Por Iván Gutiérrez
La banda argentina Vox Dei el año 1975 lanza su quinto disco con el nombre “Es una nube, no hay duda.” Ocho canciones soberbiamente desarrolladas, encabezadas por la que bautizaba el álbum. La letra es tan maravillosamente frágil que si uno se permite escucharla sin antes quedar enroscado en la melodía de la banda, terminas con una sensación agradable, pero a la vez aspirando esa extraña forma de tristeza que se mezcla con la dulzura del extrañar, pero a la vez con la furia agónica del esperar.
Es una nube, no hay duda/ se mueve como una nube/ es del color de las nubes/ liviana como una nube/ como las nubes… indecisa/ no habría porque encerrarla/ como una nube en una jaula alambre.
La RAE define la palabra nube como: “Masa visible suspendida en la atmósfera, de color y densidad variables, formada por la acumulación de partículas diminutas de agua, o de agua y hielo, como consecuencia de la condensación del vapor de agua atmosférico”. Ejemplo: “un cielo cubierto de nubes amenazaba lluvia”.
También la define así: “Acumulación de partículas de polvo, humo u otras sustancias, que adquiere el aspecto de una nube y oscurece el sol o enturbia el ambiente”. Ejemplo: “nube de humo”.
Lo conflictivo y poético del término recae en la presencialidad intocable de su belleza. El mirar que congrega a la necesidad por romper la silueta del todo para enmarcarla en una pieza, en un algo que abandone la temible cosa; jugando con el mismo efecto del lenguaje por denominar “las cosas” que nos rodean. Si finalmente estamos rodeados de siluetas, de la perennidad del abismo por confiar en la sospechosa relación entre la palabra y “la cosa”. Entre la distancia de “eso” que reclama nombre, y el nombre que reclama cobijo en “eso”. Podríamos decir que esas distancias son posibles de contar a partir de la existencia de una nube; una nube mide las siluetas de algo con la palabra que le queremos dar, para que tenga finalmente una forma reconocible. Haciendo siempre vigente la tensión por decir sobre nuestras afecciones; como decía Cheever atender nuestras urgencias para “nombrar las oscilaciones internas y externas para que al fin existan o existan menos”.
Rodrigo Villegas escribe su primer libro y lo llama “Nube”, es un libro de ficción, de cuentos, de doce, de uno para cada mes, si es que antes el lector no es absorbido por la tentación de mirar esa ausencia de forma de golpe, de un solo tirón. La definición de la palabra nube implica dos perspectivas que pueden ser esclarecedoras para la lectura de este texto. Dice: masa visible suspendida en la atmósfera, como un cielo cubierto de nubes amenaza con lluvia. También dice: acumulación de partículas de polvo como una nube de humo. En ambas formas de definir nube, queda como evidente que solo es posible entenderla desde su movimiento. Es cuando se desplaza que esta intriga, que se la intenta comprender y pasa de ser simplemente un ornamento sobre la foto de paisaje, a ser parte definitiva del espacio. La pérdida del sol, de la luz en el espacio, es en realidad lo que hace que la nube se presente, se presenta en la medida en la que se aleja.
Villegas en sus cuentos genera un impacto de movimiento. La partida, el dejar, es la centralidad del discurso, proyectando en la pared esa espalda que en forma de nube ha dicho adiós. Sofoca el verla partir a detalle, pero que, en el retorno del recuerdo, el vacío es una obligación por llenar, y no hay mejor forma para tejer el alambre de esas nubes que la literatura.
Es una nube, no hay duda/ se mueve como una nube/ es del color de las nubes/ liviana como una nube/ como las nubes… indecisa/ no habría porque encerrarla/ como una nube en una jaula alambre.
Debajo de aquellas historias de papel, amontonadas en una cima ordenada, estaban los cuadernos del abuelo. Cuentos y poemas. Los revisé de la página principal a la última la primera vez que los encontré, pero no los leí completos. Eso a mis siete años. Recuerdo palabras sueltas: “Sueño”, “Traición”, “Almohada”, “Árbol”, “Ojos”, “Compañera”, “Armas”. Letras unidas con un sentido que no identificaba y que no pretendía entender: nunca más los toqué (cuento: fotografías).
El lenguaje desde la literatura toma posesión de cuerpos diferentes, a veces se asocia de forma amigable, y otras es el deseo de la destrucción de la cosa lo que lo motiva a seguir en la nube poética de su decir. El cambio de tiempo, la distancia de rescate entre la palabra correcta y la acción que se diluye como agua dentro del reloj de arena. Hace que el efecto literario sea más contundente. Villegas en sus cuentos nos conduce a desaparecer en esa bruma. El extrañar no es solamente un estado del alma, es más bien un órgano del tiempo. Las palabras como insectos que al unirse construyen esa gran masa visible, a la que le obligamos a tener una forma, para que el dejar ir no sea tan traumático, tan hiriente.
Por eso nos contamos historias, por eso recordamos desde la nube que el lenguaje realiza en el texto nuestras formas de impactar con el vacío.
Sus ojos se fundieron con los míos. Por unos segundos sentí que su cuerpo se introducía por mi boca, aceleraba el fluir de mi sangre y construía una casa dentro de mí.
Aceleró. Sus patas iniciaron un movimiento leve, imperceptible, y cobraron rapidez. Aceleró.
No me moví. No pue hacerlo. Pero, quizá, en el fondo deseaba el impacto. Deseaba estremecerme entre sus cuernos, dejarlo y todo y partir hacia un nuevo abismo. Caber en su cabeza como una roca que se desmaterializa (cuento; El río).
Los cuentos de Rodrigo Villegas son una experiencia que como la canción de Vox Dei, permiten ver aquella nube del recordar atrapada en una jaula de alambre. Te permiten ver como fluye un cuento que tiene algo que contar, más que presumir. Te permiten el impacto con esa nube del tener que dejar, no hay duda de eso.
Fuente: La Ramona