03/16/2012 por Marcelo Paz Soldan
Fragmento de Como viajar sin ver de Andres Neuman

Fragmento de Como viajar sin ver de Andres Neuman


Comenzar a viajar sin ver
Por: Irina Soto Mejía

Como viajar sin ver, el libro escrito por Andres Neuman, se explica muy bien en su sinopsis: “Un cruce entre la narrativa más actual y la crónica relámpago. Una visión literaria, en tiempo real, de la geografía entera del español”.
La publicación es el resultado de una exploración de la literatura en el tránsito, Neuman es citado en la sinopsis: “Si iba a pasarme meses en aeropuertos y hoteles, lo verdaderamente estético sería aceptar ese punto de partida, y tratar de buscarle su literatura. Viajar se compone sobre todo de no ver. Nos lo jugamos todo, nuestro pobre conocimiento del mundo, en un parpadeo”, el resultado de este ejercicio- más que interesante- es Cómo viajar sin ver (Latinoamérica en tránsito), “un recorrido vertiginoso por 19 países, traducido instantáneamente por un ojo poético y aforístico. (…) un diario sorprendente y divertido que experimenta con las formas de nuestro tiempo, reflexionando sobre el dilema de la nacionalidad y las contradicciones de la globalización. Una manera distinta de pensar Latinoamérica y su literatura reciente, nuestra cultura cambiante y el sentido del viaje”.
Este año, Alfaguara ha lanzado la versión digital de esta publicación, y del sitio oficial del autor, extraemos -a continuación- este fragmento relativo a su paso por Bolivia durante el año del Bicentenario paceño.
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6. La Paz, cómo trepar la Historia
Para volar desde Asunción hasta La Paz, que están a menos de 3.000 kilómetros, debo ir primero de Asunción a Cochabamba, donde mi avión hará una escala, y después de Cochabamba a Santa Cruz. Allí debo bajar, esperar cuatro horas y cambiar de avión para aterrizar finalmente en La Paz. Si estas peripecias dieran puntos, todos los pasajeros bolivianos tendrían tarjeta platino.
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Durante estos días no han dejado de advertirme, amenazarme casi, sobre la altura de La Paz, donde no he estado nunca. Sus 4.000 metros tienen, según reza la sabiduría popular, tres grandes itos (sin hache). A saber: comer poquito, caminar despacito y dormir solito. Espero que sea un mito.
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Aterrizo en Santa Cruz. Había estado aquí antes, pero apenas puedo recordar nada. Viajamos sin pasado, lo borramos viajando, volamos olvidando. Un viajero es una mezcla de amnesia en marcha y memoria huyendo.
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Aeropuerto de Santa Cruz. Me acerco a los mostradores de Aerosur para pedir mi tarjeta de embarque. El empleado me dice: “¡Si ese vuelo es a la noche!” Le pregunto si podría darme ahora la tarjeta. “Más tarde”, responde, “ahorita tenemos una reunión”. Y los mostradores de la compañía quedan desiertos.
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Dos detalles resumen el aeropuerto: no hay escaleras mecánicas y hay puestos de lustrabotas.
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Empezamos por fin a descender, o quizás a escalar, hacia La Paz. Nuestro avión trepará, ala va, ala viene, hasta la cumbre de su aeropuerto. Me pregunto si me afectará la altura, cómo, hasta qué punto. Mi preparación ha sido pésima: Asunción está a 200 metros y Santa Cruz, al nivel el mar. No sé si tengo miedo, curiosidad o ambas cosas. De pronto pienso en la selección argentina de fútbol, que este año fue aplastada en La Paz por 6 a 1.
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Bañarme en mate de coca. Sólo eso.
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Pese al mareo, al rato de escuchar, noto una peculiaridad oral: la gente humilde habla en quiasmo, concluyendo con las mismas frases con las que había empezado. Merodea la idea, la formula y vuelve prudentemente al punto de partida, como quien a último momento corriese a resguardarse.
