04/02/2013 por Marcelo Paz Soldan
Retrato de un paraíso en llamas

Retrato de un paraíso en llamas

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Retrato de un paraíso en llamas
Por: Rodrigo Urquiola

Los violadores del sueño (La Hoguera, 2012), la última novela de Manfredo Kempff, es un libro con una fuerte carga de controversia. El tema elegido no es un tema fácil de abordar. Este trabajo de ficción recrea la tragedia menonita que aconteció el año 2009 en el poblado de Manitoba y alrededores, en el departamento de Santa Cruz. Una tragedia propiciada por los mismos menonitas. Se dio el caso de violaciones en masa utilizando para tal efecto un spray adormecedor compuesto por un conjunto de químicos. Los criminales aprovechaban el estado de inconsciencia e inmovilidad para atacar a sus víctimas, víctimas que escogían sin distinción, tanto podían ser mujeres casadas como niñas prepúberes o inclusive niños. Se conoció de más de 150 violaciones y se sabe que hay muchas más silenciadas por las mismas familias y por las víctimas.
Con base en estos hechos reales, Kempff crea una crónica de esta tragedia a partir de la visión de los criminales, las familias victimizadas y la religión totalizadora. Ya en anteriores obras suyas como Luna de locos (La Hoguera, 2011), Sandiablo (La Hoguera, 2011) o El águila herida (Alfaguara, 2002), el autor recreó diversas facetas y situaciones de la vida cruceña, desde ese realismo mágico anclado en tiempos antiguos, pasando por una picaresca ineludible y aterrizando en el fantasma de las ciudades. Es a esta última época de su narrativa que corresponde Los violadores del sueño, aquella que explora la presencia de la ciudad como inevitable faro de la modernidad, ahondando, una vez más, en la permanente y aparentemente inexplicable enfermedad humana.
Para escapar de los tentáculos de esta enfermedad, desde el inicio mismo de los tiempos, el ser humano ha inventado la religión, el temor a lo divino, la fe en que existe algo superior a nosotros mismos. Hay diversos premios que ofrece la observación de una serie de mandatos: la vida eterna, el fin de los malvados, el paraíso terrenal, el cielo. Hay tan diversas esperanzas como diversas religiones. En el caso de los menonitas —llamados así por seguir las enseñanzas de Menno Simons, líder religioso anabaptista nacido en 1496— la mejor manera de seguir los preceptos de su fe es vivir alejados de la modernidad, trabajar la tierra, no poseer imágenes sagradas, llevar una vida sexual conservadora, rechazar la guerra y el crimen. Y en cierta manera lo consiguieron, consiguieron formar una suerte de paraíso, una isla alejada de las pasiones mundanales y de las tentaciones de la modernidad, pero sólo hasta cierto punto. Algo habría de trastocar la intimidad de este paraíso, de esta isla ubicada en territorio boliviano: la incontenible naturaleza humana.
En Los violadores del sueño, lo que hace Manfredo Kempff es un retrato, un dibujo de ese paraíso menonita en el preciso momento cuando unas chispas iban a encender un fuego incontrolable, un incendio que haría pensar más en las llamas eternas del infierno. ¿Qué sustancia formaba las llamas de este fuego? La libido desbordada, el deseo de romper con lo prohibido: coger el fruto del árbol prohibido, por una parte, y por otra el dolor de las familias —no es costumbre de los menonitas casarse con mujeres que no sean vírgenes—, la humillación. Y, por supuesto, el caos: hijas que creyeron haber sido violadas por sus propios padres, la desconfianza entre vecinos, el miedo constante, la furia incontrolable que produce el odio en un lugar donde antes todos eran hermanos.
Después de que muchos escaparan de este paraíso en llamas, los menonitas, contrarios a hacerlo en un principio, recurrieron a la justicia boliviana. Se procedió a algunos arrestos pero la herida que se abrió tanto en el significado de este paraíso terrenal como en la memoria colectiva de toda una población es irremediable. Después de todo, no hay justicia que haga que el asesino reviva a su muerto.
En Los violadores del sueño encontramos a personajes terribles. Por un lado está, en la primera parte del libro, David Banman —el autor advierte en su prólogo que todos son nombres imaginarios— un psicópata sexual que lidera un grupo de machos en permanente celo compuesto por jóvenes e incluso hombres casados. Y por el otro, aparece en la segunda parte en un claro intento de contrastar ambos tipos de desquiciamiento, Helmut Baer, otro psicópata sexual, que, a diferencia del primero, opera en soledad. Ambos fueron los encargados principales de encender las llamas en este paraíso. Pero la luz de la esperanza, en esta novela, no se pierde del todo, ya que un personaje encarna la tesis del verdadero menonita, Jacob Buby Peters, un individuo llamado por las circunstancias a convertirse en un héroe buscador de justicia.
En síntesis, Los violadores del sueño es una metáfora sobre la existencia que dibuja la imposibilidad de cualquier paraíso terrenal, es un libro que nos repite aquello que de vez en cuando se nos olvida, sobre todo cuando creemos que somos los auténticos dueños de la razón: que es imposible aniquilar el instinto porque es imposible matar al ser humano que llevamos dentro.
Fuente: La Razón