08/07/2013 por Marcelo Paz Soldan
Homero Carvalho, inventario nocturno, un poemario de amor universal

Homero Carvalho, inventario nocturno, un poemario de amor universal

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Homero Carvalho, inventario nocturno, un poemario de amor universal
Por: Pablo Mendieta Paz

Si existe un canto puro al amor sublime y profundo que involucra a todos los sentidos, quizás sea posible encontrarlo en Yamila, una breve novela del escritor ruso Chinguiz Aitmátov, cuya trama, para el caso, no interesa tanto como por la poética que se halla en cada página, puesta de manifiesto a través de un perfume especial que se destila gota a gota como si en cada una de ella hubiera un llamado de esperanza, de cita con la armonía, con la belleza y con la más fina concepción de la emotividad.
Eso es lo que esencialmente se ha podido hallar en el libro Inventario nocturno del afamado escritor Homero Carvalho, cuyo arrebato delicado y hasta soñador que segrega cada página, cada poema, cala hondo en todo aquello que conforma las partes de la unidad llamada vida, y a veces muerte, soñadas ambas, y enlazadas como un juego de verdades inseparables y, por tanto, indivisibles.
Y si se habla del goteo fino y pertinaz de espera y esperanza, de sosiego y armonía, de ardor y belleza, esto no encuentra mayor eco que una indescifrable nostalgia que naturalmente mira atrás, pero cosa rara, es capaz de atrapar con sus manos incorpóreas un horizonte cierto, como si en la intimidad del poeta hubiera soñado con absoluta naturalidad y realismo mágico todo lo por venir en su habitual ciudad y en las remotas selvas que lo acompañan; o en aquellas por descubrir, o en los mezclados cielos, como si la esencia de su naturaleza urbana y de aquella otra, la bella espesura, permanecieran unidas en el transcurso de su existencia.
Sensaciones
Leer cada uno de los poemas engendrados por Homero despierta sensaciones tan diversas y vívidas, que si uno de pronto desapareciera en el momento de la lectura es porque se ha sumergido de lleno en cada vivencia, en toda su filosofía poética que, por supuesto, da para pensar, y más, para reflexionar en lo que es y en lo que no, en la metáfora y en la materialidad expuesta con el mayor vigor y la más acabada espontaneidad.
En cada página comparecen los sentimientos más puros, así como cuando le rinde un homenaje a su padre; o cuando su abuela Raquel, aun sin haberla conocido, le da un pellizco para decirle aquí estuve y aquí estoy, y descubre entonces que al momento de su adiós no será para él empresa ardua encontrarla en la ‘noche virgen’, en aquella de la confluencia de los riachuelos de igual sangre.
O cuando fotografía su primera comunión en blanco y negro porque los años han pasado, pero las nostalgias brillan cromáticas, como los colores del firmamento que siempre lo alumbran. No hay vestigios de siglo XX o XXI; solo existe lo que ha existido eternamente: el rocío tocado, aspirar el jazmín, encontrar la explicación a la humedad de la lluvia, saborear la manzana; y en medio de todo eso la sabiduría de alertar que con la palabra amada hay que conjugar todos esos verbos, contrapuestos a las realidades mundanas de fantasmas jubilados que ya no espantan en las noches de tormenta.
Todo es un ir y venir de vidas, muertes, motivos, consecuencias, primaveras de familia, pero también de espejos anónimos que no encuentran más que miradas en el suelo.
Y el amor de la amada y por la amada está ahí, como la tierra que los tomó de la mano; pero en abrupto encuentro con lo que es, en aguda alegoría, se halla también la puerta que da al más allá y converge en un susurro que anhela el descanso en paz.
Y la niñez convertida en un juego, en una poética esdrújula que contempla todo ser y toda parodia de la vida misma, no es más que preguntas y más preguntas que ansían libertad y cavilaciones de poeta, por más que encuentre demonios y dioses a medio hacer.
Y en fin, la patria. La patria es como la soledad que habita todos los idiomas, y él es políglota, a pesar de aquella palabra que muchas veces duele y arrincona por la angustiosa pobreza de calle que subsiste en un orbe llamado civilización, donde los emigrantes de cada noche son como judíos errantes sin destino ni equipaje. Como si en la penumbra de un bar cualquiera un artista desconocido canta un viejo blues acompañado de una armónica, de la cual salen sonidos que han traicionado a la muerte por llevarla a cuestas en vida.
Fuente: Brújula