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He llegado para las celebraciones del bicentenario: Bolivia se independizó un 16 de julio hace 200 años. Hay programados numerosos eventos y en las avenidas cuelgan luces multicolores. En el paseo conocido como El Prado, que en realidad se llama Avenida 16 de Julio, hay una estatua de Colón. Se lo ve encaramado a un pedestal, oteando todavía su descubrimiento. “Esa estatua, señor”, me explica el conductor, “con todos mis respetos, no gusta por acá, alguna gente quiere bajarla, ¿entiende?, dicen que ese español (no se sabe muy bien, lo interrumpo, si fue español), bueno, sí, puede ser, pero vino con los españoles, ¿no?, y la gente le dice que se vaya de una vez, que Bolivia es nuestra, ¿entiende?, con todos mis respetos, señor”. Estoy a punto de decirle, pero no lo hago, que eso fue hace medio milenio. Que, precisamente por estar festejando ya dos siglos de independencia, iría siendo hora de hacer responsables de la situación del país a sus propios políticos. Que es la oligarquía boliviana, y no Colón, la que estuvo monopolizando los recursos y jodiendo a los indígenas durante 200 años. Y que por eso mismo, con toda justicia, ganó Evo Morales.
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“Aquí hay mucha gente ignorante”, me explica el conductor, “ahora tenemos un presidente indígena, ¿sabe?, y aquí hay mucha gente ignorante, uno les dice y ellos hacen, señor”. Asiento. Lo miro: se trata de un hombre aindiado. No sé si sus palabras han sido una crítica al Gobierno, una cortesía con el pasajero blanco y la empresa española que le paga, o una ironía magistral. Me doy cuenta de que en esa ambigüedad reside la fortaleza de carácter de los bolivianos.
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Hotel en La Paz: Plaza.
Clima del hotel: antaño moderno.
Carácter en recepción: elíptico.
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La altura me afecta menos de lo previsto. Apenas siento una ligera extrañeza al respirar, como si el pecho fuese de una materia frágil. Camino con cautela y me encuentro bastante bien. Me recomiendan que, por las dudas, tome sorojchipills. ¿Sor quién?, me asombro. Sorojchi-pills. En aimara, sorojchi significa mal de altura. El resto es capitalismo.
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Desde mi habitación, las vistas nocturnas de la montaña y sus luces infinitas me sobrecogen. Esta ciudad no está entre las montañas, sino en las montañas, sobre ellas. Metáfora de su propia Historia, la capital de Bolivia ha crecido escalándose a sí misma, construyéndose un destino cuesta arriba.
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Cada día que pasa, no sé por qué, siento más pena retrospectiva por el difunto Michael Jackson. Es como si su papel de víctima sólo fuese creíble ahora que no está, que ya no se queja, que ya no pone cara de niño maltratado que duerme con niños. Un artista hipercomercial que fue capaz de inventar algo, de innovar en más de un sentido. Me arrepiento de haberlo subestimado. Paso junto a un puesto de discos piratas (en Bolivia la piratería es la principal industria nacional) y, casi sin pensarlo, elijo un dvd. Es la primera vez que hago cualquiera de las dos cosas: comprar en un puesto pirata, y comprar algo de Michael Jackson. Bad, gira de 1987, Tokio. El muerto en vivo.
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El obelisco paceño parece una versión estilizada del porteño, que es más grande, feo y fálico. Junto al obelisco reposa el monumento al soldado desconocido, en memoria de la guerra del Chaco. Contemplo la figura del muchacho boca abajo, más parecida a un durmiente del valle que a un cadáver acribillado. Leo en la placa unas palabras del escultor Emiliano Luján: «La figura del monumento consiste en un héroe anónimo, un guerrero caído de bruces, sacrificado con gloria en el puesto del deber, vencedor y no vencido… En síntesis, es la figura del mártir caído al pie de la enseña nacional y que permanece allí como un centinela sereno…» Es patria o muerte, como gritó Castro. O, como concluye el himno de mi país natal, que cantábamos de niños, Juremos con gloria morir. Ya vendrán otros más listos a esculpir nuestra valentía.
