08/22/2007 por Marcelo Paz Soldan

Raymond Carver

Raymond Carver: Postales de la intimidad
Por Maximiliano Barrientos

La portada de Where I’m calling from, libro publicado en 1989 que reúne una surtida colección de cuentos extraídos de los cuatro volúmenes que publicó en vida, es una foto de Marion Ettlinger que se volvió una imagen clásica del escritor. En ésta se muestra a un Raymond Carver en la última recta de sus cuarenta, apoyado en una mesa de madera; de fondo -un escenario tan escueto como sus propias ficciones- hay una pared desnuda de ladrillo visto. Pelo corto, cara larga, algo ovalada; ojos incisivos, atentos, tristes.
En el momento que Ettlinger tomó esta foto, Carver era considerado el principal renovador del relato corto norteamericano, se le denominó juiciosamente el padre del realismo sucio, una corriente que dominó gran parte del panorama narrativo estadounidense de los 70 y 80 con libros que diseccionan clínicamente la vida familiar en un contexto alejado de los grandes marcos políticos o socioculturales. Ya había recibido importantes premios y becas como la Guggenheim Felow, el National Endowment for the arts, el prestigioso Mildred and Harold Strauss Living Award  y  el Poetry magazine’s Levinson Prize. En 1988 fue incluido en la American Academy and Institute of Arts and Letters y le fue otorgado un doctorado en letras por la universidad Hartford, además de haber sido traducido a una veintena de idiomas y de tener una considerable legión de lectores que lo consideraban uno de los acontecimientos más importantes de la literatura de la segunda mitad del siglo XX.
En el momento en el que Ettlinger hizo este retrato, Carver llevaba más de diez años sin probar alcohol después de batallas campales con las botellas y de haber estado internado cuatro veces en hospitales debido a este problema. Sus aprietos económicos que lo marcaron en su juventud no eran otra cosa que vagos recuerdos y las heridas causadas por el deterioro de su primer matrimonio con Maryann Burk -principal fuente de inspiración y obsesión número uno de las ficciones carverianas- habían cicatrizado debido a la feliz unión con la poeta Tess Gallagher.
Estaba en la cima de su carrera y de su vida personal, y sin embargo, mientras Ettlinger lo fotografiaba para siempre, para una permanecía asegurada durante sucesivas generaciones de lectores, el cáncer se comía sus pulmones.
En medio de ese justificado y merecido parnaso literario y personal, Carver murió antes de cumplir cincuenta años, en 1989, con una obra pequeña pero profundamente significativa. Y la leyenda, como en Cheever, no hizo otra cosa que crecer y engordar y propagarse por distintas lenguas y geografías.
Postales domésticas
“¿De dónde provienen las historias? No del aire, de algún lugar deben venir. Así que cada cosa sobre la que he escrito significa que algo de hecho ha sucedido realmente o al menos lo he escuchado, he sido testigo en alguna forma. Me imagino que recolecto y combino, como cualquier buen escritor hace. Nadie puede escribir con método estrictamente autobiográfico -sería el libro más insípido del mundo.  Pero extraes algo de aquí y algo de allá. Bueno, es como una bola de nieve rodando cuesta abajo por una colina, recogiendo todo lo que encuentra a su paso -cosas que hemos escuchado, hemos visto, hemos experimentado. Ensamblas piezas y trozos y logras finalmente un mundo coherente con todo eso”, explicó en una entrevista.
Y esa bola de nieve comenzó a rodar desde la década del 60, cuando publicó sus primeros relatos en revistas como Antaeus, The Antioch Review y The Atlantic, y siguió rodando, haciéndose más grande y monstruosa hasta alcanzar su apogeo en los últimos días de la década del 80.
Sus ficciones, emparentadas con el cine o la fotografía por esa tremenda fuerza visual, son crónicas minuciosas de la realidad dentro de las cuatro paredes de una casa, de un albergue, de un hotel de paso. Sus personajes son hombres en la mitad de la treintena, en constante movimiento o estado de fuga, superando crisis personales,  intentando dejar la bebida o un matrimonio que se vino abajo (la autorreferecnia es notable en muchos cuentos), nómadas, luchadores silenciosos y anónimos.
