Por Nino Michel
La obra de Hilda Mundy es particular no solo porque hace apenas unos años su nombre era casi desconocido, sino por lo que dijo, cuándo lo dijo y desde dónde lo dijo: durante y después de la guerra del Chaco en la Oruro de principios del siglo XX. Por eso, leerla me resulta siempre tan familiar.
Mi abuela, oriunda de Tarata, tenía unos diez años cuando se declaró la guerra, y al parecer su padre fue uno de esos soldados obligados a luchar por una causa que no sentía como suya, pero el Ejército necesitaba enlistar a todo hombre apto para sus fines bélicos, claro está.
Según mi abuela, un buen día llegaron a su casa unos militarotes a reclutar soldados. Mi bisabuelo decidió esconderse en un gallinero para evitar su inevitable destino. Alguien lo delató. Fue a la guerra, y regresó un poco loco, pero de eso último casi nadie habla, excepto algunas mujeres escritoras, como Hilda Mundy o Yolanda Bedregal, aunque los ejemplos siguen y suman.
Con la movilización a cuestas, mi bisabuela combinó sus labores domésticas y tomó el trabajo de su esposo para sostener a sus ocho hijos. Así, cuando mi bisabuelo regresó a casa, su hogar ya no era el mismo: la guerra había abierto una senda apenas explorada por las mujeres, y es que para finales de la conflagración bélica apareció un número inusitado de trabajadoras que empezaron a ocupar cargos impensables para ellas hasta entonces. Así como mi bisabuela tomó el trabajo de su esposo incluso después del fin de la guerra, Hilda Mundy se hizo con una fama muy poco usual entre mujeres: fue reconocida como una intelectual.
Escritora empedernida, entre 1934 y 1936 Mundy publicó una gran cantidad de textos para la prensa orureña en los que abordó temas verdaderamente variopintos. Su obra pública, en la que habla de la guerra casi con la misma soltura con la que habla de filosofía, arte, tecnología, moda o ciencia, se inspira en el aire cosmopolita que se respira en Europa y Latinoamérica, una tendencia irrelevante en Bolivia debido al contexto bélico que le tocó vivir.
Mundy toma con naturalidad las formas vanguardistas de la literatura, el dinamismo de la prensa desde la modernidad de su ciudad ferroviaria, y las nuevas ideas revolucionarias que se extendieron como pólvora con la revolución Rusa de 1919, ideas que anunciaban, por ejemplo, a un nuevo individuo trabajador nacido como consecuencia de la guerra: la nueva mujer obrera. Apenas días después del cese el fuego, Mundy se refiere a las primeras páginas de la novela El cemento, de Fedor Gladkov, y como la escritora no suele dejar cabos sueltos habrá que preguntarse porqué.
El cemento es la primera novela soviética, y su impacto en la nueva nación rusa no se dejó esperar. El libro cuenta el regreso de Tchumalov a su pueblo, de donde partió para combatir para el Ejército Rojo durante la guerra civil. La narración se centra en un fragmento de la Revolución rusa poco explorado hasta ese momento: el regreso a casa de un soldado que se enfrenta a los nuevos valores que ha asumido su esposa en su ausencia. Dasha es ahora una mujer nueva. Tres años de lucha fueron suficientes para que ella decidiera renunciar a los valores femeninos pasados, olvide su rol como esposa y madre, y decida convertirse en una poderosa militante de la sección femenina del soviet local. Ahora Dasha es una colega de lucha de su esposo.
La imagen de una nueva mujer obrera se difunde masivamente con novelas como El cemento, o a través de pensadoras como Alejandra Kollontai, quien atribuía a la Revolución rusa la consolidación de las ideas feministas que -dicho sea de paso- pululaban con mayor o menor fuerza desde mucho antes.
La emancipación de la mujer, su desarraigo de las labores domésticas y su participación en la política son sin duda posturas que llegan través de las rieles del tren, de las modas que se muestran en los cines, y de los libros, revistas y panfletos que se difunden en las ciudades durante la conflagración. Con todo, pese a la guerra, la agitación que se vivía en el resto del mundo se infiltró en Bolivia a través de los ojos de escritores tan controversiales como Hilda Mundy, un hecho para nada fortuito si se considera que ella nunca abandonó su ciudad natal, pero de la que fue expulsada por poner en duda los valores entonces más ensalzados: el coraje de los soldados y la caridad de las madrinas de guerra.
Quien decida visitar la obra publicada de la orureña, quien lea sus textos siguiendo su curso cronológico, descubrirá que su postura tan mordaz, tan cosmopolita, y tan íntimamente adolorida por la guerra, pudo ser posible gracias a su incursión en las rotativas orureñas.
“Me estoy proletarizando, chicas”, escribe la autora, y es que los periódicos la convirtieron en una obrera por antonomasia, ese oficio manual e intelectual hizo de ella una trabajadora de las palabras. En las rotativas, ahí, -dice la autora- donde varias veces lavó sus manos “sucias con tinta de imprenta”, fue donde descubrió una vocación que nunca abandonó por completo. Ahí, en medio de las máquinas, de papeles y de tinta, Hilda Mundy se convirtió en la nueva obrera, como Dasha, o como mi bisabuela, aunque mi bisabuela lo hizo por mera supervivencia.
Hay una parte de la historia y de la literatura de la guerra del Chaco que al parecer falta estudiar, pero que es posible indagar a través de los ojos de Hilda Mundy, una escritora cada vez más conocida por irreverente, mordaz y ácida, tan en sintonía con las ideas revolucionarias de principios del siglo XX. Su vida y su obra son la evidencia de las sendas abiertas para las mujeres en tiempos de conflagración, la que -en palabras de la autora-, aún a costa del sufrimiento, “sellará la liberación de la mujer, no de la aristócrata que la posee hace tiempo y sin límite para sus manías y diversiones, no, para la criolla me refiero, para la que sostiene el peso de la pollera burda”, así, tal como lo hizo mi bisabuela.
Fuente: Letra Siete