05/17/2019 por Marcelo Paz Soldan
Una visita a Jaime Saenz

Una visita a Jaime Saenz


Una visita a Jaime Saenz
Por: H. C. F. Mansilla

El 6 de enero de 2019, Página Siete publicó un valioso texto de Juan Carlos Salazar del Barrio, titulado: Jaime Saenz, el poeta maldito con alma de niño. Mi breve artículo pretende ser una complementación del mismo, ofreciendo una visión heterodoxa (es decir: hereje) del famoso poeta y escritor. Saenz es entretanto un clásico de la literatura boliviana, pero hasta la figura y la obra de un clásico no están por encima de la crítica.
En algún momento de 1983 conocí al poeta y novelista Jaime Saenz (1921-1986), quien hasta hoy es considerado por los círculos progresistas como el literato más ilustre que ha dado la nación boliviana. Tenía en su derredor un grupo de acólitos y discípulos que luego conformaron una escuela muy distinguida e influyente de la literatura boliviana, en la que brilló sobre todo la notable poeta Blanca Wiethüchter. Estos seguidores se ocupaban permanentemente de alabarlo y distraerlo. Me llevaron a la casa de Saenz en Miraflores como una especie de favor excepcional, un honor rara vez concedido fuera del círculo de los iniciados. Seguramente los desilusioné, porque no me sumé a ellos ni Saenz me pareció tan genial.
Era una noche fría y lúgubre, como le gustaba al poeta. Saenz nos recibió en un recinto oscuro y algo maloliente, lleno de un denso humo de cigarrillo, que él denominaba los “Talleres Krupp”, mostrando así su admiración por una Alemania disciplinada, laboriosa, estoica y severa, que ya no existía en la realidad y que él había creído conocer en Berlín alrededor de 1938-1939 como huésped de las Juventudes Hitlerianas. Una de las paredes, la que quedaba por mala suerte frente a mi asiento, estaba cubierta por una bandera alemana del periodo 1933-1945: un enorme lienzo rojo con una cruz gamada en el centro. Ante mi ligero asombro uno de los discípulos se apresuró a explicarme que el color rojo del estandarte quería demostrar la solidaridad con los pobres y los desposeídos y que la esvástica ya no significaba nada. Además, me dijo, el movimiento de Hitler –un nacional-socialismo, subrayó– tendría que ser interpretado hoy como un rechazo a las formas “burguesas” de hacer cultura y política y como una crítica, loable y temprana, a los excesos de la modernidad occidental. Digo que mi sorpresa fue limitada porque conocía a aquellos intelectuales latinoamericanos que en un instante daban la impresión de ser firmes revolucionarios de la izquierda y al siguiente de ser partidarios de la derecha recalcitrante.
Con mi acostumbrada arrogancia yo vislumbraba que ambas posiciones son habituales en una sola mente irreflexiva y que esto está muy expandido en los países de tradición autoritaria. Los acólitos de Saenz despreciaban los progresos de la institucionalidad, los procedimientos de la democracia moderna, el espíritu crítico y la modernidad en general. Estaban fascinados por un orden social en el fondo tradicional, como el cubano, donde prevalecían el consenso compulsivo, el verticalismo en las relaciones políticas y sociales y las estructuras rígidas y piramidales. Era simplemente muy divertido escuchar cómo los seguidores de Saenz, sin conocer ningún dato empírico sobre la isla, celebraban como hechos heroicos y hazañas culturales la publicación de los discursos del máximo líder o las poesías de algún funcionario subalterno que la historia ha olvidado. Tuve la impresión de que no querían saber nada concreto sobre aquel régimen.
La velada fue francamente aburrida. Sólo se habló de cuestiones políticas y culturales al comienzo, cuando las mentes estaban aún claras. Mi única intervención fue para defender a escritores “burgueses” del país, como Adolfo Costa du Rels y Guillermo Francovich, que los tertulianos condenaban sin misericordia, aunque todos confesaron que no los habían leído. Reitero: nadie conocía la obra de los escritores incriminados. A esto Saenz exclamó: “De noche todos los gatos son pardos”.
Antes de caer en el sopor de la penumbra, durante media hora los asistentes se apresuraron a ensalzar esta frase excelsa, única, clarificadora y definitiva del maestro, que según ellos quería decir: en la oscuridad del ámbito burgués todos los poetas y novelistas son igualmente mentecatos, con la excepción de los creadores revolucionarios, por supuesto. En las sombras de la reacción ningún escritor derechista merece un minuto de atención porque pertenece a la mediocridad y anonimidad de los gatos pardos.
