05/28/2013 por Marcelo Paz Soldan
Jesús Urzagasti, un nombre

Jesús Urzagasti, un nombre

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Jesús Urzagasti, un nombre
Por: Vilma Tapia

Escribí esto para acompañar a Jesús en la presentación que iba a realizarse en Cochabamba de los títulos de su obra reeditados por Gente Común en 2011. Presentación que desafortunadamente no se hizo, sin embargo, hoy podríamos recordar, recordarlo juntos. Decía así:
La importancia de la obra de Jesús Urzagasti en el ámbito de la literatura latinoamericana es singular y verdadera. En el ámbito de la literatura boliviana, es mucho más que eso. Considerando que se trata de una obra difícilmente abarcable en toda su anchura, en esta presentación no me referiré sino a unos cuantos de los rasgos que me maravillan.
Pensaba, pienso, que antes de Jesús Urzagasti, la novela boliviana estaba dominada por un afán historiográfico o sociológico, monotemático, no nos abría ventana alguna a ningún parque. Con ella volvíamos una y otra vez a las obsesionantes tensiones propias de una sociedad multicultural dividida en clases, como si eso fuera todo. Como si esas fuesen las únicas dimensiones de la vida. Jesús Urzagasti nos abrió una ventana a un parque, al espacio más íntimo que un parque puede llegar a ser, al piso soleado y también umbrío, al piso llovido de un parque. A ese espacio propio, unificador de lo de afuera con lo de adentro, que puede en su concentración devenir lugar privilegiado para la conversación, una cosa más que también somos: “[…] impermeable a las tristezas de nuestro país, libre de las bellaquerías de los que lo representan oficialmente, de repente me sorprendí escribiendo un libro y de vez en cuando, en la noche avanzada, sentía como si lloviera suavemente.” (En el país del silencio, 88)
HISTORIA. El aire de lo gregario afecta de manera especial esta obra, pero creo que hay en ella una atención mayor, receptiva y reflexiva, al destino único, a la historia particular. Lo histórico social adquiere relevancia a través de lo individual. Además, en estas páginas es posible comprender que todo ser humano carga con mucho más que lo que ve y le ocupa de manera inmediata. Creo que este es un elemento importante de distinguir cuando se afirma que Jesús Urzagasti fundó una nueva estética en y para la narrativa boliviana. Pues así abrió un camino más para pensar y recrear lo boliviano.
Si ningún hecho real guarda su pureza cuando es atrapado por la subjetividad, me pregunto de qué feliz manera lo real se transubstanciará con la subjetividad de un escritor con un imaginario desbordado de palabras de una generosidad tan luminosa; pues siendo ésta una escritura que se expresa en la metáfora, las palabras de Jesús Urzagasti expanden el mundo hasta sus cantos menos visitados, más ocultos. Y también pliegan sus bordes hasta la hondura, haciendo de ellos escamas verbales de una piel azul:
“Quizá fue el último periodo en que la vida me regaló la ilusión de escuchar como entre sueños la entonación bravía y sincera de nuestra naturaleza fronteriza; se me cruzaban los nombres como refocilos y como relámpagos me llegaban sensaciones que ya no me competían de tan lejos que me hallaba; pertenecían a seres ahogados en la soledad de otros territorios, de otras alucinaciones, ámbito donde mi alma errante podía, sin embargo, hallar un sorpresivo amparo. (Ibid., 88-89)
Hace 20 años me animé a mostrar a Jesús un relato que había escrito y que ahora, corregido, es parte de mis fábulas. Cuando lo leyó, me dijo: “No. No se habla así cuando se narra.”
Dime, entonces, ¿cómo es que se habla cuando se narra, Jesús?
En la obra entera de Urzagasti nos encontramos con un acucioso trabajo de recuperación de palabras, frases, conceptualizaciones que portan la esencia de una visión de mundo de algún más aquí que todavía habla. Y con extraordinarios belleza y vigor. Lo que nos induce a preguntarnos cómo deberían darse los cuidados del habla del lugar del que se van a contar cosas, de manera que escritor y lectores puedan fluir a lo largo y a lo ancho de una lengua que respira en un determinado paisaje. La voz esencial de Jesús Urzagasti recreó una musicalidad verbal que entraña ríos y montes y lluvias y zumbidos y chillidos y silencios, grandes silencios como secretos, y quizá uno que otro chasquido de máquinas; musicalidad plena que se manifiesta con toda su gravedad y con toda su levedad en las conversaciones, en las infinitas redes de conversaciones sostenidas por los hombres y mujeres que pueblan un territorio que, repitiéndose, unas veces es el país del silencio y, otras, Tirinea.
