02/26/2010 por Marcelo Paz Soldan
Lucha libre versus fútbol

Lucha libre versus fútbol


Lucha libre versus fútbol (en Quito)
Por: Wilmer Urrelo Zárate

Debo advertir, antes que nada, que no me gusta el fútbol. Me parece, en resumen, un deporte idiota. Además de ser una de las mafias mundiales peores de aquellas que aparecen en el libro Gomorra de Roberto Saviano. Sin embargo, y quizá por ello mismo, los caminos del fútbol son oscuros y no tuve más remedio, hace unas pocas semanas, que irle a la Liga de Quito por dos razones fundamentales: a) porque yo estaba en el Ecuador y por lo tanto jugaba de local y b) porque la Liga se enfrentaba al Fluminense, equipo poblado de brasileros, y si hay algo desagradable en este mundo es la mezcla de brasileros y fútbol (siempre ganan) o brasileros y carnaval (siempre tienen la suerte de llevar poca ropa).
En fin, la cosa es que la noche en que estos dos equipos se enfrentaban por alguna copa cuyo nombre no recuerdo (pero tenía, eso sí, nombre de marca de coche) abandonaba la Feria del Libro de Quito junto a dos colegas excepcionales: Naief Yehya de México y Miguel Ángel Oxlaj, de Guatemala.
Vamos caminando por las calles quiteñas (tan parecidas a las nuestras) y ya se siente el ambiente: están medio vacías, pues la mayor parte de la gente seguro está o en casa o metidos en algún bar con la tele encendida. Así que mientras nos dirigimos a nuestro hotel hablamos de muchas cosas: de cine, de libros, de los escritores o escritoras de nuestros países. Y yo evito que se hable de «ese deporte» (palabras que, en nuestro país y haciendo un paralelismo con las horribles suegras, podrían compararse a «esa mujer»). Tenemos tiempo y hambre y vamos a Sal y pimienta, un magnífico lugar donde se come como la gente y que cierra a las ocho de la noche. Creo que es Naief quien pregunta si lo hacen por el partido. La muchacha que atiende dice que no y se lamenta:
-La Liga está perdiendo.
¡Plop! El primer golpe bajo. Y es que ella es fanática de ese equipo y por razones que hasta ahora no logro comprender en el restaurante no hay un televisor donde poder ver las incidencias del partido. Pero está la ausencia de éste, que en el fondo es como verlo o tenerlo metido en las narices. Y hago filosofía barata: está la tensión en el ambiente, el silencio en las calles. Entonces pienso que el fútbol no tiene que estar solo en las canchas para hacerse notar, sino también en la ausencia de gente, en el vacío. Prefiero hacerme al gil. Y voy a pedir la cena, pues no quiero echar a perder este momento de excelente charla con una agresión mía innecesaria a «ese deporte». O al fútbol como dice Naief con su acento mexicano. Sin embargo, en medio de la comilona, no tengo más remedio que confesarlo: no soporto un solo partido de «ese deporte» y menos aún a los periodistas deportivos (pero ése es otro tema).
Por fortuna a estos dos colegas llenos de generosidad conmigo eso parece no importarles mucho. Miguel Ángel nos cuenta que él, de niño, jugaba fútbol, y que luego lo dejó y que ahora más bien le interesa la literatura y las computadoras. Naief nos confiesa que quiere irse a ver el partido a su habitación, empero en algún momento surge el tema que me apasiona: la lucha libre. Creo que lo solté en la fila del autoservicio o ya en la mesa donde nos sentamos a comer, y eso detiene su partida.
-Es el mejor deporte del mundo -creo que les digo-. Prefiero mil veces eso que al fútbol.
Ambos frente a frente. Lucha libre versus fútbol.
Luego lanzo una larga (y me parece que algo aburrida) disertación sobre la presencia de El Santo en Bolivia y de cómo hace poco tiempo nomás tuve la suerte de ver pelear a su nieto (Axel) nada más ni nada menos que en el Coliseo Cerrado de la ciudad de La Paz. Narro sin pudor cómo me temblaron las piernas cuando, mientras hacía una interminable fila para ingresar, la señora que se hallaba a mi lado me mostró la máscara que El Santo le regaló a su padre cuando estuvo por estas tierras en los años sesenta. En todo ese tiempo hablamos sólo de la lucha libre. Naief recuerda a las cholitas luchadoras y yo le digo que son espectaculares, y Miguel Ángel deja de comer su pizza y pregunta a qué no referimos con el término chola. Él viene de Centroamérica y cree, o más bien identifica a aquéllas con los cholos, los mareros, los tatuados esos que, si unos los tiene frente a frente es mejor salir corriendo. Le explico por dónde va la cosa y hasta ese momento me encuentro satisfecho, pues parece que la lucha al fin le ganó al fútbol, que