08/24/2020 por Sergio León

La trágica vinculación entre literatura y política

Por H. C. F. Mansilla

La literatura tiene —o debería tener— una función trascendente que la acercaría a la genuina religiosidad: que el olvido no tenga la última palabra, que la injusticia y la impunidad no resulten lo definitivo y que los seres humanos no sean únicamente medios para fines ulteriores. Aprendí esta hermosa enseñanza leyendo a Anna Ajmatova (1889-1966), la eximia poetisa, cuya vida fue un ejemplo trágico de la desesperanza que caracterizó a la Santa Rusia en la primera mitad del siglo XX. Ajmatova nos dice que la memoria brinda sentido al sinsentido por excelencia, que es la historia. Me impresionó mucho su Réquiem, escrito en un estilo elegante y lacónico y por ello doblemente emotivo y persuasivo. En esta obra Ajmatova relata un encuentro fugaz con otra prisionera en los sótanos de una cárcel. Esta última, una mujer al borde de la muerte por el maltrato y las dolencias, le preguntó si podía describir esa terrible constelación y salvarla para la posteridad, es decir para evitar que el olvido eterno y las sombras de la historia eliminaran definitivamente la memoria del sufrimiento y del abandono en que se hallaba una buena parte de la población bajo el régimen stalinista. Cuando Ajmatova asintió, una leve sonrisa iluminó lo que quedaba del rostro de la pobre mujer, que murió débilmente consolada. 

Se puede preservar un sentido de la vida humana si alguien deja un testimonio fehaciente del dolor de toda una generación, como lo hizo Ajmatova al cantar lo que sucedía durante la noche del terror y la inhumanidad, que las crónicas oficiales tratan hasta hoy de encubrir y omitir. La gran poetisa tuvo el valor de recordar e inmortalizar literariamente aquel tiempo del desprecio por el individuo, cuando se quebraron las “rutinas de la civilización” y cuando unas “sombras burocráticas” decidían arbitrariamente sobre la vida y la muerte de las personas en los oscuros e inaccesibles corredores del poder supremo. 

En la Rusia del siglo XX Anna Ajmatova pensó que su producción poética serviría para evitar el olvido de las víctimas del stalinismo, pero creo que fue un esfuerzo vano. ¿Quién se acuerda hoy de los innumerables prisioneros obligados a trabajar en condiciones infrahumanas en el norte de Siberia? ¿O de los millones de víctimas de los experimentos radicales en Cambodia y en China? Y todo ello ocurrió en nombre de un modelo que pretendía ser la culminación racional de toda la evolución humana, basado en la infalible interpretación racionalista de la historia universal, un modelo que debería haber traído la paz perpetua, el paraíso terrenal de los trabajadores y la prosperidad general a sus habitantes.

Pensando en las innumerables víctimas de los regímenes totalitarios me acuerdo de un pensamiento del gran novelista ruso Isaak Babel (1894-1940): para conocer bien a una persona no sólo hay que percibir los rasgos de su rostro, sino que hay que estudiar las cicatrices causadas por sus derrotas. Para comprender a los vivos hay que saber quiénes son sus muertos. Babel fue condenado al fusilamiento por el régimen stalinista en 1940 porque nunca quiso dejar de ser él mismo, inconfundible en su ironía, leal a su melancolía, fiel al otoño de su breve vida. Creó una prosa admirable, lacónica, concentrada, pero al mismo tiempo muy expresiva y llena de un gran poder evocativo. Él creyó que el ruido de las batallas y los cantos salvajes de los vencedores no podrán sofocar del todo los susurros y las lamentaciones de la consciencia. Babel fue el soldado que no aprendió a matar y el poeta que no quiso mentir.

