06/26/2009 por Marcelo Paz Soldan
Ensayo sobre la primera novela de Rodrigo Hasbún "El lugar del cuerpo"

Ensayo sobre la primera novela de Rodrigo Hasbún "El lugar del cuerpo"

el lugar del cuerpo

La indocilidad de los fragmentos
Por: Benjamin Santisteban

El lugar del cuerpo
Rodrigo Hasbún
La Paz: Alfaguara, 2009

Resulta ahora común afirmar que la identidad es inevitablemente narrativa, que lo que una persona es depende de la narración que se narra de sí misma a sí misma y a otros. Ricoeur habría mostrado convincentemente que la constitución de la identidad de un individuo o de una comunidad supone responder a la pregunta “¿Quién hizo esto?”. La respuesta, si debe superar el vacío del nombre propio, tiene que ser una narrativa. “Responder a la pregunta ‘¿quién?’ es narrar la historia de una vida. La historia narrada dice el quién de la acción. La identidad del quién no es ella misma sino una identidad narrativa”. (*1) Cuando se trata de autobiografía, “la historia de una vida no cesa de ser refigurada por todas las historias verídicas o ficticias que un sujeto cuenta de sí mismo. Esta refiguración hace de la vida misma un tejido de historias narradas”. (*2)
Elena, la protagonista de la novela de Rodrigo Hasbún, intenta precisamente ese recuento autobiográfico. Sabe por vía negativa qué es: “En realidad, por decirlo así, no soy nadie” (83), pero necesita imperiosamente llenar ese doble negativo con una narración de los orígenes y los fines que le otorgue el sentido completo de su vida. Así, el recuento sobrepasa el mero ejercicio literario. Porque la muerte se halla “a unos centímetros”, para ella se trata de “Escribir o morirse. Escribir o dejar de tragar las pastillas asquerosas y luego morirse” (10). De alguna manera, Elena sabe íntimamente que lo que dará sentido a su vida, lo que hará de ella un todo completo, no es la muerte, sino la lectura/escritura de aquellas páginas que cuenten su vida: “la vida para escribir la vida, aunque no se entienda… Y algún día escribirá sobre todo eso y éste es su único alivio. La vida para escribir la vida” (124-25). Emprende, entonces, una labor postrera y terminal que dará sentido a su vida a punto de extinguirse, a lo que Ricoeur llama la “mise en intrigue”, (*3) la puesta en intriga que unifica las acciones de la vida en un todo con sentido. ¿Puede Elena tener éxito en su cometido? ¿Qué identidad narrativa la habrá constituido a la postre? Estas cuestiones marcan incesantemente la tensión argumental de la novela. Como se advierte, ya en el reconocimiento de que la vida sólo sirve para ser escrita —la versión del dicho de Mallarmé de que el mundo está hecho para terminar en un bello libro— palpita el desconocimiento, “aunque no se entienda”.
Narrarse uno mismo su propia historia supone el ejercicio de la memoria y, por ser ésta nada más que huellas mnemotécnicas, la activa participación del cuerpo. Supone tener establecido el lugar del cuerpo. ¿Cuál es el lugar del cuerpo de Elena? Es el lugar fundamental y determinante:
…el lugar donde realmente comenzó todo, el lugar donde supo más sobre sí misma y sobre los demás que nunca antes y nunca después… (9)
Es, entonces, el lugar de origen y de conocimiento, el principio primero. Pero en este lugar mismo, que es el principio de la novela, la noción de la identidad narrativa muestra su insuficiencia por un desconocimiento radical que proviene del cuerpo mismo, del cuerpo que no tendría lugar. La novela El lugar del cuerpo parece alzarse como un decidido y valiente cuestionamiento de los intentos teóricos de dominar al cuerpo a través del establecimiento de una identidad, intento que la obra de Ricoeur ejemplifica muy bien.
