12/14/2020 por Marcelo Paz Soldan

Si no fuéramos vulnerables, el amor y el placer no existirían

“Si no fuéramos vulnerables, el amor no existiría y el placer tampoco”
Por Silvana Tanzi

Uno de los cuentos se llama Caninos, y en él hay una joven que no puede separarse de la dentadura postiza de su padre muerto. Otro se llama Soroche, y está contado a varias voces por un grupo de cuatro mujeres maduras que subiendo una montaña sufren el “mal de páramo”, mientras otros males crecen en el interior de una de ellas. En Cabeza voladora, una profesora universitaria encuentra en su jardín la cabeza de su vecina adolescente, y a partir de entonces otras cabezas acechan su vida. En Las voladoras, hay seres alados de un solo ojo, tan atractivos como monstruosos, que difuminan el perfume del sexo. Es este relato el que le da nombre al nuevo libro de Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), que reúne ocho cuentos del género “gótico andino”, como ella misma lo define. En Las voladoras (Páginas de Espuma/Editorial Nuevo Milenio, 2020), el escenario son los páramos y las montañas ecuatorianas, y el color predominante es el rojo con todos sus matices. Hay un aire denso en estos relatos que viene del fondo de la tierra y de la historia y se materializa en miedos actuales, en venganzas, en amores difíciles de comprender y en las variadas formas de la violencia dentro y fuera de la familia. En 2018, Ojeda había publicado su novela Mandíbula, que impactó por su singular forma de narrar y por su trama: una profesora de literatura secuestra a una de sus alumnas amante de las historias de terror. El título fue traducido a varios idiomas y la convirtió en una de las escritoras jóvenes latinoamericanas con más proyección internacional. Pero el reconocimiento literario comenzó desde sus primeras novelas, La desfiguración Silva (2015) y Nefando (2016), en las que ya trataba temas que ahora reaparecen en sus nuevos cuentos en torno a la violencia, el sexo y los tabúes. Aunque primero comenzó a escribir narrativa y después poesía, toda su obra está atravesada por el lenguaje poético, por su simbología y sonoridad. Su primer libro de poesía se llamó El ciclo de las piedras (2015), y el más reciente, Historias de la leche (2019), en el que reescribió el mito de Caín y Abel con personajes femeninos. Las mujeres son las protagonistas de todas sus obras, como ocurre en Las voladoras. Ellas cargan con el poder de los mitos ancestrales y familiares que las transforman a la vez en brujas y en víctimas. La literatura de Ojeda es perturbadora, con una expresividad potente en la que mezcla literatura y oralidad. Y sus historias son crudas, de esas que no dan tregua. Desde hace tres años, la escritora está radicada en España. Allí estudió un máster en Narrativa Creativa en la Universidad Pompeu Fabra, donde ahora da clases, igual que en las universidades de Salamanca y en la Carlos III de Madrid. Justamente desde Madrid, donde vive, mantuvo la siguiente entrevista con Búsqueda.

—Lo primero que aparece en Las voladoras son dos citas de los poetas Mario Montalbetti y Raúl Zurita, ¿por qué elegiste esos poetas y esos versos?

—Siempre escojo citas de poetas para que aparezcan al abrir los libros. Lo hago casi como una postura de política literaria. Me considero sobre todo lectora de poesía. Zurita es chileno y tiene todo un trabajo poético inspirado en la cordillera de los Andes, un elemento muy importante del paisaje en su literatura. Montalbetti también es un escritor de un país andino, Perú, y en su poesía trabaja sobre todo con el símbolo y el mito en esa geografía. Eso es algo que a mí me interesa mucho.

—Al final del libro, además de agradecer a varias personas, mencionás que es un libro de “embelesamiento por los paisajes y mitos andinos”. ¿Has convivido con esos paisajes cargados de creencias?

—Con algunos sí y con otros no. Yo no nací en la zona andina, sino en la zona de la costa, del lado del Pacífico, en la ciudad de Guayaquil, que está a nivel del mar. Entonces cuando iba a Quito, la capital, que está a 3.000 metros de altura, significaba para mí un viaje de absoluta maravilla. Sentía algo abrumador al ver el contraste entre los manglares de mi ciudad, el río, el mar, y el paisaje de la cordillera de los Andes, con sus volcanes nevados, con sus páramos y sus valles. Era una belleza que también me daba miedo porque todos esos volcanes están vivos en Ecuador y me parecía que en cualquier momento me podían engullir. Entonces conviví con esa maravilla en una cercanía suficiente como para poder concebir este libro, pero también con suficiente distancia, algo que fue positivo a la hora de escribir. Tuve la lejanía necesaria para poder hablar desde un lugar bastante libre. Lo tenía al lado, es parte de mí y de mi geografía emocional, pero no es directamente mi lugar de origen.

—La influencia poética no está solo en tu escritura, sino en la diagramación de algunas partes de los cuentos. Hay oraciones que adoptan la forma del verso y aparecen alineadas a la derecha del texto. ¿Por qué elegiste presentarlos así?

