12/27/2010 por Marcelo Paz Soldan
La novela ganadora del Premio Nacional 2010 invita a un viaje al Cuzco de 1500

La novela ganadora del Premio Nacional 2010 invita a un viaje al Cuzco de 1500


Pacheco narra un duelo de creencias coloniales
Por:Rubén Vargas

Con La noche como un ala Máximo Pacheco Balanza (Sucre, 1961) ganó la duodécima versión del Premio Nacional de Novela.
La primera virtud del libro es su brevedad. En menos de 150 páginas, Pacheco Balanza cuenta casi sin tropiezos lo que quiere contar: una historia con algunos (pero decisivos) rasgos fantásticos ambientada en la temprana época colonial, la segunda mitad del 1500, en la ciudad del Cuzco en medio de la preparación de la festividad religiosa del Corpus Christi. Como telón de fondo, se baten las oscuras alas de la reiterada memoria de la extirpación de idolatrías y la presencia de la larga sombra del Tribunal del Santo Oficio.
Con estos elementos, la primera ubicación del libro de Pacheco Balanza podría orientarse a la novela de reconstrucción de época, con rigor histórico o no, que casi constituye un subgénero de la narrativa latinoamericana que periódicamente se reaviva. Últimamente, el colombiano William Ospina ha demostrado que este subgénero puede alcanzar cotas altas con Ursúa (2005), una novela plenamente colonial, El país de la canela (Premio Rómulo Gallegos 2009), una contraépica de la Conquista y, este año, saltando épocas, con Buscando a Bolívar, una biografía novelada del Libertador. En Bolivia, las novelas ambientadas en la Colonia también empiezan a crear un espacio propio. Sus hitos más notables son Manchay Puytu, el amor que quiso ocultar Dios (1975) de Néstor Taboada Terán, Potosí 1600 (Premio Nacional de Novela 2002) de Ramón Rocha Monroy (ambas deudoras de la Historia de la Villa Imperial de Potosí de Bartolomé Arzáns Orsúa y Vela) y, por supuesto, la precursora de género: Más allá del horizonte (1951) de Joaquín Aguirre Lavayén.
En este orden de cosas, la segunda virtud de La noche como un ala es que no quiere ser una novela de la Colonia, por lo menos no explícitamente. Lo que quiere ser, y lo logra en buena medida, es una buena historia. Y en función de esa historia, Pacheco Balanza reconstruye la época. Lo hace, en primer término, con los datos y el trasfondo histórico necesarios para darle cuerpo a su narración, especialmente los primeros eventos de la imposición del orden colonial con las guerras intestinas entre los conquistadores y la extirpación de idolatrías. Y, en segundo término, con un registro de lenguaje adecuado a la época.
Sobre lo primero, hay que agradecer que el autor no se interese en parecer un erudito en asuntos coloniales, sino en ser un narrador eficiente. Sobre lo segundo, hay que ponderar que Pacheco Balanza no sucumba a la superstición del estilo y logre, más bien, una prosa enriquecida ciertamente por sus lecturas coloniales, pero sobre todo efectiva a la hora de contar.
La trama de la novela se entreteje en torno al tenso contrapunto entre dos personajes: el licenciado Diego Pozo del Llano, anciano corregidor de la ciudad del Cuzco y el padre Urreda, sacerdote de la Compañía de Jesús y antiguo visitador de idolatrías. Es un duelo, alrededor de los fastuosos preparativos de la procesión de Corpus Christi, en el que lo que está en disputa, finalmente, es la salvación o la condena de sus almas. Entrar en pormenores traicionaría los golpes de efecto que prepara el narrador y que cada lector debe asimilar por su cuenta.
Un contrapunto de esta naturaleza exige que los contendientes se construyan ante los ojos del lector como claramente opuestos. Pozo del Llano es viejo y Urreda joven; el primero es oscuro y el segundo bondadoso; el corregidor es un esperpento y el sacerdote apenas desgarbado; uno es socarrón y el otro ingenuo… En este punto, Pacheco Balanza a veces carga las tintas innecesariamente. El Corregidor está a punto de sucumbir no tanto por su avanzada edad y sus muchos achaques, sino por la carga de lenguaje escatológico que a veces el narrador le impone.
Con todo, la historia sigue y sale airosa con un desenlace al que vale la pena llegar.
Fuente: La Razón