La identidad narrativa tiene como base ineludible al cuerpo. Lo que no varía en la vida y en la literatura es “la condición corporal vivida como mediación existencial” entre la persona y el mundo. (*4) Claro está que cuando el cuerpo se establece como tal mediación, no queda más que introducir su otredad en cuanto pasividad. No sólo es el cuerpo propio que permite la acción, sino también la carne pasiva. En cuanto tal, la carne es “el lugar de las síntesis pasivas sobre las cuales se edifican las síntesis activas”, es decir, el cimiento del cuerpo propio como instrumento para la acción de la persona. Es verdad que Ricoeur reconoce que si bien es “lo más originariamente mío y entre todas las cosas” lo más cercano a mí, es decir, un “órgano del querer, el soporte del libre movimiento”, la carne no es un objeto de elección o de un acto de volición. He ahí su alteridad, pero parece ser una alteridad domesticada, una “alteridad propia”, (*5) demasiada propia para ser alteridad.
Esta propiedad de la alteridad puede ser abatida por el sufrimiento de la carne, el cual obliga a pensar a la pasividad no en cuanto opuesta y aliada a la actividad, sino en una pasividad más pasiva que la pasividad. El mismo Ricoeur da la pauta, cuando sugiere que una manera del sufrimiento consistiría en la incapacidad para narrarse, en “la insistencia de lo inenarrable”, de aquello que elude a todas las estrategias de la puesta en intriga. (*6) Pero no saca de esto las consecuencias radicales para la identidad narrativa.
En el contexto de la novela El lugar del cuerpo, la carne tiene que ser comprendida como corte sangriento que no se presta ni a la memoria ni a la imaginación narrativa, sino a una oscilación indecidible entre ambas; tampoco a la síntesis de una identidad narrativa. Y es que el corte que deja al cuerpo como carne sucede siempre más allá del tiempo de la conciencia, en un pasado que para quien sufre el corte no ha sido presente. Lo que irrumpe en la conciencia es el inmenso dolor, pero no su razón de ser. De esta manera, ese “pasado no existe, pero fue así” (90). Sufriendo en carne, Elena se pregunta: “Soportaría rememorar aquello, inventarlo nuevamente y minuciosamente con frases frías” (9). La memoria no se opone a la imaginación. La conciencia es un constante ir de la memoria a la imaginación y de ésta a la memoria:
El sufrimiento del corte que lacera e invade el cuerpo de Elena es tal que no permite la identificación del hecho como un punto de origen para el comienzo de la narración autobiográfica. El diario que Elena escribe desde que era una niña no registra el corte de su cuerpo, la violación (82). Y entonces la imaginación se pregunta: “¿Cuán determinantes fueron esas violaciones? ¿Cuán reales?” (97). E insiste: “Yo pienso en mí, en mi propia historia. ¿Sucedió también sólo en mi imaginación? ¿Es más lo que hubiera querido que pase que lo que pasó realmente? ¿La justificación perfecta para mi tristeza?” (85). Después de todo, es decir, después de la carne abierta violentamente como mera justificación, “lo que sucede a nuestro alrededor… es como si fuera falso, un simulacro” (96).
Sí, pero sólo a veces.
Porque el sufrimiento del corte del cuerpo de Elena es tal que tampoco permite dejarlo en la mera imaginación: “Que se metieron en su cama, que había noches en que su hermano la abusaba. Que eso la marcó para siempre aunque fue buena disimulando” (106).
Sí, pero sólo a veces.
El último libro que Elena decide escribir, el libro de memorias que podrá dar el sentido a su vida, “está saliendo diferente y se ha desordenado y no se entiende bien y está lleno de falsedad, los hermanos no abusaban jamás a las hermanas…” (108).
La oscilación constante entre la memoria y la imaginación no permite la narración continua. La memoria es interrumpida por la imaginación; la imaginación por la memoria. Es más, la oscilación entre hecho recordado y hecho imaginado encumbra el corte del cuerpo, la carne, a niveles que tocan lo trágico. Elena, que dice haber sufrido el corte en carne propia, parece destinada a repetir esa manera de relacionarse consigo misma y con los demás. Su lenguaje y su cuerpo reproducen el corte que ha dejado su cuerpo como carne abierta que duele. Esto descuella en una auto-descripción que comienza con el lenguaje descriptivo del hecho recordado —pero que ya corta al cuerpo en partes— y que luego, con una yuxtaposición impulsiva, deja a la imaginación la tarea de maximizar la violencia:
Se restregó bien las manos, se lavó el cabello y el cuerpo. Se llevo la boca de agua y jugó a que era sangre y salía a borbotones. Acababan de dispararle en una avenida concurrida de una ciudad inmensa… O trabajaba en un circo y el león se confundió y la atacó. Los espectadores aplaudían su agonía, creían que era fingida, el pedazo más elaborado del espectáculo (32).
