Por Diego Rojas
Bolivia es un país mediterráneo, es decir, sin salida al mar. Una nación marcada por una cordillera de un lado y la selva amazónica, del otro. Quizás por eso haya constituido su identidad en cierto enclaustramiento que la convierte en una nación particular respecto a otras del continente, no sólo en política, sino en cuanto a su literatura -que no formó parte del Boom. También es cierto que esa peculiaridad geográfica y cultural promovió que se formaran en su propio signo grandes escritores, como Jaime Sáenz, nacido hace 100 años y fallecido hace 35, y cuya vida se convirtió en un mito y cuya obra es leída y estudiada en cofradías de distintas ciudades de América.
Una tumba en el Cementerio General de La Paz, una inmensa ciudad de los muertos donde lápidas sencillas se ven adornadas por ramilletes de flores de papel debido a la altura donde se encuentran, a más de 4 mil metros sobre el nivel del mar. Entre todo ese mar de tumbas, una se destaca porque no son flores las que la adornan, sino botellas a medio tomar de ron, vasos vacíos, un despliegue festivo del alcoholismo que resguardan un cadáver. Es la tumba de Jaime Sáenz, cuyo mito ganó a la vida y cuya escritura se amalgamó con ella a través de novelas como Felipe Delgado, uno de los más incisivos retratos del bajo mundo paceño, en el que abundan bares, tugurios, personajes excéntricos y alcohol. Un universo donde el alcohol es una presencia constante y que, en sus manifestaciones más tremendas y marginales, da lugar a los “Cementerios de Elefantes”, mencionados en la novela, que son lugares adonde acuden los alcohólicos que han perdido la esperanza de redención, y que son viviendas donde se alquilan habitaciones cerradas con candado una vez que el huésped ingresa y donde se les brindan baldes de alcohol puro con canela, con alguna otra hierba, para que beban y beban hasta que les llegue la muerte, una muerte dipsómana, borracha.
Sin embargo, Jaime Sáenz no era un Bukowski del Altiplano. Había sido alcohólico desde los quince años hasta llegar a la tercera década, cuando dejó de tomar y se sentó a escribir. Los años del alcohol habían acompañado su juventud y su formación. Alumno destacado de un colegio estatal de elite, había formado parte de las juventudes nazis y había viajado con una comitiva de 25 jóvenes en 1938, la mayoría miembros del Liceo Militar, hacia la Berlín de Hitler, que en aquellos años gozaba de su admiración. En Alemania se había enfrascado en el estudio de la poesía de Holderlin, en la música de Bruckner, la filosofía de Heidegger y Nietzsche. Todo mientras vestía un uniforme militar correspondiente a su rango y edad. Volvió a Bolivia en 1939. Conoció a la delegada alemana para el partido nazi boliviano, que era de origen judío. Se casó con Erika, cuyo apellido se perdió en la historia, y la noche de bodas llevó una pantera a su casa, hasta que su flamante esposa le dio a elegir entre ella y la fiera. Tuvieron una hija, Jourlaine, pero cansada Erika de su constante estado de embriaguez la mujer regresó a Alemania con la niña de dos años y nunca más Sáenz supo de ellas. El fracaso de su matrimonio y el atravesar dos delirium tremens que casi le cuestan la vida decidieron a Sáenz a dejar de beber. Y a escribir.
Nadie ama y las cosas son las que aman,
cuando miro el mundo y los vientos late suntuoso mi corazón en la congoja
—veo los seres solos y ajenos al mundo, exploro y me aventuro por ellos al nacer
y no aman ni se quieren estar, transitan y yo soy su solo amigo.
Fue empleado del Servicio de Informaciones de la Embajada de los Estados Unidos en La Paz mientras vivía con su madre, y a su muerte con su tía, y escribía. Luego se lanzó al frenesí de la vida, pero no el de la vida cualquiera, sino la que se produce durante la noche. Dormía durante el día y salía de noche a los bares marginales, se nutría de un mundo ajeno a la luz del sol con sus personajes y costumbres, visitaba al final de su noche (el comienzo del día) la morgue, para poder asir en los cadáveres un significado. Colaboraba activamente con el movimiento nacionalista que lideraría la Revolución minero-campesina de 1952 y fue amigo del máximo dirigente de la Central obrera boliviana, Juan Lechin. Su estilo de vida era un golpe en la cara desde sus propias fauces a la moral burguesa.
