11/07/2007 por Marcelo Paz Soldan
Reflexiones sobre el arte funerario

Reflexiones sobre el arte funerario

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Reflexiones sobre el arte funerario
Por: Omar Rocha Velasco

¿Qué significa para los seres humanos enterrar a sus muertos? Que la carne es salvada de ser carroña, que escapa de la pestilencia, de convertirse en deshecho en descomposición y reintegración al mundo natural. En otras palabras, esa carne deviene cuerpo, adviene nuevamente a la existencia y al reconocimiento del otro, a la circulación y al intercambio, que son los atributos fundamentales del mundo simbólico.
Para que la carne devenga cuerpo y deseo, para que reingrese al mundo de la cultura, debe ser enterrada. ¿Qué pasa con un muerto que no es llorado y no es beneficiario de los ritos mortuorios? Vuelve a ser parte del mundo de la naturaleza, deja su condición de cuerpo, deja su condición humana y es una carne que está entregada a los cuidados de los carroñeros. Enterrar a los muertos, llorarlos, recordarlos a través de diversos ritos son acciones comunes a todas las culturas; en la medida en que se trata de “artificios”, de acciones netamente humanas y culturales, se justifica usar la denominación “arte mortuorio o funerario”, para agruparlas.
El arte funerario es conmemoración en el sentido de recordar, rememorar a través de ceremonias (fiestas), de acciones simbólicas ligadas a cumplir una función cultural de gran importancia: matar a la muerte. En la novela de Ramón Rocha Monroy El run run de la calavera se nos muestra, justamente, este hecho. Allí su gran personaje la ñatita (la muerte), convive con los vivos y es susceptible de ser seducida, engañada y hasta timada. Allí, encontramos una confusión, no sabemos, realmente, quiénes son los vivos y quiénes los muertos, la frontera se ha borrado, la fiesta los ha juntado.
Pasa lo mismo en Pedro Páramo, ¿está vivo?, ¿está muerto? El gran artilugio de la novela es justamente instaurar la duda, desplazar la certeza de estar en un mundo o en otro.
La memoria del muerto significa que se lo recupera del olvidadero. La tumba es una “escritura” que está en tensión con el olvido que acecha. Es la señal de alguien identificado, alguien individualizado, reconocido. La tumba conmemora y sanciona. Lo simbólico, el nombre, es preservado por la tumba: “aquí hubo un yo y éste es el rastro de su pasaje por la vida”. He aquí la exigencia de poner por lo menos un puñado de tierra encima de los muertos. Por esto el reclamo a la sepultura no sólo es de los fantasmas y de las almas en pena que vagan pidiendo descansar en paz. Es un reclamo de los vivos, de los familiares que en las plazas, en los mítines llenos de velas y en los recordatorios con pañoletas blancas exigen encontrar esa carne para convertirla en cuerpo.
Es el reclamo de los familiares de Marcelo Quiroga Santa Cruz y muchos otros que quedaron sin sepultura. Y César Brie lo plantea magistralmente en Otra vez Marcelo, obra que puede ser leída como la denuncia de una acción no piadosa con la carne, una profanación, en sentido estricto, que la colectividad reclama y señala como un derecho irrenunciable. Es una tumba inexistente, una Tumba Infecunda, para tomar el título y una de las vías de lectura de la novela de René Bascopé Aspiazu.
La tumba es metáfora de cuerpo. El cuerpo es carne habitada por el lenguaje. La tumba pertenece a ese tipo de objetos que están alejados de los objetos de consumo y de las ofertas publicitarias. Es uno de esos objetos que está en relación a los ritos más sagrados y constituyentes de los seres humanos. Está en relación a la fiesta, al derroche, al preste. Y todo esto es una revuelta, un reverso de la vida que es la vida misma. En palabras de Octavio Paz: “La fiesta no es solamente un exceso, un desperdicio ritual de los bienes penosamente acumulados durante todo el año; también es una revuelta, una súbita inmersión en lo informe, en la vida pura. A través de la fiesta la sociedad se libera de las normas que se ha impuesto. Se burla de sus dioses, de sus principios y de sus leyes: se niega a sí misma”. Todo sucede como si al colocar en primer término al deseo se tendría la necesidad de las destrucciones, es un correlato que surge inmediatamente.
El prestigio, de alguna forma, está en quien es capaz de destruir más. La destrucción de los bienes y la tumba, como objeto resultante de los ritos funerarios y que es de un orden diferente a los objetos que representan los bienes, muy ligados a la destrucción y otra vez a la muerte. No otra cosa encontramos en el cuento de Adolfo Cárdenas llamado Composición de Todo Santos; allí una niña inocente describe su visita al cementerio, habla de su familia, de cómo se rompe su tantawawa, de las cervezas al pie de la tumba, de la borrachera, la seducción y, finalmente, de cómo esa rememoración termina en exceso, en trasgresión y muerte.
[Fuente: www.laprensa.com.bo]