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¿Por qué demonios pienso en Michael Jackson en mitad de La Paz, frente a la bella iglesia de San Francisco? ¿Dónde estoy, dónde estamos? ¿Será esto, exactamente, la globalización?
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Me dispongo a entrar en San Francisco, una de las iglesias más antiguas del continente. Un militar armado me cierra las puertas en las narices. Me dice que ya es hora de cerrar, que volverán a abrir por la tarde. Hoy es domingo y Dios tiene sus horarios, ejército mediante. Al principio me siento frustrado. Después pienso que así funciona la literatura: entrar habría sido menos narrativo.
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En La Paz los taxis no van adonde uno les pida. Es necesario negociar el destino con los conductores. A tal plaza, por favor. “No, a la plaza no”. A la catedral, entonces. “No sé, no sé”. ¿Y al mirador?, ¿me llevaría al mirador? “Suba, señor”.
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Aquí los automóviles parecen teleféricos.
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El transporte público paceño es un juego de azar. Apenas existen autobuses propiamente dichos, líneas urbanas regulares que lleven a los pasajeros de una parada a otra. El asunto es más complejo y más casual. Junto a los transeúntes pasan imprevisibles furgonetas particulares, colmadas de pasajeros que van a lugares completamente distintos. De vez en cuando estas furgonetas ralentizan su marcha y un vocero se asoma a la ventanilla para aullar, con potentísima voz e increíble velocidad, los lugares por los que pasará. Si uno va más o menos en esa dirección, por un módico precio, puede subirse. Y cruzar los dedos.
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Uno de los rincones más pintorescos de la ciudad, con sus casitas coloniales de colores, es el callejón Jaén. Nombre aquí más bien exótico, pero que despierta la sonrisa de este andaluz oriental a medias. Cuando los indígenas compraban y vendían animales aquí, el callejón tenía un nombre más normal: Kaura Kancha, que en aimara significa mercado de llamas.
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En la fachada de la Casa de la Cruz Verde, leo la historia de este callejón: «La tradición cuenta que en tiempos de la colonia (…) era un lugar tenebroso por la aparición constante de seres y fenómenos sobrenaturales (fantasmas, duendes, almas en pena, ruidos infernales de carruajes tirados por caballos, cadenas arrastradas por el suelo). Pero, sobre todo, resaltaba la presencia de una viuda condenada que seducía a todos los hombres que se recogían borrachos en altas horas de la noche para llevarlos a una aventura misteriosa. Entonces los vecinos de esta calle, herederos de una arraigada fe católica, decidieron colocar la cruz verde para ahuyentar a todas estas criaturas malignas que los aterrorizaban». Esos borrachos que no volvían a casa se encontrarían con alguna joven viuda, de formas no precisamente fantasmales, que hacía con ellos algo muy distinto de atemorizarlos. El adulterio proviene de fuerzas tan verdes como esta cruz.
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En una placa del quimérico Museo del Litoral Boliviano, un poema de Jaime Caballero Tamayo recita: «El mar está más lejos que una noche pasada… El mar está más cerca que mañana».
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Museo de Instrumentos Musicales de Bolivia. Me detengo a observar los chullu-chullus, especies de sonajeros construidos con chapas de botellas de Coca-Cola o Pepsi. Esta pequeña vitrina es quizás el único lugar de Bolivia donde las tradiciones indígenas han devorado realmente a las multinacionales.
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Leo la descripción del charango Muyu Muyu: «Dos charangos enfrentados o bifrontes. Una cara con afinación diablo y la otra con afinación ángel.» Un instrumento profundamente humano. Todos deberíamos aprender a tocar el Muyu Muyu.
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Veo la miniatura de un indígena, con cara de siesta y notablemente erecto, de cuyo miembro asoma un glande con orificio. Se trata de un «silbato antropomorfo». En España a su intérprete se le diría simplemente soplapollas.
