Por Jorge Luna Ortuño
Uno de los primeros libros que leí de la editorial El Cuervo fue Vacaciones permanentes, de la escritora cruceña Liliana Colanzi. El libro consta de siete cuentos, es delgado y aparenta ser de tiro corto, es decir, se lo puede leer entero en dos sentadas. Desde la tapa ya emana un clima, una vibración que podría ser contracultural. La tapa es una tarjeta de presentación de la editorial: el color es vivo y el diseño sobrio, más bien minimalista. Se observa la silueta sombreada de una joven mujer, vista de costado, a la que le cuelga una jaula de pájaro dentro de la cabeza. La jaula está vacía y quedó abierta. Lo que sea que haya estado dentro, ya voló.
En julio del 2014, Colanzi aceptó que nos encontremos en la Librería Ateneo para conversar sobre su libro. Ella ya vivía en Estados Unidos y estaba de visita por Santa Cruz. Vacaciones permanentes había sido su primera incursión como autora, pero el libro ya tenía un tiempo de haberse publicado, ahora ella estaba escribiendo su segundo libro de cuentos y además realizando un doctorado en Literatura Comparada en la Universidad de Cornell. Manejaba una bibliografía variada de autores que la movían –varios de ellos ajenos a mi mundo–; en la conversación se mostró precisa, solvente en cuanto a conceptos y bastante articulada. Tenía una mirada clara y veía la literatura latinoamericana con la proyección de alguien que ya se dislocó de su terruño. Al despedirnos tuvo la cortesía de escribirme una dedicatoria en mi ejemplar de Vacaciones permanentes, y decía: “… estos versos como ruinas de otra época que no se va del todo.”
Ahí encontré la clave de entrada. El tiempo que domina en los cuentos de Colanzi es el del estar siendo sin haber dejado de ser. El tiempo de la novela corta. La lectura francesa de la filosofía de Nietzsche nos haría reparar inmediatamente en el concepto de devenir. Colanzi lo menciona en cierta manera en una entrevista para la Revista de la Universidad de México de octubre del 2019, en la que le consultan sobre su segundo libro y comenta:
“Me interesaba explorar las posibilidades del cuento a través de la ruptura del lenguaje y del tiempo. Ver de qué manera, por ejemplo, vivimos en un presente que está contaminado por el pasado y también por una idea de futuro. Todo el tiempo están colisionando el pasado y el presente”.
Los cuentos de Vacaciones permanentes están armados también en ese tiempo de vacilación, que se constituye en otro lazo que los conecta. Narran las vicisitudes de jovenzuelos, casi adolescentes todavía, en diferentes ciudades, que están empezando a descubrir el momento de ser adultos, atravesando zonas de disconformidad con sus vidas, enroscados en cierto desencanto, sin saber tampoco exactamente cómo lidiar con esa incomodidad. Cabalmente están creciendo, esa la sensación, están cambiando, lo cual no siempre quiere decir para mejor, simplemente están atrapados en un devenir, y todos los devenires arrastran consigo cosas a la vista y otras impensadas, desarman moldes, aplastan las formas, sin garantías, conectan cosas que estaban separadas, disuelven otras que estaban unidas. Ni ser ni no ser, sino devenir.
El otro punto de conexión entre los cuentos es el estado de ánimo que transmiten, ese estar en una zona de tránsito, mitad solos–mitad abandonados, en una especie de aduana existencial por la que todos pasan en algún punto de sus vidas, una o más veces.
“El descendió del auto y se apoyó contra la puerta. Encendió un cigarrillo. No sabía dónde estaban. La carretera se extendía interminable. Se sintió exhausto y aburrido”. (Colanzi: 2014, 33).
Analía es el personaje femenino que aparece en varios de los cuentos. Analía nos remite a la otredad. Analía nos perfila a Colanzi como lectora atenta de Scott Fitzgerald, puesto que las tramas en las que se ve envuelta Analía son acerca de esos equilibrios frágiles e invisibles que sostienen los vínculos entre las personas. Hay veces en que algo se rompe y no sabemos qué es, pero nunca más las cosas vuelven a ser iguales. Fitzgerald escribe en The Crack-up acerca del plato que se quiebra, de las rupturas, de la vida como demolición. En el mundo de lo sensible se sostiene todo aquello que se efectúa en las superficies. Quien sabe cuándo llegará algo que lo quebrará para siempre en su mundo, como la implosión de una onda expansiva que lo arrojará lejos, muy lejos en su interior, y por ello se escuchará desde entonces tan distante y casi ajeno.
“Tenés que prometerme una cosa, dijo Analía, y de pronto Nico percibió algo distinto en ella, aunque no fue capaz de definirlo: algo que la hacía, a sus ojos, más adulta y frágil y distante. Nunca vamos a hablar de esto. Las cosas van a ser igual que antes”. (Colanzi: 2014, 67).
Umbrales se atraviesan y lo imperceptible cambia, a nivel de los individuos, pero también en tanto que comunidades y grupos y familias. En el mundo de lo sensible se juega mucho de nuestro destino. ¿Qué van a entender de ello los políticos si se mueven con divisas tan ajenas a esos reinos?
El capítulo “El fin de semana estaré bien” podría titularse “El otro”, pues trata de punta a cabo acerca de la otredad. De hecho, hace meditar acerca de cuán importante y definitorio es encontrar a los otros adecuados en la vida, para desplegar a cabalidad el sí mismo que a cada uno le corresponde.
Cuida muy bien tus compañías, dirán los padres como exhortación imprecisa. Lo que no nos dirán sin embargo es que esos otros también podrían estar en ocasiones en el mundo de la ficción, o quizás ya ni siquiera estén vivos. Miren a Julio Barriga, que eligió un reflejo para sí mismo en Amy Winehouse, un amable faro para su oscuridad pintada de resortes, columpios y pasadizos al abismo que lo energiza. No existiría ese trozo asombroso de escritura que Barriga nos regaló sin que la presión de ese otro hubiese accionado sobre su sombra en el reino de lo sensible.
De este modo, a lo largo de 110 páginas, Liliana Colanzi hace figuras y extrae personajes de ese estado de ánimo volátil, retratando una forma de sentir que en cuanto a realidad social, recuerda bastante a algunos diálogos de la película Zona Sur de Juan Carlos Valdivia, seguramente porque hace hablar a una clase proveniente de familias pudientes y acomodadas, porque nos habla de un desgano irresponsable que no todos pueden permitirse, una suerte de situación en la que la inmadurez toca a las puertas de la soledad, para preguntar qué podría hacer de bueno con ese regalo que le han dado: el ocio, el centro secreto de una vacación permanente.
Fuente: Los Tiempos