11/27/2013 por Marcelo Paz Soldan
Todavía cantamos

Todavía cantamos

futbol

Todavía cantamos
Por: Ricardo Bajo

Amor, odio y pasión son los tres elementos imprescindibles en un estadio de fútbol y en un poemario. En la pasada Feria del Libro de La Paz, Cachín Antezana aseguró que la poesía se encuentra (también) en los cánticos de las barras, en las canchas de toda Bolivia.
Uno de los libros más lindos que ha unido poesía y fútbol se llama Un balón envenenado y es una antología poética de la editorial española Visor. Por ahí pululan mezclados Puskas, Messi, Platko, Di Stefano, Alberti, Galeano, Miguel Hernández, Yashin, Clara Janés, Celaya, Obdulio Varela, Pasolini, Rilke, Kubala, Mujica Lainez, Benedetti y Beckham, entre otros.
El poeta andaluz Luis García Montero (hincha del Granada C. F. y antologador del libro) tiene un poema que se llama Domingos por la tarde que termina así: “ (…) las verdades del área / son rectas de dudosa geometría, / como ardientes amores de ficción / en manos de un penalti. / Por eso saben mucho /de la felicidad y la belleza. / No conviene que demos a estas cosas / un valor excesivo. / Son noventa minutos en un vaso de agua. / Pero a mí me han quitado muchas veces la sed”.
Nuestras hinchadas (“gracias” a la inevitable globalización) adaptaron en los últimos años las canciones del fútbol argentino y olvidaron las viejas tonadas futboleras bolivianas. Una de las excepciones es la barra del Tigre, que todavía entona antiguas melodías como “Condorcito quisiera ser / condorcito, quisiera ser / desde el Illimani para divisar / al Strongest fuerte que sabe jugar”; o ésta que me gusta harto por ingenua, por ese sabor lindo a lo antiguo: “Negra zamba, por qué tienes que llorar / si el Strongest ha ganado / es porque sabe jugar”.
¡Qué lindo sería recuperar a la primera mascota (la chayñita) y volver a cantar al comienzo de los partidos el himno de The Strongest (Beso de amor) con letra de Froilán Pinilla y música —nada más y nada menos que— del maestro ¡Adrián Patiño! Y poder gritar a los vientos cada domingo: “El laurel ciñendo está / la cerviz de gran luchador / como premio a su inmenso valor/ luz del sol de su corazón / su nobleza del ideal / su constancia, hermoso porvenir”.
Los poemas —con bombo y trompeta— de la barra son lugares comunes de la generosidad, el orgullo, la lealtad eterna y el amor incondicional, a veces rayando en lo tierno a pesar de la fiereza impostada de los malotes: “Vayas donde vayas, voy a ir / el Tigre es la razón de mi existir / te llevamos en el corazón / Tigre, yo te quiero ver campeón / por eso yo voy alentar, otros cien años voy a estar / de visitante o de local, con el orgullo nacional”.
El sentimiento siempre es colectivo, el “nosotros” no es gratis: el hincha juega el partido, lo vive en la semana, lo gana o lo pierde en medio de una atmósfera de “sugestión salvaje”, como diría Freud: “Cómo te voy a olvidar / si eres mi vida lo que más quiero / cómo te voy a olvidar / si en la violencia siempre pongo huevos / ‘derribador’, hoy vine a verte / te sigo hasta la muerte / ‘derribador’, vamos a ganar / porque este año la vuelta vamos a dar”.
Las rimas en la cancha son incomparablemente sencillas, populares y directas, como la poesía social-comprometida. Y desde Viloco y la Guerra del Chaco (con la batalla gloriosa de Cañada Strongest), el mito del sacrificio, la tragedia y la resurrección anida en cada hincha aurinegro, nostálgico por naturaleza. La cancha y el poema son el regreso al tiempo sagrado, ése que compartimos los vivos con los muertos, con aquellos que vivieron aquellas gestas.
El fútbol, como dijo Oswaldo Soriano, es una metáfora de la vida. Los bolivianos necesitamos de triunfos inspiradores y amamos las derrotas poéticas que nos honran. Y siempre nos quedará el último recurso: la victoria moral; la dignidad de perder y seguir vivos; todavía cantamos.
Fuente: La Razón