08/04/2017 por Marcelo Paz Soldan
Extraños territorios del nombre

Extraños territorios del nombre


Extraños territorios del nombre
Por: Mary Carmen Molina

El personaje principal y narrador trabaja en la tele; es el guionista de una serie. Esta se titula Ballenas y a uno de sus protagonistas, El Forastero, habita un sueño recurrente:
“El árbol comenzaba a incendiarse y la imagen temblaba, como si la estuvieran sacudiendo o como si al espectador le estuviera pasando algo”. El significado de este sueño no es revelado directamente, sino rodeado, en tentativas de acercamiento y esquivo.
A esta dinámica se pega otra: para este narrador, la serie y, de manera amplia, la ficción que esta narra incluso más allá de sus márgenes, funciona también como un registro refractario, un espejo, y no solo una reproducción de imágenes que en nada se parecen a lo que se había imaginado en primera instancia. La serie y, más concretamente, la imagen y su proyección contienen en sí también lo que le pasa a quien mira, que es un par de ojos pero, enfáticamente, un cuerpo trepidante.
Un mundo extraño
El personaje de Sombras de Hiroshima (Editorial 3600, 2017), la segunda novela de Mauricio Murillo, está muchas veces aburrido. De su trabajo, de sus amigos, está harto de sí mismo. No lo entusiasma el trabajo en una oficina ni la gente que produce la serie, tampoco sus amigos, ni la “cojuda y desequilibrada diversidad” de ese “puto país” donde vive.
Esas cosas no lo entusiasman, otras sí. Las fotografías de unos animales mutantes, o de unas sombras sin cuerpo en las calles de Hiroshima, la deformidad de los cuerpos, una cosa salvaje e increíble que está detrás de una pelota, las ventanas desplazables de Los Simpson.
Como el efecto del calor del fuego en los contornos de una imagen y su proyección, estos objetos de entusiasmo tiemblan y contagian su movimiento a quien se entrega a ellos. “Uno tiene que aprender a vivir en un mundo extraño”, dice entregado, poco después de la aparición de una presencia inquietante y abyecta, que es como si sujetara y batiera con sigilo y furia esa imagen de un árbol que comienza a incendiarse.
Esta presencia es Mirko Maidana, un sujeto de un parecido sobrecogedor con el androide Data de Star Trek. Un día, mientras el personaje narrador se aburre en su oficina frente a su pantalla, aparece Mirko-Data para decirle que trabajará en el canal y que lo conoce del pasado, un lugar lleno de hierba crecida y, ahora, un asesinato.
La memoria
Al inicio de la novela, el personaje narrador nos habla de algunas colecciones de fotos de su abuelo, que veía de niño. Así nos enteramos que creció con su abuelo en una propiedad llamada Yubarta, a un extremo de un pueblo cercano a la ciudad donde ahora vive.
“Varias veces sospeché que la presencia de una casa espaciosa que se desintegraba poco a poco tenía que ver con el organismo de mi abuelo, que se avejentaba de manera perceptible y bastante rápida. De eso nunca tuve duda. Mi abuelo, desde que tengo memoria, iba deteriorándose y yo era testigo de eso”.
Más adelante, el personaje repite algo que decía el abuelo: “A la memoria la llevamos en la sangre.
Tiene un río marcado y ese es el flujo de la sangre. Esa es la dirección”. La historia que nos está contando es la progresión y el eco de ese flujo, suyo y no tan suyo, en la trepidante percepción de que la destrucción de los organismos también se mueve en círculos. Todos vivimos –siempre, acá y ahora mismo– el estallido.
Los nombres
El narrador de esta novela no tiene nombre –pero como sabemos que nombró a su perro Perro, vamos a usar una estrategia parecida aquí–. Narrador está muy entusiasmado con la narración y, si de algo sirve, podemos decir que esto, el hecho de narrar, es lo que le interesa trabajar con nosotros.
Con un dejo de los narradores más perturbados, estresados, pero aún amables, de Edgar Allan Poe, Narrador se embarca en una serie de disquisiciones sobre el lenguaje, el que se produce en la destrucción y el que la mesura, el lenguaje como progresión que cuela todas nuestras partes y, como pegamento, “nos mantiene armados”. Pienso, podría decirle y tal vez ustedes también, que las palabras que con perceptible fruición nos dice nos ubican en un movimiento de ecos, gritos y susurros que se disparan, para ensartarse en un enredo de ramas y maleza. Arrojados como él al lenguaje que, ante la imposibilidad de congregar en un golpe de voz todo lo que quisiera ser dicho, se direcciona como un flujo, descubrimos hablando que “lo que nos espera en este territorio ambiguo al que llamamos vida, [es] una maraña asquerosa de huesos, piel y deformidades”.
Porque eso, las deformidades, es otra de las cosas de las que nos habla. A lo largo de todo su relato, Narrador construye el continente de este destino de la especie humana, mientras mueve las maneras en las que esta deformidad nos es compartida. La mutación se aloja en los cuerpos animales sometidos a experimentos científicos, pero ocurre también en la rara experiencia de los cuerpos en estallido. Cuando la bomba cayó en Hiroshima, los cuerpos desaparecieron, se desintegraron. Lo que no desapareció fue el movimiento que realizaban al momento de la explosión, movimiento que se fijó en unas manchas sobre pisos, paredes y estructuras. La impresión del hacer del cuerpo es una estela de éste, una mutación del cuerpo pero también del pegamento que lo habría mantenido armado. Sobre Hiroshima mon amour, de Alan Resnais, Narrador nos dice: “Pueden pensar que es exagerado, pero nos llamamos como las agresiones y los ataques de los otros. Tu nombre es el territorio de la violencia que te afecta. Te llamas como lo que te daña”.
El nombre es un territorio. Y este es un territorio extraño, parecido al de los espejos. Al inicio de la novela, Narrador está tomando con sus amigos en un bar, va al baño y se mira en el espejo: “Siempre que estoy borracho y me miro en el espejo hay algo de ese reflejo que me parece lejano, separado de mí, extraño”. Hacia el final, cuando está con unos policías en un bar, va al baño y se mira en el espejo: “El baño estaba vacío. Me mojé la cara, en el espejo me reconocí, sin diferencias”. Si el malestar está en el reconocimiento, o si está en la distancia, o donde sea, es un estallido que abarca todo el territorio. Tal vez por eso el personaje no tiene nombre, el perro se llama Perro y el mundo es un lugar extraño, ¿no es así?
Fuente: Página Siete