—Fue algo que surgió de forma bastante orgánica cuando estaba escribiendo el libro. Es lo mismo que pasa cuando estás escribiendo un poema y sabes cuándo un verso se acaba y comienza otro. Me pasó algo similar con estos cuentos. Llegó un momento en el que sabía, por una cuestión de intuición rítmica, cuándo una oración ya no debía ser parte del párrafo o debía estar a la derecha o a la izquierda. Cuando uno va leyendo, la disposición del texto en la página genera ritmo de lectura, parece mínimo, pero yo sí lo noto y siempre me ha interesado mucho. Por otra parte, no creo que los géneros estén tan separados. De hecho, cuando escribo narrativa trato de acercarlos. Trabajo el lenguaje poético como una zona de sensibilidad estética que es capaz de provocar determinadas experiencias sensoriales, sensuales, imaginativas, y lo uno con lo estrictamente narrativo que consiste en contar una historia. Ese combo me resulta muy potente e intento hacerlo siempre.

—Lo definiste como un libro de género “gótico andino”, resulta extraña la unión de esos dos términos. ¿Por qué esa categoría?

—Cuando empecé a escribir el libro me propuse como objetivo cuentos que respondieran a un ejercicio libre de lo que para mí iba a ser el gótico andino. Me pareció curiosa la categoría, la había escuchado en Ecuador en circunstancias muy distintas y me había llamado mucho la atención. Antes de escribir este libro investigué sobre las mitologías de los Andes. Tenía muy madurado en mi interior todo lo que simboliza el paisaje, pero me parecía muy interesante lo que hay de atávico en ese lugar y cómo convive con lo más moderno y actual. Pero sobre todo quería estudiar el miedo a través del paisaje. Así como está el gótico londinense, está el gótico andino, todos son estudios del miedo según la geografía, hablan de su historicidad, de las violencias contextuales que determinan los miedos en la colectividad.

—“Una redondez perfecta como Dios”, piensa la niña de Sangre coagulada al ver cómo hace círculos la cabeza recién cortada de una gallina. En este cuento todo es circular, uno de tus temas recurrentes…

—Sí, tiene que ver con los símbolos, y la circularidad es uno de ellos. En el mundo andino es muy importante, especialmente la idea de la historia como algo cíclico y no lineal, que la historia es volver una y otra vez, que el pasado nunca se deja atrás. Esa es la cosmovisión indígena de los Andes. En las narraciones orales aparecen imágenes de cabezas que se caen, que se salen del cuerpo de los brujos y brujas. También aparece varias veces la figura del cóndor, otro símbolo andino que trae buenos y malos presagios, como los volcanes representan la belleza y el horror. Todo eso que se hace presente una y otra vez es por esa idea del ritornello de los relatos e imaginería indígena. También hay temas que se repiten como el incesto o el tabú sexual. El deseo como un lugar de peligro, de daño, de violencia y miedo se reitera de forma muy consciente en mis relatos.

—¿El cuento Las voladoras es el más representativo de las tensiones que produce el sexo?

—En ese cuento quise que las voladoras representaran el deseo. Por eso la que entra en una casa es tan perturbadora para la familia. Pero lo perturbador no es que tenga un solo ojo y que vuele, sino que a través de ella irrumpe el deseo en la estructura familiar. Entonces al padre se le tensa el pantalón, la madre se pone nerviosa y la hija empieza a desarrollar su sexualidad. En esa familia crece algo que inquieta porque no es el deseo sexual ligado a la reproducción, sino al delirio o al placer corporal, a lo misterioso. El deseo siempre es un misterio, por eso la sexualidad en el libro lo es y también es violenta. Trato de trabajar la sexualidad a través de los impulsos más destructivos. Habitualmente tratamos la sexualidad con un discurso más suave, más edulcorado, pero hay todo un mundo de opacidades, cosas complicadas, misteriosas, que tienen que ver con la violencia. Quería ir hacia eso que nos da miedo de la sexualidad, indagar en lo que somos capaces de hacerles a otros cuerpos.

—Algunas de tus historias parecen surgidas de cierta noticia, ¿es así?

—Las historias salieron de muchos lados. Algunas se inspiraron en relatos orales, pero para nada fui fiel. Otros de los cuentos sí surgieron de noticias, como Cabeza voladora. Un día escuché el caso de un feminicidio en Ecuador: a una chica le habían cortado la cabeza y la habían tirado al río. A partir de esa noticia hice este cuento que trabaja con la figura de las umas, que son brujas capaces de sacarse las cabezas de forma voluntaria. También trabajé con las experiencias de gente que tenía cerca.