Pablo Neruda (1904-1973) en sus memorias (Confieso que he vivido) incurre en un infantilismo —que se repite insidiosamente a lo largo de toda la obra— al describir a los grandes líderes comunistas. De Mao Tse-Tung sólo señala los ojos sonrientes y los cálidos apretones de manos. De Stalin dice que era un “gran tímido, un hombre prisionero de sí mismo”, y sin ironía lo compara con Jehová: impredecible, terrible, pero era la voz de la justicia histórica y divina. Y agrega: “Esta ha sido mi posición: por sobre las tinieblas, desconocidas para mí, de la época staliniana, surgía ante mis ojos el primer Stalin, un hombre principista y bonachón, sobrio como un anacoreta, defensor titánico de la revolución rusa. (…) La muerte del cíclope del Kremlin tuvo una resonancia cósmica. Se estremeció la selva humana”. Y en otro lugar afirma: “Yo había aportado mi dosis de culto a la personalidad en el caso de Stalin. Pero en aquellos tiempos Stalin se nos aparecía como el vencedor avasallante de los ejércitos de Hitler, como el salvador del humanismo mundial. La degeneración de su personalidad fue un proceso misterioso, hasta ahora enigmático para muchos de nosotros”. Anteriormente, en su celebrada Oda a Stalin, Neruda había cantado: “Stalin es el mediodía, / la madurez del hombre y de los pueblos (…) Era más sabio que todos los hombres juntos”. Y en el Canto general dijo: “Stalin alza, limpia, construye, fortifica, / preserva, mira, protege, alimenta, / pero también castiga. / Y esto es cuanto quería deciros, camaradas: / hace falta el castigo”. 

Intercalo estas citas porque las opiniones de Neruda frente al stalinismo y, en general, ante el desarrollo fáctico del socialismo en la vida cotidiana de las sociedades sometidas a su mandato, representan la posición de muchos intelectuales progresistas de América Latina (y de gran parte del mundo) con respecto a los regímenes comunistas en la realidad. Conocí y conozco a mucha gente inteligente, aun dentro de mi propia familia, que comparte esta idea. Casi todos aducen lo mismo: desconocimiento de la represión bajo Stalin y sus sucesores, el rol heroico de Stalin en la construcción y defensa del socialismo, su carácter presuntamente sobrio, bonachón y principista, su fallecimiento como suceso cósmico. Todos ellos sostienen lo que decía Neruda sobre la función histórica de la Unión Soviética: “una lección moral para todos los rincones de la existencia humana”, la “gigantesca verdad” que se elabora bajo ese régimen para toda la humanidad y otras lindezas que llenan varias páginas de sus memorias.

Neruda, un poeta excelso, pero un espíritu bastante convencional con respecto a asuntos políticos, estaba encandilado por la retórica de tonos revolucionarios y ademanes enérgicos de los grandes líderes comunistas que conoció: los gestos autoritarios y decididos y la lógica de la acción violenta le parecían cualidades positivas que encumbraban a estos líderes por encima de los políticos rutinarios. Como muchos bardos revolucionarios, Neruda estaba también fascinado por los agasajos de que fue objeto en los países comunistas: los manjares escogidos, los vinos exquisitos y las mujeres deslumbrantes que experimentó le impidieron avizorar la vida de privaciones de los trabajadores, las restricciones a las libertades más elementales y los campos de concentración. Para evitar un malentendido quiero aclarar que Pablo Neruda fue uno de los poetas más eminentes que han producido América Latina y el mundo entero. Hay en sus memorias trozos luminosos sobre la existencia humana, como su hermoso párrafo sobre el trabajo de los escritores, que es similar al del pescador solitario al borde del río helado en invierno y que rinde frutos sólo después de un largo esfuerzo. En uno de estos momentos excepcionales reconoce que muchos izquierdistas cultivan la “voracidad por el lujo y el dinero”.

Franz Kafka (1883-1924) previó la extrema perversidad de los regímenes totalitarios en el siglo XX, que estuvo unida a la máxima perfección técnica. Y lo hizo en un lenguaje brillante, en una de las prosas más hermosas en toda la historia de la literatura. El proceso ha resultado su novela más conocida, que yo recuerdo aquí como una descripción maestra de la burocracia latinoamericana en muchos países. Esta última no puede ser comprendida empleando categorías racionales, pues esta maquinaria infernal tiene un funcionamiento grotesco y está manejada por un personal extremadamente arrogante y corrupto, que, además, no posee ninguna calificación jurídica o técnica para ejercer un puesto. Es un miniuniverso kafkiano, concebido para dificultar la vida de los mortales. Pero lo más grave es que la población latinoamericana —con poquísimas y honorables excepciones— no siente la necesidad de protestar contra una burocracia tan mediocre.

