03/07/2024 por Sergio León

Nocturno en La (espera) mayor –‘El sonido de la muralla’ y el silencio de la espera–

Por Carla Aquize Miranda

Ver que el resto del mundo se mueve y no hacer nada. Saber algo que puede cambiar tu vida y no hacer nada. Resignarse a esperar, aun sabiendo que nada llegará, y no hacer nada. Pero en medio de toda espera siempre hay un momento de reflexión; un momento de silencio y de suspensión del tiempo en el que, aun cuando nada está pasando, ellos son capaces de entenderse a sí mismos –y, a pesar de eso, decidir seguir esperando; entender que no hay nadie que no esté esperando–. Eso es El sonido de la muralla, de Rodrigo Urquiola (Kipus, 2015). Una novela que narra, a través de los ojos de una niña, la invasión a la casa de una familia y la espera que esto supone; espera para que alguien resuelva algo, para que alguien abra la puerta de una casa que ya no es suya. Pero esta sencilla historia supone una forma de complejidad que desvela un imaginario que, a pesar de estar a simple vista, se encuentra escondido en el fondo de nosotros mismos y que solo es posible escuchar si se está en silencio.

Por eso, El sonido de la muralla es, también, la expresión de una narrativa: la de la espera. La espera es recurrente en lo que podemos llamar un imaginario paceño (ciudad a la cual pertenece el autor y, además, ciudad donde se desarrolla la novela). Sin embargo, hay que destacar que en esta novela la espera no solo es temática, no solo los personajes esperan físicamente, sino también es procedimental: la novela habla sobre la espera, pero también es la espera, y se construye a partir de esta con un lenguaje reflexivo, lento y que recuerda al poético.

El paso del tiempo, el paso de las palabras y el paso del pensamiento se desfasan, dentro y fuera de la novela, como solo puede ocurrir mientras se espera: el tiempo se detiene, las palabras se silencian y el pensamiento se acelera. Esta novela es la espera, pues está hecha con pedazos de una memoria a la que nunca se accede, con lapsos de tiempo que no avanzan y con sucesos que nunca ocurren. “Opté por el silencio. Volví a contar hasta cincuentaidós y, en lugar de decir cincuentaitrés, bostecé. Todo lo que había alrededor de nuestros cuerpos era oscuridad” (pág. 148).

Pero más importante que la espera en sí misma es la narrativa que supone, pues esta va más allá de los límites de la novela y se transforma en una narrativa paceña, es decir, que consciente o inconscientemente sucede entre los paceños y forma parte de ellos. Una novela que espera, una novela que es la espera… pero, ¿qué es la espera?, ¿tiempo perdido o tiempo que no avanza? Sin importar cuál, ser la espera es estar estancado, no moverse: la espera es no decir nada y quedarse escuchando aun cuando nada está sonando. En una novela de la espera las cosas no llegan. En una novela-espera los personajes esperan. En una ciudad de la espera, las personas esperan las cosas que saben que no llegarán. Es, quizás, por esto que una narrativa paceña impregnada de la espera no puede terminar de formar paceños definidos. O, en otras palabras, una identidad regional que intenta construirse a partir de una narrativa de la espera nunca llegará a su forma final; la identidad paceña está en espera de llegar a ser algo, pero sabe que ese algo no va a llegar, por lo que nunca inicia el camino para alcanzarlo. Sin embargo, esperar en un mundo en el que las acciones ya no sirven para nada puede ser también un acto de modificación de la percepción de la realidad: si la respuesta no va a llegar desde afuera, aún se puede buscar dentro de uno mismo.

Esperar tal vez no es una forma de perder el tiempo, tal vez sea una forma de perderse en el tiempo. Una forma de ver, no hacia adelante ni hacia atrás, pues lo que seremos nunca llegará y lo que fuimos quedó grabado en el aire que se fue con el viento; solo lo que somos aún puede pertenecernos, solo lo que somos tiene algo de real. “La memoria es un espacio donde todo puede suceder”, dice la contratapa del libro, intento de resumen atractivo pero vago de toda una novela; “la memoria es un sueño que uno puede dirigir”, pero es un lugar al que “se nos ha prohibido el acceso”. ¿Puede entonces existir la memoria, en una ciudad que ignora sus recuerdos mientras espera y que no se mueve en busca de una identidad?, ¿es la memoria el vacío que deja algo que ya no está y nunca volverá?, ¿vale la pena creer que existe la memoria?

“A veces es mejor, aunque en el fondo se haga todo lo contrario, silenciar ciertas palabras para que permanezcan y resalten más, aún sin saberlas ya que no fueron dichas, y se eternicen a través de un acertijo jamás formulado” (pág. 127). Detener el tiempo y esperar. Silenciar el tiempo hasta escuchar, en medio del ruido incesante de la ciudad, una caja de música con la melodía que suena dentro de nosotros mismos. Esta es quizás la respuesta (la no-respuesta) de esta novela-espera y de esta ciudad-espera que no termina de construir una identidad propia: esperar la llegada de la noche, mirar las estrellas y confiar en que ellas no tienen nada que decir, que solo fueron hechas para ser apreciadas por alguien.

Un perro despedazado se refleja en los ojos de una niña, una puerta abierta no es cruzada por nadie; eso es todo lo que se escucha en el mundo, todo lo que seguirá reflejándose en los ojos de esta ciudad, pues todos han perdido las ganas de moverse, de buscar mejores cosas que reflejar, y prefieren mirar ya no para fuera, sino dentro de sí mismos. Ellos apuestan, así, su tiempo, esperando en silencio un concierto que no comienza nunca. Ellos apuestan su identidad mientras escuchan un nocturno –pieza musical sin movimientos que tiene, no sujeto a cambios por el intérprete, una duración indefinida, con tal de seguir considerándose una pieza digna de contemplación– y pretenden seguir, sin buscarla, esperando suspendidos en el tiempo. Ellos solo esperan. Ellos saben que todos están esperando. Y, en medio de la espera, esperan algún día haberse encontrado (siempre en subjuntivo). Porque, aunque nadie se mueva, aunque nadie pueda moverse, al mundo le queda un sentido oculto que aún no le ha sido arrebatado: poder ser contemplado.

Y mientras eso pasa, no hay nada.

Solo silencio, un nocturno,

el sonido de una muralla

que nunca se derrumba.

(Y seguir esperando).

Fuente: La Ramona