—“Bárbara quería cortarle la lengua a su hermana gemela con un estilete”, es la primera frase escalofriante del cuento Slasher. Esta idea de fantasear con hacerle daño a un ser cercano tampoco es nueva en tu literatura, lo habías tratado en Historias de la leche

—Creo que ese es uno de los orígenes más comunes del miedo, y a mí me interesa ese aspecto más cotidiano: si estamos queriendo a los que queremos de la forma correcta o si no le estamos haciendo daño a alguien que queremos. En Slasher trabajé desde la exageración total, porque slasher es un género cinematográfico que incluye muertes muy violentas, con exageración de la sangre, con cuerpos cortados, normalmente con muerte de mujeres. Hay un trabajo político muy complicado en ese cuento. Está protagonizado por gemelas, entonces el daño de cortar o hacer daño viene de mujeres hacia mujeres, pero a su vez en el cuento se habla de cómo ellas son constantemente violentadas. Son el monstruo que la propia sociedad genera. Por eso hay varias líneas políticas que atraviesan el cuento. Yo diría que todo el libro trata sobre personas que quieren amar bien a quienes tienen alrededor pero no pueden, son incapaces. No hay ni un solo personaje en este libro que sea capaz de amar bien, tal vez el chamán del final, pero tampoco puede dejar el cuerpo de su hija tranquilo. Quizás ese es el miedo máximo.

—En ese cuento también aparecen unos raros espectáculos de ruidismo, ambientados en un submundo muy sombrío. ¿Existen ese tipo de conciertos?

—Sí que existen, aunque no sé si son exactamente como yo los describo. Hay festivales y conciertos ruidistas, los hacen personas que trabajan no con el sonido en busca de armonía, sino con el sonido desarticulado, con el ruido, que puede ser muy desagradable al oído. Buscan generar un efecto en el cuerpo.

—En tus historias tiene una presencia muy fuerte todo lo corporal, incluso lo que generalmente se rechaza, como los fluidos y la sangre. ¿Por qué?

—El cuerpo es el espacio de la fragilidad, y todas las experiencias intensas que podemos llegar a experimentar las tenemos a través del cuerpo. Si no fuéramos vulnerables, el amor no existiría y el placer tampoco. La vulnerabilidad nos da las experiencias intensas. El cuerpo es un lugar de ternura, pero también de ataque y defensa. Para mí es poéticamente atractivo. Entonces el pelo, la sangre, las entrañas, todo el movimiento del cuerpo me llama la atención.

—Una de tus novelas se titula Mandíbula y uno de tus cuentos, Caninos. ¿Por qué esa fijación con los dientes?

—Por lo que te decía antes sobre el cuerpo. Los dientes tienen además esa cuestión tan interesante de ser la imagen de la sonrisa, de algo amable, que se relaciona muchas veces con la felicidad, pero también con situaciones de violencia: se muestran los dientes cuando se está furioso, como lo hacen los perros. Sirven para morder, para triturar. Tienen esa cualidad de ser agradables y terriblemente agresivos. Esa ambivalencia me gusta.

—La escritora argentina Mariana Enriquez define sus libros como de “terror urbano” y tiene una historia en la que un grupo de mujeres se prende fuego como un ritual de protesta por su sufrimiento. ¿Te parece que tenés algún contacto con su literatura?

—Sí puedo tenerlo, pero no considero que mi libro sea del mismo género de terror. Al trabajar la violencia mis cuentos pueden generar miedo, pero la estructura es otra. No soy lectora asidua de literatura gótica o de terror. Enriquez sí es una experta en ese género. Yo leo muchas cosas distintas. Sí te diría que me siento más cercana a otra argentina, Ariana Harwicz, que tiene libros muy inquietantes y trabaja de forma desbocada con la experiencia del cuerpo de sus personajes. También me gustan los cuentos de Liliana Colanzi (boliviana), que trabaja el gótico andino, y la literatura de las mexicanas Mariana Melchor y Brenda Navarro con sus historias de oralidad y violencia.

—La literatura ecuatoriana, sobre todo escrita por mujeres, parece estar viviendo un momento de auge con la publicación de títulos fuera del país. ¿Cómo evaluás este fenómeno?

—Es muy potente lo que se está escribiendo en Ecuador, hay proyectos literarios sólidos y arriesgados. A mí me deslumbra sobre todo la poesía ecuatoriana. Para mi gusto, es superior a la narrativa. La literatura que más me interesa se publica en editoriales independientes, no en los grandes grupos. Entonces fue difícil que llegara a otros países. En Ecuador no existe la industria editorial y a veces no pueden llegar los libros ni siquiera de una ciudad a otra, por lo tanto, no ha sido un problema de calidad que no se conozca nuestra literatura, sino de difusión. Pero desde hace unos años se están publicando libros de escritores y escritoras ecuatorianas en el exterior. Entre las mujeres de mi generación está María Fernanda Ampuero con Pelea de gallos, que fue traducido al inglés y publicado también por Páginas de Espuma. También Nuestra piel muerta, de Natalia García Freire; Sanguínea, de Gabriela Ponce, o Siberia, de Daniela Alcívar Bellolio.

—¿Cómo viviste la pandemia en estos meses allí en Madrid?

—Madrid es una de las ciudades más afectadas, pero la gente trata de seguir con su vida normal, aunque con mascarilla. Pero como vengo de Ecuador, donde las crisis son todos los años, siento que acá la pandemia no deja al país en indefensión total porque tiene una base de beneficios sociales sólida. Estoy sí muy preocupada por Ecuador. Tengo mi familia en Guayaquil y viví con mucha angustia el brote de pandemia allí, donde los cadáveres estaban tirados en las calles. Eso sí me dio mucho miedo.

Fuente: Semanario Búsqueda