NOMBRES. En el cuidadoso seguimiento de las historias individuales, toda existencia tiene un nombre. Los nombres son recibidos por Urzagasti con la acuidad de quien sabe que no existía ninguna otra posibilidad de caída para lo que cayó de la manera en que cayó. En los nombres hay gestos finamente representados. En el nombre las manos son percibidas, y el matiz de la piel, y el carácter. El recorrido experiencial de cada personaje se hace audible y visible en la imaginación, a través de su nombre. Es como si después de mucho conversar con sus personajes, éstos le hubiesen indicado sus nombres propios al autor: “Me llamo Fielkho y estoy escribiendo algo que mi cuerpo exige para vivir”, “me llamo Arnulfo, pero me dicen Negro y con ese apodo llegué a Carandaití, soy un mocetón de mirada inescrutable pero de carácter jovial… algo de puma hay en mí y mucho de la bondad del hombre que se corrige a sí mismo en la soledad del monte”, “Bonifacio [es el nombre de quien] parecía haber salido del fondo de la tierra sin sacudirse”. Para la aparición de cada nombre, la visión de mundo del personaje tuvo que haber conversado con la visión de mundo del autor. En cada nombre, la visión que tiene cada personaje de sí mismo tuvo que haber conversado con la visión que tuvo el autor de ese personaje. Según Andrés Laguna, en “La memoria fiel. Escuchar la voz de Tirinea” (2009: 66), ese trato meticuloso que Urzagasti da a los nombres se inauguró en la inauguración, con el nombre Fielkho, en Tirinea.
Soleto, Fielkho, Tirinea, Marina… y Deterlino, Orana, Ela, Lucía, Nicolás, Nivardo, Froilán, Carmen, nombres. O esencias. Esencias verbales, existenciales. Nominaciones amorosas, creadoras, criadoras. Como Onetti, Rulfo o García Márquez, Jesús Urzagasti ha modulado un territorio. Un territorio como una “casa alumbrada por dos mecheros”. Una morada como el patio sin amo y de todos, y también como el puñado de senderos que circundan el centro del destino de cada ser humano. “De pronto surgió la casa, cercada por guayacanes y el patio nuevito, mañanero; debajo del viejo quebracho, una mesa y dos sillas, y lo necesario para matear”. Un territorio que ampara, contiene, nutre y escuchando devuelve la resonancia de una multiplicidad de voces distintas.
Un reservorio debajo del alto cielo: “Chivos y ovejas, venidos de no sé dónde, se recostaron en la tierra y quedaron hipnotizados por el mundo”. Una morada con “techo […] para filtrar la infinita energía de los cuerpos celestes”, porque es a la vez mundo y ser, naturaleza de aquí y quieto monte custodio de allá, patio y árbol fogoso, conocimiento revelado a Jesús Urzagasti y que, entre otras exigencias mayores, demandó de él una cuidadosa elección y disposición de las palabras de manera que desde ellas pueda ser convocado.
PALABRAS. Intuyo que mientras nosotros, lectores, no principiemos la travesía de reconocimiento correspondiente, jamás sabremos si palabras como Palmar, Ojo del agua, Aguayrenda, Peima, Caraparí, Campo Pajoso, Las Conchas, Buen Retiro tienen el hálito de los mitos locales, de las formas de comunicarse y de vivir de sus habitantes, o de recónditas esferas que respiran en la conciencia humana y de manera sostenida, rotunda, se manifiestan en los sueños, en los tránsitos por los senderos más raros de nuestras peregrinaciones, en las memorias de lo no vivido, en las visitaciones a las grutas originales. Es en esa sonoridad que sustantiva una geografía, una naturaleza y un destino, donde los personajes hablan siendo, y así hacen surgir significados profundamente experienciales para las palabras amor, humor, amistad, libertad, generosidad. Cama, mesa, plato, cuchara. Vino. Cocción. Partiendo de un paisaje natal, identitario, reterritorializado de manera persistente, en la descripción de espirales o rayos, la sustancia de los personajes de Urzagasti adquiere la universalidad de lo latente pero quizá más alejado:
“—Y de cómo se le ocurrió al ingeniero venir por estos lados —le preguntó de sopetón Fortunato Gallardo al amanecer de ese domingo. Martín intuía que todos estaban pendientes de su respuesta […] y no se le escapaba que semejantes explicaciones resultarían ociosas, al menos si asumía que en Las Conchas se había ido al fondo de su existencia […]
—Creo que el primer impulso para viajar es el alejarse del lugar de origen —dijo […] en nuestro país, eso supone viajar al pasado.” (El último domingo de un caminante, 203-204)
En cada tramo de ese desplazamiento, se generan movimientos concientes no para explicar el destino, no, porque “el hombre repite inútilmente su pregunta”, sino para vigilar las huellas, para atender cada encuentro, cada postergación, separación o despedida; y para ello se contempla todo: una letra bien o mal escrita, una palabra bien o mal acomodada, la extracción de una muela, la mirada que baja o se sostiene o se hace agüita, la luz de cada instante. El pasado de sangre y acciones que define la sangre y las acciones. En fin, la deriva de cada una de las historias particulares. Urzagasti redimensiona las relaciones humanas, las aparta del drama erigido por la vida moderna sobre la base de herencias equívocas, restituye la solidaridad y la fidelidad enfrentándolas con tendencias más antiguas, casi secretas; se ocupa con especial interés de las relaciones entre hombres y mujeres. El territorio que inventó es disidente de las construcciones discursivas que se pretenden únicas o privilegiadas: “No sé en qué se apoyan [los occidentales] para creer que todo lo que les aflige necesariamente es un asunto universal; cómo asombrarse entonces de que pretendan transferirnos su concepción del sexo en calidad de problema”. (Ibid., 189)
Urzagasti también repensó la temporalidad, en su discursividad narrativa el tiempo regresa, salta, se detiene, se distiende, se dispersa. Juega. Se potencia en intensidad. El narrador de El último domingo de un caminante reflexiona sobre este tema: “El tiempo dura más cuando se viaja […] Sabemos que el tiempo es inasible, ¿pero no se torna tangible cuando el ser humano, por el solo hecho de viajar, se vincula con su propia interioridad?” (Ibid., 219)
CONFINES. Jesús Urzagasti escribe hasta tocar los confines de lo que se puede recordar. Rememora para recomponer. En el juego con el tiempo, reemplaza penuria por plenitud. Propone una comprensión de la vida compleja en la que la intuición, los sueños, las visiones, las previsiones, los déjà vu y la experiencia se enlazan. Las sincronías, las sintonías, las simpatías construyen mundo. Lo demás, simplemente no está.
