04/01/2013 por Marcelo Paz Soldan
Más allá de las Claudinas

Más allá de las Claudinas

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Más allá de las Claudinas
Por: Mijail Miranda Zapata

(Texto leído en la presentación de Los días vacíos del Raspa Ríos)
Una de las ventajas de ser un completo desconocido, es la ausencia del desagradable compromiso de quedar bien con el entorno. Claro, que la recurrencia en los desplantes públicos conlleva ciertos riesgos. Más aún en espacios como el literario, tan estrechos en nuestro medio. Por un lado, uno puede ser catalogado como un buscador de protagonismo barato, por otro, uno puede ser condenado al ostracismo eterno. Pero no he venido a aburrirlos con las vicisitudes que me asediaron a la hora de aceptar este compromiso y redactar este texto, sino a presentar la novela ganadora del Premio Marcelo Quiroga Santa Cruz. Aprovecho la oportunidad para felicitar a los organizadores y auspiciadores, que cumplieron con sus participantes y no dieron cabida a deshonrosos votos de silencio, como algunas Fundaciones que antes de cumplir con sus promesas, optan por realizar pomposos homenajes en el Achá y el Club Social (¡oh! Curiosa ironía), olvidando a los poetas y escritores que les confiaron sus trabajos, y que antes de dar la cara anulan cobardemente el acceso público a sus cuentas en las redes sociales. Excusen este lapsus, pero como decía Carlos Medinaceli, hay que poner la lucidez al servicio del insulto.
Entrando a lo que nos convoca, debo confesar que volver a las “Claudinas” ha sido un placer culposo que debo agradecer a Gonzalo. Y si tuvo esa carga de culpa es porque pertenezco a una generación, esta de lentes con marco grueso y peinados vintage, que aborrece los géneros, lo social, lo vernáculo, entre tantas otras cosas. Encarar Los días vacíos del Raspa Ríos, tuvo sus conflictos y contradicciones, ya que tuve que batallar contra los estigmas propios de los que nacimos comenzando los 90, siendo lo más probable que no haya podido vencerlos.
Caer en comparaciones es odioso y por eso mismo voy a precisar de ellas. Si me dieran a elegir entre varios textos de corte costumbrista de seguro me quedaría con la Chaskañawi. Aunque bien podría hacerlo con la Miskki Simi, si es que Costa du Rels hubiera sido un poquito menos prosaico y prejuicioso. Y es que éste último, sin quererlo quizás, presagia el curso de nuestra literatura. “Con detalles ingenuos, me pintaba la campiña: Calacala, Queruqueru, rincones agrestes envueltos en la modorra provinciana tan propicia a una falsa noción de la felicidad. El pasado era su obsesión.”, dice su cuento y pienso lo mismo que seguramente piensan muchos de nuestros jóvenes narradores. De tener que situar la novela ganadora, lo haría en un punto equidistante, entre las tres historias, se formaría un equilátero. La fórmula y las situaciones son casi las mismas. El relato es propiciado desde la periferia de lo que se convoca. Los señoritos, Adolfo, Joaco, Raspa, son ajenos a lo cholo, por mucho que pretendan otra cosa. Finalmente, es la experiencia del macho la que se cuenta. Imagino cuán grato sería alguna vez escuchar la voz de la chola, tan femenina, tan seductora, tan maternal, tan sabia, tan natural. Son deudas que nos deja el tiempo.
La novela comienza con un largo epígrafe, si se quiere, que condensa la esencia, entre pérfida y romántica, de la obra decimonónica de Medinaceli. Es una escena de sensualidad, sexualidad y sobre todo violencia. Pulsiones primitivas, esenciales desde el parto mismo de cualquier ente. Es así como nace la historia del Raspa. Aunque haya visiblemente muchas diferencias entre Adolfo Reyes y el Raspa, en el fondo terminan siendo el mismo. Ríos es un eslabón en el camino de búsqueda y perdición de Reyes. Éste es joven, tiene abolengo, desata su euforia y frustraciones en la provincia. El de Lema vive en la ciudad, en realidad ha sido desplazado del campo a la urbe, siguiendo esa misma búsqueda de algo que parece intangible. Al escribir esta nota me preguntaba, ¿cuándo terminarán de surgir estos eslabones? Gonzalo pareciera haberse propuesto continuar una labor que no tiene fin. Se ha propuesto darle una “continuidad histórica”, si se me permite la torpeza del enunciado, a la narrativa nacional y debe reconocérsele la capacidad de rearmar con sutileza a aquel Adolfo Reyes rural, enclenque y sensiblón, en este otro, citadino, clasemediero, burócrata y pícaro.