El pedazo que despedaza el león confirma la sinécdoque donde “cuerpo” ya no incluye a las manos ni al cabello y sólo es una parte del cuerpo; el “pedazo” que deja los colmillos del león es la metáfora del espectáculo del cuerpo hecho carne, espectáculo que tiende su velo desgarrado desde la imaginación de maneras poco dolorosas de matarse (46) hasta el velado ajuste de cuentas con el hermano cuando Elena recuerda/imagina que la cuñada ha muerto, “por muy increíble que suene, la realidad supera siempre la ficción, de una forma espeluznante, violada y descuartizada por un hombre que les hizo lo mismo a siete mujeres más, y que arrojó a todas a la misma alcantarilla…” (81).
Pero quizá lo trágico se hace más evidente aún en las relaciones sexuales, en las que la actividad corporal, reducida a la conexión entre partes del cuerpo, se halla a su vez cortada del pensamiento:
Así, chupame el culo, decía ella, que no podía dejar de pensar en la ex mujer de Darío y en su hijo y en la familia feliz que pudieron haber sido y ya nunca serían. En su propia familia. En la familia de su hermano, esos niños que no conocía y que le diría tía cuando la vieran. En todo lo que contenían sus veintisiete años, que a veces parecía mucho y otras vergonzosamente poco. Abúsame, decía Elena, sacudiendo cada vez con más fuerza el pene y recordando el jardín donde se perdía tardes enteras esa niña que fue hace parecía tanto (64-65).
Elena busca la redención a través de las relaciones sexuales, pero éstas indefectiblemente provocan el efecto contrario debido a que en esas relaciones no se supera la reducción del cuerpo al órgano, al pedazo (94). Por lo general, Elena reduce a sus amantes a pedazos de cuerpo o a acciones corporales discretas (99-100), que magramente inician una narrativa biográfica, destinada a truncarse.
Si la identidad se construye mediante la narrativa, la vida de Elena debería hallarse entrelazada con las narrativas de otros; debería ser parte de la narrativa de sus padres, de su hermano, de sus amigas y amigos e, incluso, de sus enemigos. Sin embargo, lo trágico de la repetición de los colmillos del león haciendo su tarea de desgarrar el cuerpo no halla excepción en este ámbito: “Ella ya no era hija ni hermana ni compañera ni amiga ni conocida de nadie” (46). Cortada de las relaciones, su identidad se reduce al fragmento, a un presente que se desvincula del pasado y el futuro: “el pasado entre sombras y no existe, el futuro entre sombras”. Sólo existe un presente desgajado de relaciones temporales (10-11) y, entonces, un minuto que sólo es real en la mente de Elena y que tiene la imposible misión de salvarla: “Lo suyo, el césped, la tarde quieta, la criada lavando los platos en la cocina y mirándola, era definitivo: Y ya está: el libro de memorias ha sido escrito en unas pocas líneas” (87). La continuidad narrativa entre el pasado y el futuro, mediado por el presente, se destroza por falta de un cuerpo que tenga una historia reconocible desde la temporalidad cotidiana. La carne, en cuanto corte ocurrido en un pasado que nunca ha sido presente, no participa de esa temporalidad. La carne es fragmento y deja fragmentos.
Con ello, la identidad de Elena se contrae en un minuto puntual que sólo encierra muerte: el pedazo cortado vive muerto. He ahí la no identidad narrativa de Elena. Si escribe para que las cosas no se pierdan, para que subsistan mediante una identidad, esa subsistencia es apenas espectral:
Rescatar a las cosas de la niebla o cesar. Escribirlo para que exista mejor. Cerrar los ojos y ver. A la niña, a la joven a la adulta. Todas en esta sala, en estos papeles, escribe. Todas muertas dentro de la anciana, escribe (86).