En un pasaje de su novela más autobiográfica, La piedra imán, un personaje se refiere así al protagonista: “Caramba; qué se hará con este don Jaime. Persona tan decente, y el pobre joven anda botando piojos. Un aparapita es un lujo al lado de él. Pero es su culpa. Es demasiado irresponsable y hasta abusivo, y a veces ya parece uno de esos energúmenos y malentretenidos sin Dios ni ley. Insulta a todo el mundo y pelea con todos, anda vociferando y desafiando, mete escándalos por aquí y por allá y de repente baja a la morgue a profanar los cadáveres. Se hace ultrajar y pisotear, y finalmente entra a la botica, rompe los vidrios y lo llevan a la policía, y todavía se burla del comisario y le habla en no sé qué idioma, que nadie entiende, y que seguramente él ha inventado. Y así don Jaime se hace odiar”.
Así y todo, jóvenes se abroquelaban alrededor de Sáenz para dedicarse a leer y conversar en su casa, en la que vivía con su tía, y se estableció un grupo que lo seguía y que conformaba los Talleres Krupp, que funcionó durante décadas y del que participaron muchas personalidades del campo cultural e intelectual paceño. Fueron los impulsores que lograron que en los tempranos setenta se le otorgara una cátedra de literatura en la Universidad de La Paz. Pero ni siquiera su “institucionalización” académica detendría su carácter de outsider ni mucho menos. Nunca negó su bisexualidad. Su novela Los papeles de Narciso Lima Achá narran la relación amorosa y sexual entre un oficial alemán de la embajada de ese país y un joven boliviano, y circulaba en impresiones caseras antes que El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, hasta que fue publicada post mortem en 1991.
Y yo me pregunto:
¿Qué es tu cuerpo? Yo no sé si te has preguntado alguna vez qué es tu cuerpo.
Es un trance grave y difícil.
Yo me he acercado una vez a mi cuerpo;
y habiendo comprendido que jamás lo había visto, aunque lo llevaba a cuestas,
le he preguntado quién era;
y una voz, en el silencio, me ha dicho:
Yo soy el cuerpo que te habita, y estoy aquí, en las oscuridades, y te duelo, y te vivo, y te muero.
Pero no soy tu cuerpo. Yo soy la noche.
Los talleres Krupp no sólo eran un lugar de tertulia, sino que desarrollaban las potencialidades de varios de sus asistentes. El así llamado “Rimbaud boliviano”, Guillermo Bedregal García, que murió en un accidente automovilístico a los 20 años, encontró en Sáenz una figura que le dio impulso a su propia (y breve) obra poética, que consta de tres conjuntos de poemas. Sáenz lo ungió como parte de la dirección de la revista Vertical, que se publicaba con la participación de los miembros de los talleres. La viuda de Bedregal, Corina, contó a Forrest Gander y Kent Johnson, unos estudiosos de la literatura boliviana que habían ido desde los Estados Unidos a La Paz para seguir el rastro de Jaime Sáenz, lo siguiente: “Sí, mi Guillermo y Jaime solían tomar cocaína en grandes cantidades, era lo que hacían mientras hablaban y escribían y argumentaban con lo alto de su voz. Eran tan dulces juntos. Se amaban como un padre y un hijo”. Al principio de esta nota se dijo que Sáenz había dejado el alcohol. En 1984 y 1986 tuvo recaídas. En 1984 escribió su celebrado libro La noche. En 1986 la recaída fue fatal.
De tu partida, que es como una lumbre, se condolerán estas claras imágenes
por el viento de la tarde mecidas aquí y a lo lejos;
yo te acompaño con el rumor de las hojas, miro por ti las cosas que amabas
—el alba no borrará tu paso, eres visible.
La Paz es una ciudad que se superpone a sí misma, en capas que culminan por los cerros que la circundan. Sus cuatro mil metros de altura la hacen tan cercana al sol que ni en invierno deja de ser quemante. Por eso, el enorme Cementerio General de La Paz no abunda en flores vivas, sino que son flores de papel las que adornan cada tumba -de otro modo, las flores morirían rápido, el homenaje al muerto sería fugaz. Por las noches, grupos de jóvenes se introducen tras los muros del camposanto. Llegan, chicos y chicas, tal vez personas ya en sus treinta, a la tumba de Jaime Sáenz. Allí leen, mientras beben, sus poemas. Antes de que el amanecer claree se habrán retirado, luego de esa ceremonia de iniciados. Habrán dejado también botellas de ron, y no flores, para que acompañen en su residencia en la muerte al poeta Sáenz.
Fuente: www.infobae.com/