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Se percibe una fuerte propaganda esotérica en torno a la cultura indígena. No es sólo una reivindicación social, cultural o antropológica, sino también una corriente sacralizadora. En la puerta del Museo de Etnografía y Folclore se lee el lema Los diversos rostros del alma, junto a unas máscaras indígenas. “Antes se ponía en duda que el indio tuviese alma”, comenta una amiga, “ahora es al revés: el indio posee una espiritualidad que los blancos nunca tendremos”.
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“El lugar que más miedo me da”, la oigo contar, “es la peluquería. A mi peluquería va la plana mayor de las señoras del barrio. Son de clase media, pero se sienten de clase alta. Hoy una de esas señoras le dijo a la peluquera: ¿Ya sabes que el Gobierno nos va a quitar las casas? Mi hija ha vendido la suya, antes de que este indio se la confisque. Y la peluquera le contesta: Dice que el Evo tiene una lista con todas las personas y sus propiedades. El muy masista nos odia y va a quitárnoslas. Dice que también va a bloquear nuestras cuentas del banco. ¿Le hago las puntas, entonces?”
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El dice que boliviano es similar al dizque mexicano, aunque no significa exactamente lo mismo. Como tantas cosas aquí, su origen es aimara. En lengua aimara uno no puede contar lo que uno mismo no haya visto. Por ejemplo, no podría afirmar: “Ha muerto Michael Jackson”. Habría que decir: “Dice que Michael Jackson ha muerto”. En vista del caso, esa noticia sólo debería haberse dado en aimara.
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“¿Michael Jackson, un niño explotado?”, se indigna un amigo leyendo el periódico, “¡por favor!, ¿no han venido nunca a La Paz?, ¿no han visto a las cholas con sus changuitos en los quioscos?” “A partir de los 30 años”, comenta su esposa, “la inocencia es perversa”.
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Contemplo asombrado las construcciones de ladrillo adheridas a la montaña, ascendiendo orgánicamente. Estas viviendas anaranjadas se incrustan, serpentean, mutan a medida que la familia aumenta. Primero un cuarto. Después un patio. Más tarde una segunda habitación. Son casas genealógicas, de planta casual, cambiante como el cielo que las cobija.
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Frente al espectacular mirador de El Montículo hay una pequeña iglesia. Me asomo al interior. Están en plena misa. El cura da su sermón con una chompa a rayas. He ahí, pienso, un cura doblemente moralista.
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Identificar la escritura con la denuncia puede sin duda aplastar al escritor. Pero también a las víctimas: el énfasis mecánico en sus padecimientos contribuye a fijar su papel de oprimidas, a petrificarlas simbólicamente. En la novela El lugar del cuerpo, del joven Rodrigo Hasbún, el narrador se pregunta: «¿Debía mencionar el nombre de su país por primera vez? ¿Hablar por primera vez, desde su literatura, de las condiciones sociales y económicas de su país, lamentables, injustas, dignas de siglos anteriores (…)? ¿No era eso de lo que había huido siempre, desde su primer libro, la aborrecible tendencia de los escritores de país pobre de hacer sociología (…)? Para ella eran más reales las nociones sencillas, los temores a los que estuvieron sometidos los seres humanos desde el principio, pequeñas fobias y esperanzas. La necesidad de entender el juego propio, finalmente idéntico al de los demás: no lo que sucede en las calles sino en la habitación, en el baño, en la cocina».
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En la plaza Abaroa me entero de que el homenajeado, Eduardo Abaroa Hidalgo, héroe de la Guerra del Pacífico, murió luchando por el mar boliviano. He aquí la biografía ejemplar del prócer latinoamericano: nació, luchó y perdió. Sus derrotas nos enseñan el camino.
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Abaroa no fue un militar, sino un civil valiente. Más motivo para terminar perdiendo. La estatua que lo inmortaliza señala pacientemente una salida hacia el mar. Un cuento del autor paceño Marcos Sainz narra la historia de Abaroa como una reescritura del flautista de Hamelín: todos los bolivianos lo siguen con entusiasmo hacia la ansiada costa, guiados por su dedo clarividente, y uno por uno se van ahogando por no saber nadar.