le hizo una Huracarana y lo destrozó con la llave Deacaballo o el Martinete. Prosigo: le cuento a Naief y a Miguel Ángel que el mejor luchador de nuestros días, desde mi punto de vista, es el Místico y que La Mística, esa llave que él inventó es como un cuento bellísimo y perfecto de los escritos por Edgardo Rivera, y que es lo mejor que vi en los últimos años. Hacemos una pausa, o mejor dicho, la conversación va por otros rumbos: hablamos del Facebook, de Twitter, de los blogs que aún no logro comprender y aún así me siento satisfecho: espanté sin quererlo ese horrible fantasma futbolístico que parecía estar a punto de instalarse en esta noche quiteña, pero entonces (no recuerdo quién) pregunta por el partido. Quizá la muchacha que atiende las mesas se acerca y nos cuenta que la Liga va ganando. Que remontó el marcador y que va 2 a 1 ó 3 a 1. Lo único que me viene a la mente, en ese preciso instante, es la siguiente escena: yo metido en el bus que sale a la Feria del Libro, hoy por la tarde, y miren la coincidencia, los del Fluminense hospedados en el mismo hotel. Ahí, pegado a la ventanilla, mi rostro observando la parte trasera de la camioneta de los brasileros: bebidas energéticas, balones en su redes y, ay la altura, tres o cuatro garrafas de aire. Quito está, si no me equivoco, a casi 2 800 metros sobre el nivel de mal. Los del Fluminense se quejan de eso. Y los otros colegas que asisten a esta Feria sacan la lengua, una argentina se desmaya en el bus que nos lleva a una cena por la noche y yo me río: estos gauchos no aguantan nada. Aunque, como siempre me pasa, la venganza es dulce, pues al pisar suelo paceño estoy inutilizado por dos días, pálido y bruto. Y pienso: «es inhumano jugar en la altura».
Terminamos de cenar. No hablamos de esa pasión de multitudes, y caminamos un poco y entramos al hotel (en el trayecto la no-presencia del fútbol es aún más fuerte), en el bar hay un televisor y frente a él un montón de gente (quiteños o no) que justo en ese momento gritan un gol más de la Liga. Ya perdí, pienso, mientras veo a un botones sonriente correr hacia el bar porque el equipo va ganando y, al parecer, está cerca del campeonato. Es una derrota con sabor a victoria, pues hasta el momento el fútbol no ha logrado vencerme. La cosa es que los tres nos quedamos unos segundos viendo la algarabía de los futboleros: abrazos, vivas, brazos extendidos hacia el cielo. Ya nos despedimos, cansados. Llego a mi habitación y la tele me hace la última mala jugada del día (en realidad lo hizo desde que llegué): no puedo cambiar de canales, o no sé hacerlo con esta aparato y coloco Fox Sports y ahí el último gol de la Liga. Afuera, observando desde la ventana, se escuchan los cohetes, la noche será interminable, la fiesta recién comienza, el fútbol ha ganado. Y no hay lugar a la revancha. Durante toda la noche, mientras intento dormir, escucharé las bocinas por las calles, la no-presencia ya no está, ahora está una manifestación más, la Liga está haciendo historia, o dos veces historia, como me explica al día siguiente el vendedor de un stand allá en la Feria del Libro. Le digo que no vi todo el partido y que no pude dormir por la bulla. Él pregunta de dónde soy. Le contesto que de Bolivia, habla de la altura y lamenta que no vayamos al Mundial.
-Como nosotros -me dice-. Pero con lo de la Liga ya basta.
Entonces me pregunta quién, creo yo, ganará el Mundial.
-Sinceramente no sé quiénes juegan -le digo.
Me enumera, con esa amabilidad de los quiteños, los equipos que van a Sudáfrica. Japón, escucho. Y recuerdo a los Supercampeones. Mi venganza, pienso.
-Si es así tal vez gane Japón -le digo-. Tiene buenos jugadores.
-¿Y quiénes son? -pregunta.
-Oliver Átom, Benji Price, los hermanos Korioto. Con eso ganan seguro -digo.
Pago el libro. Me da la factura y me retiro, ahora sí seguro de haber ganado una batalla más contra el fútbol. Pero una vez más me invade esa inseguridad que tantos problemas me ha traído a lo largo de mi vida. ¿Ganó la lucha libre? ¿El fútbol? ¿Esto le importa realmente a alguien? A la semana me entero que la Liga es campeón. Me alegro por ellos y por Quito, se lo merece por su generosidad y su belleza, y por los libros que compré allá. Y también me alegro por los brasileros. Qué bueno que perdieron. Hago un recuento histórico y me doy cuenta que no hay ni un solo luchador brasilero que valga la pena. En eso por lo menos ganamos, pienso. Y en eso no hay revancha. Aunque a lo segundos dudo y me rasco la cabeza: ¿o no?
Fuente: Ecdótica