Municipal 

Raúl nunca comentó con sus amigos qué había sucedido, pues no se trataba de una crisis de gabinete, sino de la salida solitaria del canciller a la calle, en la que fuera de algunos rostros cordiales, otros evitaban saludarlo, como si hubiese cometido un desfalco o algún otro crimen en el ejercicio de sus funciones. Pocos días después, Raúl Salmón, con quien, de niño, había jugado fútbol con pelota de trapo en el entorno de la plaza Riosinho, lo invitó para que se hiciera cargo de la Biblioteca Municipal.

Botelho agradeció el gesto de Salmón, aunque sabía que se trataba de un empleo modesto en el escalafón de la municipalidad y de una biblioteca que nunca había sido pintada de nuevo desde su inauguración ni había comprado libros por décadas. Su sueldo no representaba ni la cuarta parte de lo que ganaba como canciller, pero esas realidades no lo amilanaron y en los dos años que estuvo (recorriendo a pie la avenida Arce desde su departamento a la plaza del Estudiante de ida y de vuelta) en su oficina de director dedicó su tiempo a hacer dos antologías, una de cuentistas y otra de ensayistas paceños. Un día de julio de 1980, inmediatamente después del sangriento golpe de Estado de  Luis García Meza, Salmón lo convocó a su despacho, Raúl pensó que quería comentar los sucesos políticos, y lo halló preocupado.

—El presidente me ha llamado y me ha invitado a seguir en la Alcaldía –le dijo, y como justificativo añadió–: Estamos entrando a la temporada de lluvias que tanto afectan a nuestra ciudad.

El director de la biblioteca lo miró a los ojos y, sin medir las consecuencias de sus palabras, le dijo:

—Pero, Raúl, ¡tú no eres Moisés, lo que provocó la risa de ambos. Salmón continuó en la Alcaldía y Raúl volvió, por algún tiempo más, a su escritorio de director en medio del bullicio de los escolares, únicos visitantes de la biblioteca.

Con el retorno de la democracia en 1982, Raúl Salmón volvió a la Alcaldía, pero ya con el voto popular. Un día, al abrir el periódico, tuvo un disgusto mayúsculo. Uno de los titulares decía: “Alcalde de La Paz es personaje principal de la nueva novela de Vargas Llosa”. Se trataba de La tía Julia y el escribidor, en la que el autor peruano, mezcla dos historias paralelas, la primera, su matrimonio a los 19 años con su tía cochabambina, Julia Urquidi de 29 años, y la segunda, la de un guionista boliviano que cautivó a los auditorios de Lima con la sucesión de tramas melodramáticas en las que termina confundiendo a los personajes y haciéndolos actuar mezclados y entremezclados en diferentes historias.

El personaje que retrata el novelista no hace vida social, pues trabaja de 16 a 18 horas al día en sus radio-teatros y se alimenta de huevos y hojas de té de menta y hierbabuena. Marito queda deslumbrado por la facundia del boliviano y es prácticamente su único amigo en la radio. El diario esfuerzo mental y su régimen de vida le trastornan el cerebro y el público que lo escucha va disminuyendo porque no entiende cómo aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer los mismos personajes. Pedro termina en el manicomio. Ocho años después, de vuelta de París y divorciado de su tía Julia, Marito se encuentra en la calle con Pedro Camacho, demacrado y aparentemente viviendo en la indigencia. Él se ha casado también y ya no recuerda nada de su experiencia en la radio, ni siquiera reconoce a Varguitas.

¿En qué momento Vargas Llosa transformó a su personaje conduciéndolo al manicomio? Sólo él lo sabe, pues como ha manifestado en sus Cartas a un joven novelista (1997):  La ficción es una mentira que encubre una profunda verdad; ella es la vida que no fue, la que los hombres y mujeres de una época dada quisieron tener y no tuvieron y por eso debieron inventarla. Ella no es el retrato de la Historia, más bien su contracarátula o reverso, aquello que no sucedió y, precisamente por ello, debió de ser creado por la imaginación y las palabras para aplacar las ambiciones que la vida verdadera era incapaz de satisfacer, para llenar los vacíos que mujeres y hombres descubrían a su alrededor y trataban de llenar con la ayuda de los fantasmas que ellos mismos fabricaban.

El alboroto fue mayúsculo, pues Salmón se sintió aludido y, en efecto, Vargas Llosa, que lo había conocido y visto escribir maniáticamente en radio Panamericana de Lima, lo había llevado a su novela con el nombre de Pedro Camacho. Salmón amenazó con iniciar un juicio, que no tenía sentido, pues su nombre no figuraba en ninguna parte, y Vargas Llosa salió del paso diciendo que se trataba de “algunas coincidencias”. Finalmente, el libro está dedicado a la “tía Julia”, quien guardó silencio por 5 años, hasta que Vargas Llosa vendió sus derechos de autor a un canal de televisión, ya que, en esa versión, Camacho prácticamente desaparece y la serie se dedica a la relación del joven escritor con su tía.

