Por Kurmi Soto Velasco
Según cuenta Alcides Arguedas en el segundo tomo de La danza de las sombras, un día, Adolfo Costa du Rels le llamó para avisarle que su gran amigo, Armando Chirveches, acababa de suicidarse. Corría el año 1926 en un efervescente París y Chirveches había decidido quitarse la vida, pero no sin antes publicar dos novelas y dejarlas listas para su difusión. La primera era A la vera del mar y la segunda, Flor del trópico.
Esta última, ambientada en el Río de Janeiro de principios del siglo XX, tenía algo de biográfico, ya que, hacia 1914, el autor había pasado ahí algún tiempo como encargado de Negocios del Gobierno boliviano. De aquella experiencia, nos dejó un relato que Juan Francisco Bedregal, en un artículo escrito poco antes de enterarse de la muerte de su colega, calificaba como “voluptuoso”. Sin embargo, el reseñista también señalaba que, más que profundidad psicológica, la obrita proponía un cuadro de la “pintoresca vida social carioca”. Y, como tal, no podía sino comenzar con la presentación de una ciudad en pleno Carnaval. Así, a poco de arribado, el protagonista –un elegante costarricense llamado Manuel Egoaguirre– se libraba a la “Babilonia brasilera”, como la bautizara Bastos, su compañero de correrías.
La descripción pormenorizada que ofrecía Armando Chirveches se detenía en el ambiente de jovialidad y confusión que reinaba en el aire y mencionaba, sobre todo, un curioso artefacto que pasaría a ser un elemento central de los festejos carnavalescos: el lanza-perfume. Este objeto, en apariencia inofensivo y revestido de un elegante envoltorio, era una invención de uso muy reciente. La primera patente fue registrada en 1895 por la Société Chimique des Usines du Rhône. Según contaba la leyenda, su origen se debía a un error de manipulación del cloruro de etilo –un fuerte anestésico descubierto durante el siglo XIX– con esencia de violeta sintética. El producto, que daba como resultado un embriagante olor vaporizado, vino a llamarse Rodo (“odor” a la inversa) y comenzó a ser comercializado un año después gracias a afiches especialmente diseñados por el maestro del Art Nouveau, Alfons Mucha.
La Exposición Nacional Suiza, celebrada en Ginebra en 1897, fue el marco perfecto para la presentación de este dispositivo que también innovaba en su presentación, pues se vendía en coquetos frascos de vidrio muy similares a las ampolletas médicas. En efecto, su creación se debía a la profunda conexión que existía entre las industrias de la perfumería y de la farmacéutica y se revelaría, rápidamente, como un negocio muy ventajoso.
A pesar de una discreta aceptación en Europa, el lanza-perfume Rodo se expandió hacia Portugal, de donde llegó al Brasil. Sus primeros rastros en aquel país pueden fecharse en 1906. Y desde ese entonces, formó parte de la cultura local. En 1909, la Société Chimique des Usines du Rhône recibió el pedido de 630.000 unidades. Y, en 1913, empezaron a circular imitaciones como el lanza-perfume Geyser o Coty y Vlan –que Chirveches mencionaba en su novela– y luego, productos locales como el Pierrot y el Rigoletto e incluso un perfume bautizado como Flirt.
No solo era su aroma hipnotizante, sino también sus efectos los que aseguraron su éxito. La demanda era tal que, para el comienzo de la Primera Guerra Mundial, la Sociedad Chimique decidió instalarse en Brasil para producir directamente ahí el codiciado Rodo. La estrategia probó ser acertada, pues mientras los laboratorios de Europa sufrían por las penurias de aquellos años, la que había pasado a llamarse Companhia Chimica Rhodia estaba gozando de una salud sin par. En 1927, la empresa rediseñaba sus recipientes, proponiendo al público el Rodo Metálico, que luego se conoció como Rodouro, por su color dorado.
Sin embargo, al mismo tiempo comenzaron a dispararse las señales de alarma. De esta forma, durante el Carnaval de 1929, en la revista ilustrada O Cruzeiro aparecía una larga denuncia sobre los peligros de esta sustancia, así como sobre su consumo abusivo en las fiestas cariocas. El texto, que estaba firmado con el eventual pseudónimo de Mendes Fradique (una alteración del heterónimo de Eça de Queirós), proponía una comparación satírica entre los gastos empleados en la adquisición de lanzaperfumes para la ciudad y los costes, por ejemplo, de nuevos buses públicos, de un rascacielos de doce pisos o de la operación de apendicitis para un millón de pacientes. Según el autor anónimo, haciendo cuentas, en tres días se consumía tanto cloruro de etilo como para abastecer a los hospitales de Río de Janeiro con anestesia para treinta años. Además, el Brasil era el único lugar en el mundo que empleaba de esta manera el famoso anestésico perfumado, aunque, de acuerdo al columnista, este uso era el heredero de los tradicionales limão-de-cheiro que solían lanzarse durante los juegos y festejos de Carnaval, también llamados entrudos.
A pesar de una creciente oposición, el lanza-perfume continuó siendo parte del patrimonio carnavalesco brasilero: fue recién prohibido en la década de 1960 y, finalmente, erradicado de forma oficial por el Gobierno militar del dictador Humberto Castelo Branco (1964-1967). No obstante, su venta se tornó rápidamente clandestina y, aún hoy, constituye un profundo problema de salud pública oculto tras el disfraz de un inquietante y engañoso aroma de Carnaval.
Fuente: La Ramona