Por Jhonnatan Torrez Casanoba
La Panza de burro es un fenómeno meteorológico que ocurre en las Islas Canarias, sobre todo al norte, y es resultado de la acción de los vientos alisios que soplan desde el noreste y empujan las nubes hacia las montañas, produciendo una acumulación de baja altura que actúa como una pantalla solar. Este fenómeno, que ocurre normalmente entre julio y agosto, dicen que causa una sensación de refresco.
Aún con las coincidencias, no fueron los vientos alisios quienes trajeron el libro de Andrea Abreu: fue la editorial que tiene “un pie en la selva y otro en Marte”, Dum Dum Editora, en la Feria Internacional del Libro de Santa Cruz a finales de julio.
Justo después de comprar el libro me encontré con uno de esos personajes de Feria, el intelectual, escritor betseller de 300 ejemplares, defensor de “los grandes escribidores”, liberal en Twitter. Ese que solo lee a los consagrados, que no es que sea machista, pero cree que “la literatura escrita por mujeres no es promocionada no por un sesgo de género sino por un tema de calidad”. Es este relector que me dice: “Está mal escrito, no le entendí… solo pude leer dos páginas”.
Gracias a esa frase, el libro de Abreu subió en la lista de espera a “urgente”, ese “no le entendí” fue lo que disparó la curiosidad. ¿Qué hay en este libro que no se pueda entender? ¿A qué se refiere Marta Sanz, a quien citan en la contratapa, con “desvergüenza fonética, violencia sintáctica, variedad diastrática”? ¿Diastratiqué?
Si hay algo maravilloso para los seres hablantes es que la lengua tiene algo de juego de azar. No es necesario pensar en idiomas tan extraños como el ongota o el tanema, no, en nuestro propio idioma el malentendido es casi inevitable.
Es por ese miedo, el miedo al malentendido, que se va fabricando un español sin aristas, limado, pulido, que no ofende a nadie. Una especie de esperanto con olor a periódico viejo, a informe de ONG. Todo en pos de un ideal al que le dicen universalidad de la lectura.
Esta idea, un poco platónica, dicta que Carmen –la estudiante madrileña– y Juan Carlos –el flaite chileno– leerán la misma página y tendrían que entender lo mismo. Limar, pulir, cortar, en fin, que las palabras sean una esfera brillante, lisa e inofensiva.
Y claro, en la calle, en los mercados, en los barrios, en los lugares en los que el idioma muta, se encoge, se revuelve en una dinámica interminable, no pasan esas cosas.
Andrea Abreu, en Panza de burro, hace exactamente lo que el fenómeno meteorológico: da una sensación de frescura. Escribe un libro como se habla en su pueblo, quitándole al papel la solemnidad y manejo correctito del idioma que se exige y espera de un libro. Maneja las palabras, las imágenes, las voces con tal habilidad que la cantidad de localismos que aparecen una y otra vez son condimento en proporciones justas, el manejo de lo oral, del ritmo, deja una voz sonando en la cabeza, casi casi un virus que tiene una sola pregunta: ¿qué viene luego?
El libro está escrito desde una mirada infantil, pero no se confunda: no son voces infantilizadas. La búsqueda de una identidad, el sexo, la curiosidad y esas cosas que se cree, ilusamente, que las niñas no dicen, hacen o piensan… pasan.
La Panza de burro, además de ser un fenómeno meteorológico también resulta ser un fenómeno mental que influye en los personajes como las abuelas, el tío Ovidio y ambas niñas que tienen, a veces, esta capa de nubes que no solo retiene el calor, sino también la luz.
La autora nos presenta a dos niñas, dos mejores amigas: la protagonista (de quien nunca sabremos el nombre) e Isora. El libro transcurre a las faldas un volcán al norte de Tenerife, en este escenario paradisíaco que ostenta la fama de tener el mejor clima del mundo, que atrae a turistas, yates, hoteles caros y atardeceres empalagosos.
Abreu no nos muestra eso de la isla, sino la vida de quienes construyen los escenarios paradisiacos para esos millones de turistas. El libro transcurre entre casitas “de todos los colores y a medio empezar, a medio terminar, pero ninguna completa (…) casi todas construidas por sus propios habitantes, casi todas ilegales”. Recorremos junto a estas niñas un barrio obrero, una isla dentro de la isla.
No es la mirada del “otro lado” de una isla paradisíaca, es la mirada a un mundo con mucamas, meseros, albañiles y sus familias, que hacen posible la experiencia “instagrameable”. Claramente hay algo más que una idea de “innovación” en esto, es una apuesta política.
Apuesta que también se ve reflejada en su forma de escribir, de encontrarse con palabras o frases como: fisquito, darle al macaneo, alpispa, juiste, cas, esperruñamiento, piche, escribir como se habla y darle, por fin, vida a una frase hecha “hacer de la lectura un viaje” y, como en todo viaje, encontrarse con acentos, palabras, frases para aprender. En fin, que el español tenga más sonidos que la famosa neutralidad de telediario.
En este libro, el trabajo sobre la palabra, el humor, las frases potentes puestas en la voz de dos niñas, ese despertar a la vida, esa picardía, esas escenas, esa brisa, ese aire nuevo que tanta falta hace, se convierten en una experiencia gratificante, tanto que según iba avanzando en el libro pensaba en la autora y solo podía decir qué valiente…
“Tan echadita palante, tan sin miedo”.
Fuente: Letra Siete