(En la vida real, Raúl Salmón había vuelto de Lima a La Paz con los recursos suficientes como para montar una radio propia, Nueva América, situándola entre las mejores del país. Con ese aval incursionó en la vida pública y fue un respetado burgomaestre de su ciudad natal).

Simultáneamente, el matrimonio se dehizo en la vida real y Vargas Llosa le escribió a Julia desde Lima pidiéndole el divorcio. Había sucedido que el matrimonio, en París, acogió a la sobrina de ambos, Patricia Llosa, de 15 años, de quien Mario se enamoró al punto de tener que casarse, agnóstico él, por la iglesia. Con su sobrina tuvo a sus hijos Álvaro, Morgana y Gonzalo. Yo ya no estaba en Última Hora cuando Mario Mercado, el propietario, recomendó a Khana Cruz (editora del periódico) la publicación del libro Lo que Varguitas no dijo, en el que Julia da su versión de esos años en Lima y en París. Se hicieron 10.000 ejemplares, de los cuales se envió al Perú la mitad. El año 2010 Vargas Llosa ganó el Premio Nobel de Literatura y Julia falleció en Santa Cruz de la Sierra. Medio siglo después, Mario rompió su relación con su esposa Patricia (2015) y se unió a Isabel Preysler, primera esposa de Julio Iglesias, segunda esposa de Carlos Falcó, marqués de Griñón y de Castel-Moncayo, y viuda de Miguel Boyer, ministro de Economía. La gente habló de que finalmente la “tía Julia” se había vengado.

Me he detenido en este tema por la enorme relación que ha tenido Vargas Llosa con Bolivia. Él declaró más de una vez “lo más maravilloso que me ha sucedido en la vida es haber aprendido a leer en Cochabamba a los cinco años. Me lo reiteró en una carta enviada de Lima (5-12-2012) donde me comenta un libro mío “Me ha emocionado volver a Cochabamba a través de su libro y se han avivado muchos recuerdos que atesora mi memoria de la infancia que pasé allí, un periodo de entrañable ternura y felicidad. Aunque hace muchos años que no he vuelto a Cochabamba, nunca he estado separado totalmente de ella por esos recuerdos que se conservan tan vivos en mi memoria”.

Cumplidos sus ciclos de vida, García Marquez, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, la gran figura hoy de las letras hispanoamericanas es Mario Vargas Llosa, tanto por sus novelas como por sus ensayos reunidos periódicamente en forma de libros.

El más allá

Concluida su carrera diplomática con su corta misión en Ecuador en 1984, en los siete años siguientes Raúl publicó muchos artículos en periódicos paceños, sobre todo en el suplemento literario de Presencia que dirigía monseñor Quirós. En ese tiempo aparecieron El sargento Condori y Los violentos años, así como el libro 20 ensayos bolivianos.

La pareja vivía en un departamento de la avenida Arce, y una vez a la semana, una empleada se ocupaba del lavado y planchado de ropa y la limpieza de las habitaciones. Los Botelho salían a almorzar y tomaban en la tarde un ligero refrigerio o un té con masitas, a las que Raúl era muy aficionado. Siempre había chocolates en la casa.

En vísperas de la navidad, el 21 de diciembre del año 2000, Raúl sufrió un derrame cerebral que lo dejó inconsciente. Lilia tuvo que pedir la ayuda de sus vecinos para levantarlo y llevarlo a una clínica privada por una semana. Los rápidos primeros auxilios le hicieron recuperar el conocimiento, pero los médicos no pudieron, o no quisieron, intervenirlo quirúrgicamente. No obstante, la cuenta alcanzó una cifra que impedía su permanencia en la clínica. Pero con la ayuda del general Armando Balcazar Botelho, sobrino de Raúl, Lilia pudo internarlo indefinidamente a cambio de una pensión razonable con la que pagaba los gastos médicos y alimenticios. Su permanencia allí duraría hasta su muerte, el 9 de mayo de 2004.

Su encierro en una habitación ófrica, sin vista a la calle o algún patio interior, duró más de 1.200 días y noches interminables. En una visita que le hice, la enfermera le trajo un almuerzo que lucía desabrido y frío. El postre era un pequeño cubo de gelatina, que es lo que probó el enfermo. Señalándome la bandeja alcanzó a decir: “Es como en el Chaco”. Luego ya no supe si estaba consciente, porque cerró los ojos y cayó en un letargo prolongado.

Entre sus papeles de principios del año 2000 encontré un pequeño relato con el título “El más allá”, que parecía un adelanto del infierno que pasaría en ese hospital.

Fuente: Letra Siete