07/27/2018 por Marcelo Paz Soldan
Reseña inédita sobre La mujer que escribió Frankenstein de Esther Cross

Reseña inédita sobre La mujer que escribió Frankenstein de Esther Cross


La mujer que escribió Frankenstein
Por: Mariana Ruiz Romero

Esther Cross quiere hablarnos sobre Mary Shelley. Para hacerlo, utilizará un lenguaje preciso como un bisturí, diseccionando una época –la de Frankenstein- con la precisión y el desapasionamiento propios de un cirujano. Nada sobra en este libro; ni las palabras ni las imágenes que ellas invocan, todas son contundentes, precisas, implacables:
“Cuerpos humanos en términos de precios e inflación. ¿Había una dignidad de los cuerpos sin vida, tenían derechos los cadáveres, podía ponerse a la vida como un valor absoluto, por encima de todo? ¿No era exagerado el apego de las personas a un cuerpo que ya no era más que una cosa, estrictamente hablando? ¿No era más que una cosa? Cuando los precios de los cuerpos aumentaron demasiado, también aumentaron los aranceles en las escuelas de Anatomía, y los alumnos prefirieron estudiar en Francia, donde las academias tenían suficientes cuerpos para las disecciones. Los dueños de las escuelas de anatomía en Inglaterra estaban preocupados.”
Están preocupados porque la necesidad de saber, -esa necesidad, digamos, científica-, rozaba lo morboso, el espectáculo y el negocio. No hay cuerpos para diseccionar, no hay cadáveres, por lo tanto, los resurreccionistas escarban en las tumbas y se los roban. Las escuelas de anatomía compraban estos cuerpos robados siempre entre gallos y medianoche, cuando no había ni siquiera luna en el cielo. La luna no era favorable para los ladrones y cirujanos.
Tampoco hay penalidad ni regulación alguna: si alguien roba una oveja puede ser ejecutado, pero si se roba una tumba no existe sanción. Es una época viciada por los temores de los familiares que resguardan celosamente las tumbas y por las inconsistencias del mercado. Como bien señala Esther Cross, (en este su libro, que no es ni una biografía ni una novela, más bien un relato de época, una curiosidad): Mary Shelley absorbió y escribió lo que se percibía en el aire, y creció definiendo una época, la suya propia.
La editorial Mantis, con el apoyo de Plural y el Espacio Patiño, recuerda los doscientos años de la publicación estrella de Mary Shelley con este provocador libro; un recorrido de la era que marcó a la autora, una joven romántica de apenas dieciocho años, amiga de Lord Byron, que concibió su obra más famosa en el transcurso de una semana:
“Ni dormida ni despierta, asustada, al anochecer de uno de esos días, con la memoria colmada de materiales –como los llamaba-, se quedó en la cama, sin forzar la voluntad, dejándose llevar por la imaginación. Hacía días que pensaba sin encontrar la historia aterradora que tenía que contar. Pero en ese momento tuvo suerte. Lo vio. Le heló la sangre. Tenía que limitarse a “describir el espectro que acechaba la almohada”. Ni más ni menos, porque el sueño de la razón produce monstruos”.
Y qué monstruo. Uno ampliamente adoptado -y adaptado- por y para nuestra sociedad. Un monstruo sin nombre, una criatura que no se puede bautizar, porque provoca horror, por eso lleva el nombre de su creador (para mí, el verdadero monstruo), Víctor Frankenstein. Éste personaje se presenta como un hombre apasionado y gentil, profundamente egoísta, que decide crear vida donde no la hay para satisfacer sus deseos de gloria, y que, tras haber dado vida a este Adán deforme, lo deja abandonado a su suerte, huyendo de su creación como quien huye de sí mismo. Por supuesto, su criatura le dará alcance: de nosotros mismos no podemos escaparnos.
Para Cross, la criatura creada por Frankenstein es el monstruo más raro que existe:
“Mary Shelley muestra el cuerpo vivo del monstruo pero en la historia no hay cadáver. […]El monstruo desaparece. […]El lector se convierte en el testigo que dicta los rasgos de un identikit que no consigue pintar del todo al original. El monstruo se sustrae también al mercado. El cuerpo de semejante freak hubiera valido una fortuna entre los coleccionistas de rarezas”.
En sí mismo una rareza, “La mujer que escribió Frankenstein” es parte disección, parte lección histórica, parte biografía. Nos deja también un cúmulo de instantes, de visiones, de imágenes que nos ayuden a sentir lo que Mary sintió, a percibir su miedo a lo que los hombres podrían hacerle a otros hombres. La disección; el robo del cadáver; la búsqueda de respuestas; el desafío a la sociedad; el romanticismo, todo suma y se une; como quien utiliza materiales para crear un ser alterno, un ser que asusta porque es un espejo deforme de nosotros mismos.
Y si bien, el éxito llega para su autora, llega pagando un precio, el de la adaptación. En el teatro lo representan mudo, animal, sin capacidad de habla ni de raciocinio. Lo domestican. Porque el engendro concebido por Mary Shelley puede quejarse y se queja, puede vengarse y echar en cara al médico su conducta, y eso asusta demasiado porque es demasiado real, demasiado concreto. La necesidad de atontar y bajar la intensidad al monstruo es como la necesidad de negar la realidad de los resurreccionistas, se habla de féretros híper seguros para no tener que hablar de lo que se teme en realidad:
“Cientos de cuerpos sin vida serán sustraídos este invierno de sus ataúdes de madera. Irán a parar a las clases de Anatomía que acaban de comenzar, caerán en manos de los traficantes de cuerpos muertos que abastecen a los estudiantes del país y de la tierra escocesa. El único ataúd seguro es el féretro de hierro patentado por Bridgman, superior al de plomo. Edward Little Bridgman, del número 34 de Goswell Street Road” esto dice un anuncio transcrito por Cross, a lo que ella añade:
“El cajón de hierro de Bridgman y la primera edición deFrankenstein aparecieron, con gran éxito de ventas, en Londres, en 1818. La novela vendió quinientos ejemplares y al señor Bridgam le fue muy bien”.
Por supuesto, el éxito de ambos se debía al miedo, al morbo, pero también, a la necesidad de concretar y asir lo no dicho, lo supuesto. La ilusión del control, eso es lo que nos propuso Mary Shelley, hace doscientos años, y lo que nos propone ahora Esther Cross, en esta disquisición suya, tan maravillosa de leer.
Fuente: Ecdótica