08/29/2016 por Marcelo Paz Soldan
Narrar sin énfasis

Narrar sin énfasis

la composición de la sal

Narrar sin énfasis
Por: Hugo Chaparro Valderrama

Magela Baudoin consigue que la memoria recuerde, mientras cruzamos sus cuentos publicados en La composición de la sal, los matices de las narraciones sin énfasis, que revelan de una manera sutil el mundo de sus personajes en el transcurso de una trama. Evocar el estilo neutro de Hemingway cuando descifra el misterio de sus relatos a través de la acción y el diálogo, interesando al lector en el silencio de lo que no se narra como la parte hundida de un iceberg. Situarnos en la dimensión de los “narradores inciertos”, señalada por Ricardo Piglia en Jorge Luis Borges o Ebe Uhart, celebrando la astucia formal por la que no se descifra el sentido de sus relatos de manera definitiva. Quizás deslizarnos de las páginas de Baudoin a la relectura de Mavis Gallant y sus visiones del mundo, sugeridas en lo implícito que descubre la soledad de la narradora, abandonada por su inquilina, Mlle. Dias de Corta, a quien le renta una habitación en el cuento que tiene como título su nombre, sin los escándalos del sentimentalismo cuando las líneas finales evidencian el ánimo de la anciana que aguarda la ilusión del reencuentro con la señorita: “Prefiero vivir con la esperanza de escuchar el elevador deteniéndose en mi piso y que timbres y me digas que has regresado a casa”.
Infalible, Jorge Luis Borges asegura en la brevedad de un epígrafe, utilizado por Baudoin para su cuento Moebia: “La certeza de que todo está escrito nos anula, nos afantasma”. Aún así, el reto de continuar con la certeza de que todo está escrito, nos anima a explorar otros rumbos de la ficción en los que, tal vez, la historia del pasado y su tradición no sean una condena que haga de nosotros criaturas translúcidas; comprendiendo que los dilemas del factor humano pueden ser recurrentes, pero el estilo permite suponer hallazgos cuando se puede considerar como una excepción a la norma. Y Baudoin lo intenta con la discreción que evita la redundancia de lo explícito en sus cuentos.
Sabemos que hay una madre enferma respirando con dificultad en la habitación contigua al lugar donde se encuentran un abuelo y su nieto, conversando mientras el lector se entera del transcurso de sus vidas en la brevedad de un momento. Sucede en la última historia del libro, Un reloj. Una pelota. Un café, donde conocemos la intimidad de sus personajes a través de los indicios con los que Baudoin enseña un rompecabezas en términos narrativos, construyendo la imagen del azar que los reúne; por qué el abuelo prefiere la soledad que lo lleva a trabajar a una mina y por qué el niño quisiera estar con su abuelo y llevar a su mamá con ellos. También se habla de un balón de fútbol y del sueño que el niño quisiera hacer realidad viajando algún día en avión. La tos de la mujer enferma acompaña el ritmo de la conversación desde el secreto donde su presencia logra deslizarse entre los diálogos del abuelo y su nieto.
Las líneas finales anuncian el futuro tras el que espera la soledad del muchacho y su vigor para enfrentarla:
“Cuando el viejo echó a andar el motor del gran Volvo verde, año 1933, que ambos cuidaban con esmero, el chico comenzó a correr tras él pateando la pelota, primero torpemente y luego con todas sus fuerzas, formando con su respiración nubes de vaho en el aire frío”.
La consciencia del tiempo que adquiere el niño por el reloj que le regala su abuelo -atándolo para siempre a su cronología-, se refleja en los dilemas de la soledad o en los encuentros fugaces que asumen los protagonistas ante su destino en otros cuentos del libro.
Julio Cortázar hizo que un hombre vomitara conejos en Carta a una señorita en París; Magela Baudoin prolonga el juego en términos húmedos cuando el protagonista de La composición de la sal no puede evitar que sus ojos traduzcan sus emociones con lágrimas torrenciales, haciendo de él un profesional del llanto, al que podríamos sumarle la nostalgia boliviana por el mar, aliviada por el rumor que se escucha en las entrañas petrificadas de una caracola.
