08/01/2012 por Marcelo Paz Soldan
Un cóctel negro: Morir en La Paz

Un cóctel negro: Morir en La Paz


Un cóctel negro: Morir en La Paz
Por: Osman Patzzi

Un cantinero diría: Morir en La Paz se prepara así; En la coctelera, que obviamente es La Paz, se mezclan con vigor dos ingredientes por partes iguales: narcotráfico y fiesta del Gran Poder y se sirve al tiempo con unos muertitos a gusto. Salud… A los paceños comunes, tan proclives al uso de diminutivos y tan celosos de sus tradiciones, no les puede ser indiferente la novela de Bartolomé Leal. Toca lo sensible y evoca lo sagrado. Para qué más. El disfrute está asegurado.
Esta es una novela de aquellas que se leen de un solo envión. Cargada de emociones y cuadros multicolores, se pasea con magistral destreza en sentimientos, sueños y bajos instintos de cuatro protagonistas, de los cuales sólo uno sobrevive en los primeros años de la década del 90, en el siglo XX. Quedan para el descarte algunos estereotipos, y trasnochados, que el cristal trasandino de Leal no pudo evadir en la ambientación y la caracterización de sus personajes.
En la trama, cuatro hombres, divididos en pares, transitan los escabrosos senderos del narcotráfico y sus mafias, innegablemente presentes en las zonas productoras de coca y de cocaína, donde palpan la débil presencia del Estado. En contrapartida, lidian y se benefician con la omnipresente corrupción e indolencia de los funcionarios públicos y con la viveza criolla de taxistas y cantineros, que en conjunto configuran una acertada descripción de la sociedad contemporánea en Bolivia, que bien se puede aplicar a otras realidades latinoamericanas.
Los diálogos son ricos en el uso de modismos y bolivianismos y se deslizan también uno que otro peruanismo y chilenismo que delatan la nacionalidad del autor cuando intenta atribuirlos a sus personajes bolivianos.
Encasillada como novela negra, sobra decir que la muerte es el hilo conductor, o más bien, el grueso cable a tierra cuando el relato empieza a hacerse volátil y perderse en los sueños, la imaginación o en los paisajes, ora subtropicales, ora altiplánicos, ora urbanos.
Si se dice urbano, es esencialmente paceño. Aparecen sus barrios tradicionales, sus puntos turísticos, así como las actividades que en tales sitios se desarrollan bajo la tutela de su nevado, el Illimani, y de la oscura y no menos preponderante Muela del Diablo, y, como no, su río Choqueyapu. Todos aparecen, todos caben en el encuadre casi perfecto de la hoyada paceña y un marginal El Alto para esta foto. Casi, por el insignificante error de citar como calles a las que son dos de las principales avenidas; una degradación, si vale el término, que las arterias no pueden soportar y menos los lectores que se entusiasman con la nitidez de la descripción de la urbe que conocen bien y que el autor retrata a conciencia apenas unos párrafos antes.
Es una novela negra, según la catalogación literaria, por su obsesión con la muerte, pero está tan cargada de colores y de vida que en es una obra viviente, como cuando ofrece una cátedra de volapié sobre el inmortal Jaime Sáenz, de quien se toma prestados los personajes que aparecen en la mente del único sobreviviente en un momento crucial del texto.
Bartolomé Leal logra también establecer una conexión poderosa y firme con la festividad popular más importante de esta ciudad, como lo es la entrada folklórica del Gran Poder y el sincretismo entre lo pagano y lo católico. La vive, la admira y la critica.
Es también una novela policial bien lograda porque son precisas y fundamentadas las referencias a los procedimientos de la investigación criminal y las armas, aunque en determinados pasajes hay tanta información y están tan sobrecargados ciertos roles, que los clichés, ya advertidos al inicio de esta reseña, acaban enseñoreándose y privan al lector el placer de descubrir por sí solo el desenlace del suspenso. Las vicisitudes son simultáneas y desembocan en un cantado final de volver a empezar, porque (transcribo) “la vida sigue y sigue y la muerte ronda y ronda…”
Varios son los muertos de manera violenta en sus veinte capítulos y casi cuatrocientas páginas, pero no queda la sensación de que sea una obra sangrienta. Es mucho, muchísimo más espiritual de lo que su título pueda sugerir. Ese es su Gran Poder.

Fuente: Semanario uno en Facebook