En sus relatos no hay grandes ideas ni cuestionamientos iluminadores; no hay búsquedas trascendentales ni actos heroicos. Son silenciosos cuadros de la vida en pueblos pequeños que quedaron marginados de la gran ciudad.
A menudo se suele decir que la ficción de Carver es una de las más agudas críticas del sueño americano debido a que en sus textos abundan perdedores y sobrevivientes que quedaron fuera de esa maquinaria obsesionada por el éxito y la fama que alienta la vida de ese país; sin embargo, en sus cuentos no hay una voluntad de crítica o un intento por parodiar una situación social a escala global. El mundo que le interesa es el de las parejas con problemas, la microfísica de las relaciones humanas, las aspiraciones y desalientos del hombre común. Se presiente una fidelidad con la objetividad que lo acerca más a la potencia de las fotografías de Robert Frank que a la acidez de las magistrales parábolas sociales de Don Delillo, aunque quizás esta supuesta inocencia que impregna los textos sea más devastadora para ese fin que cualquier ostentoso discurso de denuncia.
Su estilo, denominado minimalismo a pesar de las quejas del propio escritor, es descarnado y austero como el de Hemingway, uno de sus principales maestros. Su tutor en los primeros años 60 fue el novelista John Gardner, quien le aconsejaba reducir el texto de 25 palabras a 15, pero fue Gordon Lish, su primer editor, el que llevó ese método al extremo, obligándolo a quedarse con sólo cinco de esas 25 palabras.
Y es que el reduccionismo formal quizás sea el principal estigma de la ficción carveriana, al menos en el principio, lo que sintonizaba muy bien con esa propuesta de fondo que consistía en mirar y retratar la condición humana desconectada de un marco histórico. ¿Quiénes son los hombres en la intimidad, los hombres en sus aspectos más concretos, los hombres que no se angustian por asuntos metafísicos como la existencia de Dios o la sobrevivencia del alma humana, sino por la decadencia de un matrimonio que debió haber durado indefinidamente, sin que los terremotos arremetan contra la felicidad conyugal? Ésa es la textura que conforma el aparato narrativo carveriano: gente que sobrevive a los desastres ecológicos de las familias, a los cambios climáticos de las emociones fraternas. Hombres situados en un punto medio, en el borde de dos abismo, el del pasado y una vida que no se pudo seguir sosteniendo, y el del futuro y la incertidumbre, el temor por los segundos comienzos que en la opinión Scott Fitzgerald, son imposibles en las vidas norteamericanas, ya que éstas carecen de segundos actos.
Esa desnudez estilística y ese alejamiento de los grandes temas en la obra de Carver llevó a Salman Rushdie a quejarse, afirmando que su influencia fue dañina en las sucesivas generaciones de narradores. “Durante los últimos veinte años los escritores han rehusado tratar los asuntos públicos. Creo que la culpa de todo ello la tiene la enorme influencia de Raymond Carver. Ray escribía acerca de estos pequeños detalles de la vida cotidiana y era un genio, pero muchos de los que han venido detrás no son precisamente genios. Y ahí está el problema, puede haber este gran escritor que crea un universo a partir de un material tan pobre, pero el resto cree que todo se encuentra en ese material tan pobre, no se dan cuenta de que no basta con eso, además hay que ser un genio”, comentó en una entrevista realizada por Diego Salazar para el suplemento Radar de Página/12, en 2006.
Y fue ese material ‘pobre’ y ‘doméstico’ que en apariencia nada quería decir o explicar, la fuente de algunas obras maestras como De qué hablamos cuando hablamos de amor, La Calma, ¿Por qué no bailas?, Bolsas, Señales, Desde donde estoy llamando, Cajas, Caballos en la niebla, Leña o Vándalos.
Cuentos que funcionan como cámaras de seguridad escondidas en los lugares más insospechados de una casa, cámaras que recopilan los rastros de una intimidad que es la de todos.