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Recordamos las fábulas hagiográficas que nos maleducaron en la escuela. Yo cuento la del sargento Cabral, que en realidad no era sargento sino un simple granadero, y que tras salvar la vida del general San Martín en plena batalla, habría declarado con su último aliento: Muero contento, hemos batido al enemigo. Menciono un libro de Martín Kohan, Muero contento, que incluye un desopilante cuento que desmitifica esa escena, llenándola de dudas y torpezas. Lo más interesante del no-sargento Cabral es su genealogía: era hijo de un indígena guaraní y una esclava de origen africano. Ambos servían a un estanciero que no necesitó morir por la patria. De ese estanciero, y no de los criados que engendraron al héroe, descienden los caudillos latinoamericanos. Una amiga cuenta cómo de niña adoraba a Abaroa por la célebre frase, todavía enseñada en las aulas, que supuestamente pronunció antes de ser acribillado por tropas chilenas: ¿Rendirme yo? ¡Que se rinda su abuela, carajo! Como cita patriótica, digo, no suena muy ilustre. “Por eso mismo”, contesta mi amiga, “era el único prócer boliviano con el que se aprendían palabrotas”.
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Pintada en una calle del barrio de Sopocachi: Hay más radiotaxis que sentimientos. Poco después llamo a un taxi.
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Las pintadas callejeras pueden ser más elocuentes que un artículo de opinión. En los alrededores de mi hotel encuentro varias pintadas del colectivo feminista Mujeres Creando. Una de ellas, escrita en heptasílabos, dice: De hacerte la cena,/ de hacerte la cama,/ se me fueron las ganas/ de hacerte el amor.
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Otra de las pintadas dice: Evo, necesito trabajo y dignidad, no un bono de caridad. El bono estatal de ayuda para madres bolivianas lleva el nombre de Juana Azurduy, guerrillera que abandonó las labores del hogar para pelear en las guerras de independencia. Por su actuación en el frente recibió el rango de teniente coronel, e incluso el sable del general Belgrano. Una tercera pintada concluye: Juana Azurduy fue una fiera indomable y no una abnegada madre.
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En Hija de Medea, de la poeta Mónica Velásquez, leo: «Creyeron que estaba en la piedra a la hora señalada/ que me rendía sumisa al ritual de los otros entregada a su merced/ Pero yo, bruja hija de brujas yo sabía/ Lo adiviné temprano: había que odiar al padre Jasón…»
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Entre la celebración del bicentenario por un lado, y las vísperas de la campaña electoral por el otro, los medios de comunicación bolivianos se llenan de propaganda institucional. Escucho en la radio una cuña en la que Evo Morales menciona el número exacto de ambulancias que el Estado ha adquirido durante el último año, como si se tratase de un acto de beneficencia y no de una inversión de los impuestos ciudadanos. Mientras tanto la oposición, tan desorientada como disminuida, denuncia las acciones del presidente como si fueran usurpaciones y no medidas tomadas por un Gobierno legítimo.
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“Evo”, me dice, “ha hecho guerra con todos y a todos les ha ganado, o por lo menos empatado: el Ejército, la Iglesia, los cruceños, las ganaderos…” ¿Y cómo consiguió ganarse a los militares?, pregunto. “Fácil”, contesta él, “y genial: jubiló a los veteranos que aspiraban a generales y ascendió a todos los jóvenes, que ahora son sus partidarios más fervientes”.
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Zona sur de La Paz. Veo descapotables, todoterrenos, chalés, tiendas de moda, pubs, chicas de tacos altos, edificios como casinos de Las Vegas, niños con ipods. Y cholas invisibles. Y lustrabotas.
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A este barrio del sur lo llaman el sonsódromo, por la cantidad de sonsos que lo frecuenta. Un lugar poblado de adolescentes más o menos alcohólicos y felices. Aquí viven los jailones. Jailón viene de high life. Pero aquí también, ay, veo más librerías que en ninguna otra parte de la ciudad. Ay de nuevo. Nada nuevo.