Ya las primeras páginas delimitan el espacio en el que transcurrirán las siguientes. Un evento trágico en la vida de un servidor público cualquiera, pone en evidencia el curso errático de una vida desbordada por los excesos. El Raspa Ríos es un típico tramitador de oficinas ediles. Pusilánime, aprovechador y altanero. Insoportable individuo que, como clonado y con algunas variantes, sobrehabita la fauna burocrática del estado. Una de las virtudes de Lema es convertir a este desagradable personaje en un carismático antihéroe, una triste víctima de las circunstancias, un amigo de cantina más. Por lo dicho podría suponerse que el Raspa es un personaje redondo. Sin embargo, en muchos tramos de la novela se torna estereotipado, en otros está más bien sublimado. Quizás esto sea una consecuencia de la trama principal que, a pesar de tener como escenarios ambientes de familia, oficina y bohemia, se desarrolla en el interior mismo del “Raspa”. La intimidad es siempre un terreno propicio para las contradicciones, la repetición y el egoísmo.
La novela indaga y cuestiona múltiples dimensiones. La masculinidad y sus frustraciones, la familia tradicional como anacrónico cimiento social, los códigos rurales traspuestos a las dinámicas urbanas, la apropiación popular de los espacios oficiales, estructuras patriarcales fuertemente enraizadas en todas las instituciones de la sociedad, el desequilibrio eternamente irresoluto entre el deseo, el afecto y el amor. Donde puede evidenciarse una sensibilidad mayor es al mostrar la fragilidad de la naturaleza masculina frente a la imponencia física y mental de la mujer. El “Raspa” es un ser arcaico rodeado de mujeres seductoras, inteligentes y batalladoras. Los esfuerzos por mostrarse como el verdadero forjador de su destino, como un gran capitán (“Soy el Raspa Ríos, capitán de los judíos”) del barco en el que navega, son inútiles. La lectura es una demostración de que aquel capitán, el patriarcado como tal, no es más que un marinero de poca monta, entregado a los embates de su torpeza y la voluntad de feminidades amazónicas. Dicho sea de paso, esto también consolida otra dimensión, más evolucionada quizás, de razonamiento machista.
Entonces, puede deducirse que las protagonistas en realidad son la Clota, y me pregunto por qué Gonzalo no le puso Claudina y eligió el nombre de la prostituta chilena del cuento de Costa du Rels, la Negra, esposa del Raspa, y María, su hija. Esta última es la que se muestra más exquisita para la disección. Por ella el Raspa se accidenta y se sume en la tragedia. Con ella el Raspa cae en una profunda contradicción existencial. La evolución de la “niña de sus ojos” en una mujer deseada por sus colegas lo sitúa contra la pared del libido incestuoso. A partir de ese momento el Raspa lucha contra su propia naturaleza, trata de rehacerse, reacomoda el deseo provocado por la hija en su chola, la Clota. El proceso de autodestrucción es permanente a lo largo del relato, resulta estimulante por su vértigo y cotidianidad, y no cesará hasta terminar por completo con el Raspa.
Los días vacíos del Raspa Ríos es una novela que no termina de cuajar, porque no debe, porque no puede, porque la historia estará terminada cuando este nuevo escenario, ese que se desarrolla en la hija del Raspa se muestre con plenitud y dolor. Y es que María es el próximo eslabón, volviendo a los razonamientos iniciales. Es de ella de quien debemos esperar la voz femenina, es ella quién cambiará el lente con el que desde hace mucho miramos la realidad. La historia de María solo podrá ser contada por María, y ahí mismo le nace el vacío al Raspa. Esa es para mí la metáfora, que bordea la metonimia, o viceversa, de la novela.
Ya terminando debo advertir que aunque desde el tratamiento del lenguaje, cuidado con detalle y conocimiento de causa, se ofrezca un retrato cabal de cierto núcleo social, alguien ajeno a estos espacios y costumbres bien podría caer en prejuicios poco saludables.
En una película gringa, Historia americana X, se dice que la mejor manera de terminar un texto es con una cita. Como no se me ocurre otra cosa, aprovecho la oportunidad para recordar, nuevamente a Costa du Rels: “Todo destino telúrico es trágico. Es por ello que, ya amortajado, el viento se llevó a Joaquín Avila. Para siempre…”. ¡Salud y felicidades al ganador!
Fuente: Ecdotica