“Quizá por eso y a estas alturas, Adalberto comenzó a reflexionar sobre el tiempo y la secreta memoria que lo apuntala, a valorar la experiencia de quienes se cruzan con otros destinos, a reconocer la magia de juntarse con desconocidos, a soñar finalmente con una genealogía que Domingo prolongó en los bordes oscuros de la vida.” (Ibid., 179).
Cada página de esta obra nos muestra que cuanto más profundamente se indaga en lo particular y diferente de una existencia, reaparecen los sentidos fundamentales de lo humano. Longitudes de onda que nos eran invisibles desde la trivialidad de la superficie pueden ser percibidas, se sienten perfumes nuevos, se escucha, es posible, la voz polifónica de la vida infinita. E incluso sucede que se principia a vislumbrar el origen de esa voz.
Un regalo más que nos hace esta obra es que cada última página no termina nada. Ninguna de las novelas concluye nada. Cada última página es invitación, promesa, un guiño. Apertura a un infinito vital.
Fragmentos del ‘Cuaderno quinto
Jesús Urzagasti – (1941-2013)
Recuerdo que esa noche no salí a ninguna parte. Y de pronto, como si alguien lo decidiera apresuradamente, me acosté. El galpón, que me parecía inmenso, olía a primavera y a lluvias remotas, pero ignoraba el curso de mis pensamientos. Antes de contraer el sueño noté que afuera algunos caballos arrancaban la hierba húmeda. Bajo las estrellas, el ruido lento que hacían al trasladarse de un lugar a otro hasta dar con mi puerta, lo percibí después, cuando me acordé de que en la casa hacía tiempo que no había caballos. El loro es un curioso lujo de este mundo que a cada instante amenaza con perder sentido. Verde como la selva, hablador como un hombre alegre, sus ojos, a trasmano del horizonte, ignoran la cabal entonación de la hora lúgubre, la hondura de los caminos presentidos.De tanto querer ver una mariposa en las horas menos apropiadas, finalmente logré imaginar una. De modo que ahora la reconozco cada vez que la imagino. Lo cual no es nada malo. Pero tampoco es bueno, porque me he vuelto ciego.Nunca he tenido la suficiente imaginación como para hacer emerger una fuente de aguas azules en el claro del bosque donde mi organismo reposa: solamente miro, sin mayores ilusiones, el inocente parpadeo de las cosas: piedras de infinitos colores, hojas de árboles, el horizonte bañado por una luz omnipotente y cautivadora. En tiempos no muy lejanos, innumerables hechos triviales que sobresalieron en mi vida me aturdieron hasta convertirme en un intruso en este mundo que encierra una increíble armonía, que nada necesita para conservarla, esté o no esté yo como el portador de la palabra que desordena. Pero yo he venido. Aunque soy ignorante y no sé por qué estoy aquí, al atardecer siento la seguridad de existir: me acaricia el viento de mi juventud. Un aire venido de la fuente oculta de la soledad pasa entre los árboles y se presenta desnudo. Si uno es apenas un niño y va vestido de azul y, por añadidura, se introduce en la espesura de la noche. Si por los turbadores colores nocturnos se sienten conmovidos los árboles. Si una finísima lluvia moja la capa del muerto y le consiente la última mirada, los curvados fulgores del agradecimiento, el testimonio final de la dicha… Ya me siento viejo sin haber conquistado astucia. Perdida la inocencia, ¿podré competir con el genio que la oscuridad le devuelve a la muerte?Hay sonidos en el mundo que me procuran una inmensa felicidad. ¡Ni para qué tratar de definirlos! Es como cuando uno sale a pasear con una ignorancia absoluta de lo que sucede en las casas vecinas. Cruza y ofrece su perfil, su vaga figura reducida a la mera forma que el sueño alimenta. Baja por calles afiebradas por el crimen y como un eco de la nostalgia se pierde hacia el otro lado, donde reverdecen los árboles en completa comunión con la oscuridad.
Fuente: Tendencias