Se consumió una cantidad notable de licores fuertes y baratos, que eran elogiados con mucha precisión y cariño. No creo que los libros hubieran inspirado un interés similar. Lamento decir esta cosa tan dura y tal vez inesperada, pero estas actitudes sucedían y suceden en las veladas literarias. No había nada similar a un buen oporto o un jerez. En el momento culminante de la noche emergió un pequeño recipiente de plata que algunos parecían esperar ansiosamente: el “azufre”, como decía Saenz, o la “blanquita”, como la llamaban los otros. Yo me negué terminantemente al consumo de cocaína, exhibiendo así mi carácter burgués, anacrónico, convencional, miedoso y anclado en el pasado.
El nivel del debate decayó rápidamente, y lo único que se notaba eran las lenguas espesas, las miradas vidriosas y la falta de ventilación. Era una sesión habitual de la bohemia de artistas y literatos, como debe ser en el mundo entero: el aire enrarecido por el humo del tabaco, el consumo vigoroso de alcoholes y drogas, la noche que a primera vista parecía misteriosa y atractiva, la recitación enfática de unos pocos versos ya muy conocidos y la creencia, jamás turbada por una palabra crítica, de que todo lo dicho o farfullado por el maestro resultaba profundo, muy profundo. En suma: no pasó nada memorable. Este es el punto central de mi modesto texto y no un reproche al maestro Jaime Saenz.
Con el tiempo los discípulos de Saenz han elaborado dilatadas interpretaciones y exégesis llenas de amor y admiración en torno a todas las expresiones del maestro. Pese a que esas tertulias no se distinguían por ningún aspecto que pudiera ser calificado de notable, los acólitos de Saenz convirtieron su recuerdo en un espectáculo revolucionario, izquierdista, antiburgués y futurista, en un verdadero mito, que hoy, con los años, se ha consolidado y extendido con envidiable éxito, transformándose en una verdad indubitable del desarrollo cultural boliviano. A Jaime Saenz le faltó el elemento trágico y la inclinación crítica que tuvieron, por ejemplo, los poetas malditos rusos en la época de la Revolución de Octubre, a quienes la vida les deparó situaciones y dilemas realmente serios.
En la conformación de la leyenda actual, Saenz toma el papel del gran visionario y romántico que se adelantó a su época. Toda crítica a este personaje es descalificada como un testimonio de conservadurismo e incomprensión. La entrada de Wikipedia que se refiere a Saenz, formulada probablemente por sus fieles seguidores, afirma que las tertulias en los Talleres Krupp constituían “un espacio marginal y rebelde de rico intercambio cultural”. Décadas después, todos los discípulos de Saenz cultivan posiciones posmodernistas en contenido y forma.
Nadie quiere acordarse del pasado fascista del gran maestro, o mejor dicho, ese pasado es visto ahora como el lado “mágico y místico” del nazismo, el cual sale así purificado de toda conexión con los campos de concentración o con cualquier aspecto del totalitarismo. La escenificación artística de los regímenes fascistas es considerada como la fuente de lo mágico y misterioso, la mixtura de lo tenebroso con lo maravilloso, que sigue seduciendo a los poetas andinos. El nazismo, en cuanto origen de lo esotérico, se encuentra expurgado de todo factor negativo. Y en tiempos posmodernos lo esotérico es pensado como una posibilidad de conocimiento, como un método gnoseológico entre otros. ¿Qué dirían las víctimas de Auschwitz ante esta conversión del fascismo en un inocente camino del saber?
Mi colega en la Academia de la Lengua, Alfonso Prudencio, aseveró que Saenz había creado un “mundo mágico y surrealista, oscuro y a la vez iluminado”. Es también una apreciación paradójica, de aquellas que gustan tanto a los literatos posmodernistas y a los pocos lectores genuinos que han quedado en la actualidad.
Prudencio fue más allá y atribuyó a Saenz un “alma de niño en un poeta maldito, ángel caído, echado de este infierno terrenal y habitante de paraísos artificiales”. En una palabra: un hombre “de ternura desbordante”, que vive en un mundo de “ensueños y pesadillas”. No hay duda de que Saenz, el poeta del misterio, el alcohol y la muerte, es un personaje central de la versión andina de la posmodernidad, pues practicó, entre otras cosas –algunas notables, lo reconozco–, el arte de hablar mucho y decir poco, como se puede constatar en su novela Felipe Delgado, que muchos comienzan, pero que pocos terminan.
Alrededor de Saenz se reunía una especie de corte de admiradores acríticos, en la cual, por supuesto, también había ocasionalmente un poeta eximio y un pensador notable. Pero como la visión positiva y celebratoria de Saenz y de su círculo es muy conocida, he intentado brindar la versión de un no-creyente incómodo, de alguien que se halla fuera de las corrientes intelectuales de moda, que son muy poderosas, precisamente porque pretenden ser revolucionarias e iconoclastas. Constituyen, sin embargo, rutinas y convenciones que no han cambiado gran cosa en los últimos siglos, aunque sus integrantes se consideren a sí mismos como la encarnación de la renovación artística e intelectual.
Fuente: Letra Siete