En contraste con Pablo Neruda menciono aquí a Anton P. Chejov (1860-1904), confesando que me gustan los temas tristes y deprimentes. Tal vez por ello leí tres veces a lo largo de mi vida la biografía de Chejov por Elsbeth Wolffheim, que es un excelente recuento crítico de la vida del gran escritor. Chejov nos dejó una obra fulgurante antes de morir a los 44 años. Lo que me atrajo del teatro y de las narraciones de Chejov es la representación del fracaso, aburrimiento y tedio como factores decisivos de la vida de sus protagonistas. En sus obras no aparecen figuras positivas; todos los protagonistas son fracasados, mentirosos y sin ideales. Y, sin embargo, Chejov creía en un futuro mejor para la humanidad. Chejov tenía sólo una sonrisa irónica para la buena reputación; dudaba del valor de su propia obra. Esto es signo de grandeza silenciosa. Trabajó hasta el último instante, sabiendo que no hay respuestas claras acerca de las grandes cuestiones, como el sentido de la existencia. Solo tenía la confianza de que la búsqueda de la verdad y el buen humor nos acercarían a una vida mejor, pero era evidentemente una esperanza precaria.

Finalmente debo admitir que algunos escritores me han parecido el colmo de lo negativo y detestable. De ellos se puede aprender cómo no hay que comportarse. Aquí menciono en lugar preferente a Bertolt Brecht (1898-1956), de quien se dice que combinaba formas avanzadas de cinismo con un oportunismo ramplón y también, sin duda alguna, con una maestría rara vez igualada en la composición de textos poéticos de gran musicalidad. Él fue uno de los primeros en postular abiertamente que la imagen es más importante y lucrativa que los valores morales. Una cosa es constatar la relevancia de la impresión exterior que producimos y su posible significación monetaria —asunto conocido ampliamente desde la más remota antigüedad—, pero otra cosa diferente y muy deplorable es enaltecer ese hecho a la categoría de un comportamiento ejemplar y de una virtud socialista y revolucionaria. 

El contenido didáctico de sus dramas La medida y La vida de Galileo es simplemente inaceptable: una visión estrecha y dogmática de situaciones muy complejas, visión congruente con el stalinismo de su época, del cual este autor nunca se distanció seriamente. Brecht era, además, un egocéntrico enfermizo, un egoísta confeso, un manipulador sin piedad de la consciencia de aquellos que lo rodeaban, sobre todo de sus admiradoras. Como muchos intelectuales izquierdistas exhibía hacia afuera una radicalidad fríamente estudiada, que contrastaba con una marcada cobardía en la praxis. 

Un lector progresista encontrará estas aseveraciones totalmente injustas y aún falsas y me recordará que hasta Hannah Arendt celebró las cualidades inigualadas de este poeta. Y me reprochará que ignoro los hermosos y elocuentes versos autocríticos en sus poemas An die Nachgeborenen (A los nacidos con posterioridad) y Die Lösung (La solución). No dudo de la eximia calidad literaria de Brecht, que se trasluce justamente en La solución: un poema breve, casi lacónico, gracioso, irónico y punzante, en el cual este autor critica al gobierno de la República Democrática Alemana (1953), donde él residía como escritor aclamado y protegido por ese mismo Estado. La propia Hannah Arendt, citando al poeta W.H. Auden, especula acerca de la gloria que podría haber alcanzado Brecht si su vida hubiera sido la de un hombre bueno. En el Día del Juicio Final, ¿lo salvarán sus muchos libros, presuponiendo que Dios, el intelectual por antonomasia, los habría leído y aclamado?

Fuente: Los Tiempos