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Algunas de las personas más cosmopolitas y leídas que me he encontrado en mi vida, las he conocido en Bolivia o Ecuador. En ciertos países la cultura es casi un lujo y sus conocedores, casi príncipes. Uno de ellos, sin pensar que está diciendo algo terrible, me comenta: «La literatura entra con la leche materna».
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Para cenar pido carne de llama y vino de las cepas de Altura. Cuando se viaja sin ver, el menú debe ser lo más gráfico posible.
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Paseando de noche por Sopocachi, zona bohemia de clase media, me topo con el Thelonius Jazz Bar. Y entonces La Paz se va de La Paz, y esta ciudad podría ser cualquier ciudad, y estamos no sé dónde, y ese no saberlo también puede, por fortuna, ser Latinoamérica.
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¬Hasta arribar al centro de la capital, los caballos del festejo del bicentenario recorrerán muchos kilómetros. Tantos, que esta mañana un grupo de ecologistas se manifiesta frente a la alcaldía. Los veo protestar en la televisión, reclamando que no se abuse de las cabalgaduras. Es un alivio comprobar que ni siquiera la independencia provoca pensamientos unánimes. Cuando Evo Morales se subió a un caballo para inaugurar los desfiles, la oposición se preguntó cómo un líder indígena podía montar el animal de los conquistadores.
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Wilmer Urrelo, Premio Nacional de Novela por Fantasmas asesinos, firma hoy un artículo incendiario en La Razón: «No, no soy un buen paceño y no me importa. Prefiero decir lo que pienso antes que ilusionarme con una bobada de ese tamaño. (…) ¿Libertad? ¿Protomártires? ¿Héroes de nuestra revolución? Por mí que ahorquen de nuevo a Pedro Domingo Murillo. (…) Es absurdo y una pérdida enorme de plata (y lo que es peor: de nuestra plata) hacer tanto alboroto por el bicentenario. (…) Eso será el bicentenario: una gestión edilicia. Nada más. Porque el 201 (no la habitación, sino el próximo año) todo será igual. Murillo volverá a su tumba y lo recordaremos y eso que hizo menos que Michael Jackson».
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En mi única tarde libre, pese al cansancio, no puedo resistir la tentación de conocer el Titicaca. Salimos en coche hacia el norte. La excursión es más larga de lo que imaginaba. Sin querer, me quedo dormido. De pronto alguien me toca un hombro, abro los ojos y aparece: imperial, inabarcable, zafiro líquido. El lago navegable más alto del mundo. Dicen que el Titicaca posee fuerzas magnéticas que te reponen. Mucha gente se desplaza durante todo el día sólo para mirarlo un rato. Los picos nevados del Huayna desafían la sequedad general, el amarillo y el marrón, prometiendo un milagro demasiado remoto.
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Junto a la autopista hacia La Paz, en la ceja de El Alto, una estatua del Che empuña una ametralladora. La figura está hecha de materiales reciclados: engranajes, pedazos de motor, ruedas, hierros viejos.
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Acaba de presentarse una nueva edición del Critón, el diálogo platónico donde Sócrates niega que se deba responder a las injusticias con otras injusticias. El traductor es el helenista y académico boliviano Mario Frías Infante. La noticia apenas ocupa un espacio minúsculo en la prensa. Eso, me digo, es un patriota.
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La publicidad en los carteles bolivianos parece cumplir una función comercial y otra terapéutica: casi todos los eslóganes invocan el progreso, el futuro, el desarrollo. Además de productos, venden autoestima nacional.
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“¿De Granada?”, me dice el conductor que me lleva al aeropuerto, “mis dos hermanas viven ahí. Fíjese. Hace seis años. Al principio fue difícil. Ahora están bien. Ahorrando plata. No puedo ir a verlas por la visa. Una se ha acostumbrado al estilo de vida. La otra no y se quiere volver. Yo le digo que aguante. Que aguante un poco más”.
Fuente: Web oficial del autor