Por Valentina Torrejón
Ciertamente, el lugar desde el que escribe Rodrigo Villegas es sombrío. Los cuatro cuentos que conforman su segundo libro de cuentos, Las cenizas son producto de su combustión (Electrodependiente, 2021), son feroces –como nos advierte con la cita inicial de Roberto Arlt: “Aquel era un lugar sombrío, propicio para elaborar ideas feroces”–.
Así, no podemos esperar menos cuando Fogata –cuento ganador del primer concurso convocado por la editorial Electrodependiente de Cochabamba– inaugura el libro con la mayor promesa de todas: “Todo es fuego”. Las palabras de Villegas adquieren las ardientes tonalidades naranjas, rojas y amarillas de un fuego que devora todo lo que los ojos de Miguel alcanzan a ver y, que, además, dan ritmo a un tiempo que es “como un magma sin nombre, uniforme. Oscuro. Como una sombra pesada”. Para detenernos en la memoria de éste niño que, “antes de perder los ojos, perder las manos, [busca] relatar el origen de su existencia”.
Siguiendo la misma línea de una memoria insistente, nos encontramos con la rutina de un escritor que “recuerda todo […] porque es [su] trabajo”. Empezando por una foto antigua del cole y la fiaca de despertar en un día hábil, donde “hay que llevar a los chicos al colegio, hay que hacer las compras, hay responsabilidades”. Y terminando en la enajenación de un presente embriagado por instantes ardientes de deseo y obsesión, en el transcurrir de un tiempo que “es así, como si se apurara en acabarse conforme nos vamos lamiendo”; como si fuera a terminarse al mismo tiempo y al igual que un orgasmo, en Suave es la noche.
Pasamos de preguntarnos si estamos seguros de querer borrar una foto del celular a encontrar “secuencias de la memoria […] que [se] necesita olvidar”. Pero, ¿qué puede ser necesario deshacer? El diablo empieza por el final; acompañado por una canción de Daft Punk que se transforma en un reguetón que previamente había sido una cumbia, Jaime brilla por su indiferencia mientras se dirige al ritual que lo limpiará de toda maldad. Para luego recordar una última vez que “el diablo puede presentarse en las formas más inesperadas, en los momentos menos convenientes”, y abrir la puerta de su casa.
Finalmente, “motivado por ese temblor que provocaba ese primer amor”, el personaje principal del último cuento, El corazón sobre todo, se prepara para presentar un round de lucha libre en la hora cívica del colegio con la esperanza de enamorar a Marta, “la niña de la sonrisa más grande”. Pero cuyo intento, originado en el impacto inmediato del descubrimiento de la WWE que lo nutría como un bebé de la leche materna, tendría un “final trascendente” –con una tumba rompecuellos–.
Villegas nos invita a sumergirnos en un mundo de “sombras que son cenizas”, compuesto por detalles. Me refiero al “beso sereno, de labios secos, rajados” de una niña extraña; a la vista de una espalda que hay que aprovechar para dar besos en la nuca y en los hombros, aunque sea de despedida; al recuerdo de una voz y una sonrisa inalterables, que nos hacen capaces de todo. Me refiero a estos momentos que son una forma de reinvención, perdón y salvación para cada uno de los personajes, y también la representación de la clave del asunto: saber entregarlo todo, “dejar el alma”.
Lo que me recuerda a Samanta Schweblin, cuando dice que un cuento siempre entrega algo a cambio: una mirada nueva sobre algo que uno no sabía, la posibilidad de exponerse a las peores situaciones y volver ileso a tu casa (aunque creo que uno nunca sale “ileso” de lo que lee, o al menos esa es la idea). Y que, en el caso del Rodri, se trata justamente de poder atravesar el fuego sin volver hecho cenizas, pero cubierto por ellas; sabiendo a qué huelen, a qué saben, cómo se sienten.
Por eso su voz es fuego, que se muestra en todas sus formas –desde la más cálida a la más hiriente– a través de sus personajes y los distintos escenarios construidos para ellos. Sus palabras terminan siendo el rastro de las llamas de una u otra pasión, del movimiento vertiginoso de la vida y el tiempo, que logran tocar las fibras más ondas del lector gracias a la evocación del dolor de heridas que ya son cicatrices: los recuerdos, los instantes achicharrados por el miedo, el deseo y la obsesión, por todo lo que fue antes. Antes del “fin de algo, de una época, de un aliento”, antes de que la vida fuera “un continuo tránsito de desesperanzas”. “Antes del amor”. Antes de que solo quedaran cenizas y una voz que resuena, en lo más profundo del corazón, y que solamente dice:
“Gracias”.
Fuente: La Ramona