Un giro hacia lo fantástico en un libro que se interesa por la ficción sin sobresaltos, insistiendo en el realismo que revelan sus historias. Haciendo de la descripción un recurso efectivo para construir atmósferas, como sucedió de una manera notable en la escritura narrativa del siglo XIX, revelando los dilemas del compromiso entre la devoción femenina y el egoísmo masculino cuando la pareja de “Amor a primera vista” sirve de contraste para que Celia, fascinada con el apartamento que renta en París -“cerca de Les Deux Magots, el mítico café de Sartre y Simone de Beauvoir”, piensa con aire esnob su enamorado y agrega, para confirmar su pedantería, que a Celia apenas le importaría el dato, “pues ella entendía tanto de libros como tú de arquitectura”-, haga del sitio una forma de seducir al galán, apocado por el temor que le produce la amenaza de un fantasma llamada matrimonio.
Cuentos que recaen en la melancolía de las separaciones, los adioses, la vejez, la armonía precaria de las relaciones o el final de todo que es la muerte según “La cinta roja”, narrado como una contradicción de términos: una crónica de sucesos criminales donde se intenta el lirismo para descifrar cuál fue el destino de una reina de belleza, parroquial y excesivamente juvenil -catorce años-, en el desarrollo ambiguo de una trama que concluye con la necesidad de rescatar la memoria de los muertos a través de la escritura para registrar los hechos de un crimen, aunque no se expliquen del todo.
Misterios que confían en la astucia del lector -un juego que se agradece cuando la escritura está cercada, en términos editoriales, por lectores reblandecidos y poco atentos a la ficción y sus riesgos, enalteciendo el reinado de la novela en comparación con la duda que se respira ante los osos panda de la literatura en términos comerciales: el cuento y la poesía-, capaz de aventurarse en sus propias conclusiones para descifrar la historia de mujeres enigmáticas como La chica; de sumergirse en el laberinto de los amores trágicos que se narran en la claustrofobia carcelaria de Moebia; de observar una exposición de dilemas femeninos en Gourmet y Dragones dormidos; de regresar a la infancia en clave dramática cuando el placer de un viaje se deteriora por la mediocridad del mundo adulto en Un verdadero milagro; de comprender a los padres y a la figura mítica de la abuela en Sueño vertical y Borrasca -honrándose en este último cuento la memoria de las damas literarias que en el mundo fueron las hermanitas Brontë-; de releer a Mavis Gallant cuando se narra en Sonata de verano porteño la historia de otra inquilina al estilo de Mlle. Dias de Corta, pasando una temporada en Buenos Aires con dos mujeres tan peculiares como las señoras Remedios y Milagros, haciendo de las frases cortas y tajantes una forma de expresar la neurosis que respira el apartamento.
Los cuentos más explícitos y tradicionales del libro son Algo para cenar y La noche del estreno -o la ópera como recurso melodramático para que la vida gris de su protagonista se ilusione con una redención que no será posible-. Expresan a través de la enseñanza moral y el dolor de las frustraciones; con su estructura de inicio, nudo y desenlace -¡Oh, Aristóteles!-; con la primera persona del plural y la tercera persona del singular, las opciones que un autor considera más apropiadas para que su narración descubra, en términos formales, variables alrededor de su estilo.
Sin restringirse a un dilema frecuente en Latinoamérica: hacer de la geografía, el himno y la bandera denominaciones de origen para escribir acerca de la realidad inmediata en clave testimonial -siempre será bienvenida la lección de Borges en contra de los nacionalismos literarios-. Baudoin recorre París, La Paz, Barcelona y Buenos Aires demostrando que la geografía no hace al autor. Al contrario, es el autor y su talento los que honran la geografía donde suceden sus historias. No sobra recordar a Rodolfo Walsh evocando el equívoco de Frank Norris sobre Nashville, donde, según él, no podía suceder nada. “Hasta que O. Henry”, agrega Walsh, “la convirtió en el escenario del mejor de sus cuentos”.
¿Literatura masculina? ¿Literatura femenina? Las preguntas sugieren una división banal en las esclusas del género, útiles para que los académicos sobrevivan teorizando al respecto. En un territorio práctico, han sido más efectivas cuando anuncian el sexo en las puertas de los baños públicos. De resto, se trata simplemente de literatura. Y Magela Baudoin, con sus compañeros de generación, ofrece una respuesta al oficio de escribir.
Fuente: Página Siete