10/07/2019 por Marcelo Paz Soldan
Paseador de perros de Sergio Galarza. Reseña de Iván Gutiérrez

Paseador de perros de Sergio Galarza. Reseña de Iván Gutiérrez


El paseador de perros
Iván Gutiérrez M.

Hace aproximadamente cuatro años tenía un perro que se llamaba Copito; era un bulldog inglés, color blanco que se murió asfixiado al atravesarse en las rendijas de una reja, al intentar morder las llantas de un carrito que transportaba cajas de coca cola. El relato podría componerse de todos esos detalles descriptivos y terminar la historia. Obviando que desde el primer momento que supe lo que pasó, lo tomé como un suicidio, como un ejercicio kamikaze contra la muerte, ya que tres veces antes había quedado atorado en el mismo lugar y se enfrentó al conflicto; pero a pesar de eso, decidió volver a meter la cabeza al agujero de la muerte. Era un perro que en proporciones generales era típico a su raza, lo suficientemente inútil para cualquier actividad, pero con la gracia que su gordura se encarga en mantener engrasada al espectador.
Hace mucho tiempo que no pensaba en mi suicida mascota. Pero de repente volvió a mi pasarela del recuerdo por el detonante de una novela escrita por Sergio Galarza con el título “Paseador de perros” editada por Nuevo Milenio el 2013. Tiene un ritmo mágico, una historia modesta y una fuerza para lanzar golpes precisos en la cabeza. Haciendo de ese ejercicio de recordar a través de la literatura un juego difícil, porque se crea una fascinación por el observar lo que pasa, en esa maqueta reducida de la vida que los libros saben diseñar.
Paseador de perros es una novela del peligro que uno corre cuando pasa mucho tiempo observando, porque de a poco vamos quedándonos absorbidos gota a gota, hasta quedar disueltos en una versión del paisaje que no podemos determinar si existe un horizonte, un bosquejo o menos que el presentimiento de una forma ideal. Digo esto a pesar de que el autor le da una importancia trascendental al escuchar. La música lo es todo para el personaje pero, en definitiva, no para el lector.
El placer de esta lectura se constituye por el pasear, por el desarrollo del caminar acompañados de criaturas que más que animales (perros, gatos y un mapache) se convierten en los móviles para encarar un dialogo con nuestra condición en el mundo. No basta con recoger la mierda, ni ser juzgados por la mirada metiche de buenos ciudadanos que juegan a ser policías, no basta con ser extranjeros, no basta con los conflictos sin superar con nuestros padres, no basta con perder a una novia, no basta con sufrir por extrañarla tanto que la cama desarreglada sin ella sea más aterradora que esas ciudades que quedan hechas pedazos después del paso de un huracán. En ese punto no sabemos qué ha quedado más en ruinas, nuestro presente que trata de estirar el hilo de un pasado que no hay, o la idea de mirar un futuro sin la rutina cálida y tediosa a la vez que implica estar con ella. No basta con saber que cualquier rumbo finalmente es a un pozo ciego.
Galarza en la medida en la que va desarrollando sus argumentos, crea una especie de distracciones y aprovecha para ajustar la correa y así bien seguro; con la trama convierte al lector, en un perro. En una mascota que ha sacado a pasear. La mayor virtud se concentra en que todo lo que dice puede ser tomado con ligereza a pesar de enfrentarnos a cualquier dureza afilada en el relato.
Esta novela nos dice lo difícil que es aprender a estar solo y, a la vez, lo enfermizo que puede volver a enamorarse de esa idea de disfrutar el estar solo. Tanto que llega el punto en el que dejamos de ser humanos y nos cobijamos en las difíciles posibilidades de recuperar lo que ya no existe, sabiendo que esa recuperación es sólo un analgésico de una enfermedad más grave.
Galarza escribe: Lo que me jodía entonces era que mi soledad fuera perturbada por alguien a quien no había invitado. Los paseos me servían para despejarme, para controlar el cataclismo donde Laura Song y yo empezábamos a discrepar hasta de la música. Las canciones abrían abismos, apartándonos.
La mayor alquimia está en que la fundación del desamor, se suscribe al nombre de una mujer que contiene la música en su apellido. Pero de la que solamente es posible recordarla desde las escenas que la memoria fotografía de esas personas que extrañamos; pero a las que somete a modificaciones constantes, la música solamente es un analgésico de la idea de no volver a ver más. De no admitir la muerte inminente después del naufragio.
Cuando uno se enamora escribe un diccionario de tonterías que nadie imagina que es capaz de pronunciar. Los diminutivos se convierten en un lugar común, se pierde la vergüenza y se reinvindica el derecho al ridículo. Con Laura Song escribimos un bestiario que usábamos para poner en práctica nuestro amor, ese que me faltó para estar con ella su último cumpleaños, cuando aún manteníamos el título de novios, o más bien yo el de sponsor, porque es cierto, me sentía como un sponsor. (pag.17).
Recuerdo que mi perro suicida tenía la postura impositiva de un enano dictador. De esos militares pequeños pero de cuerpo cuadrado y una autoridad letal. Recuerdo que en los paseos, omitía la vulgaridad de olisquear y prefería caminar con absoluta indiferencia mirando de frente la calle, hasta lo que su corazón podía aguantar. En cada detalle era heroico, hasta en su muerte lo fue. Paseador de perros es una novela que no retrata el oficio de pasear un perro, sino el de saber que al final nos espera la posibilidad de una última corrida mirando de frente, aunque el mundo nos recuerde en cada canción que estamos yendo directo a la deriva. O de repente como Galarza dice: En el fondo todos sobrevaloramos algunos datos y escenas en nuestras vidas. En los recuerdos la ficción es benévola.
Fuente: Ecdótica