Y de nuevo: “Ya tenía acumuladas dentro del cuerpo un montón de mujeres muertas” (110). Fragmento que encierra fragmentos que no se extienden en una narrativa lineal. Elena no puede escribir de modo diferente a su propia historia; replica su historia fragmentaria en su estilo:
Hilo conductor, personajes llamativos, situaciones coherentes. Desarrollo, continuidad. No me importan, pensó (98).
La consistencia de este pasaje es ejemplar. La asíndeton destruye la continuidad lógica que supone la conjunción en la linealidad de la identidad narrativa. Elena hace lo que dice mentalmente, dice lo que hace mentalmente. Dice no importarle la continuidad y lo dice destruyéndola, fragmentado su decir.
Esta consistencia ejemplar entre forma y contenido explica y refuerza magistralmente la construcción de la novela El lugar del cuerpo. En ayuda a la asíndeton viene la yuxtaposición. La novela consta de cuatro partes yuxtapuestas, cuatro fragmentos unidos sin enlace. Pero son fragmentos que contienen fragmentos, así como la anciana Elena contiene dentro suyo muchas mujeres muertas. La continuidad se fragmenta por focalizaciones diferentes, que alternan entre la mirada quieta y matemática de la niña Elena y la indiferente de su hermano Pablo; por la narración de la joven Elena, cuya soledad se rompe en partes marcadas con asteriscos, al interior de las cuales se abren espacios blancos; por el pensamiento de la anciana Elena, que se desgarra para narrarse en tercera persona, haciéndose a sí misma un objeto de estudio, pensamiento frío que, a su vez, se quiebra por entradas del diario, escritas en un septiembre de año olvidado; por la imaginación del futuro que constantemente cuestiona o desdice la narración del presente.
¿Qué es lo que mantiene juntos a estos fragmentos? En esta cuestión la novela El lugar del cuerpo se alía con el romanticismo de Jena y niega la simplicidad de una identidad narrativa lineal. Ricoeur reconoce que los fragmentos de su propia obra, aquella donde asienta finalmente la noción de la identidad narrativa, sólo tienen la apariencia de fragmentos: “esta fragmentación no es tal que ninguna unidad temática no la salve de la diseminación que reconduciría el discurso al silencio”.(*7) He ahí cómo hace su entrada mañosa y totalizante el pegamento hegeliano: el tema controla a la forma y anula la fragmentación con la falsa excusa de un dilema entre unidad o silencio, como si los fragmentos no serían significativos.
Un conjunto de fragmentos significa la discontinuidad y lo disparejo de un número potencialmente infinito de temas que no constituyen un argumento coherente, sino que testifican la incesante alternación y diferenciación de pensamientos; testifican las diferencias vitales, la vida siempre diferenciándose, multiplicándose. El deseo romántico siempre ha sido por “una mente que contenga de alguna manera una pluralidad de mentes y todo un sistema de personas en ella” (*8), es decir, por una Elena que lleva dentro del cuerpo varias Elenas. Los fragmentos son huellas de una energía intensa y rauda, aquella que mantiene en vida a las Elenas, incluso cuando ya han muerto.
Entonces, lo que une a los fragmentos de la novela de Rodrigo Hasbún no es el tema. Con antedicho, éste se halla siempre cuestionado por la labor oscilante de la imaginación y la de la memoria. Elena piensa y escribe en fragmentos porque su realidad es fragmentaria, porque su cuerpo ha sido fragmentado. La trágica belleza de la novela El lugar del cuerpo halla unidad a través de los cortes y las rupturas; como todo fragmento es completa y, al mismo tiempo, incompleta; es tanto un todo como una parte. Es una forma que incorpora en sí misma la interrupción y que permite la expresión de la no identidad: el lugar del cuerpo fragmentado, del cuerpo hecho carne, es un fragmento indócil.
Referencias
(*1) Ricoeur, Paul: Temps et récit. Tome III . Le temps reconté. Paris: Seuil, 1985, pp. 442-43.
(*2) Ídem, p. 443.
(*3) Ricoeur, Paul: Soi-même comme un autre. Paris: Seuil, 1990, p. 170.
(*4) Ídem, p. 178.
(*5) Ídem, p. 375.
(*6) Ídem, 370.
(*7) Ídem, 31.
(*8) “Fragments de l’Athenaeum” en Lacoue-Labarthe et Nancy: L’absolu littéraire. Théorie de la littérature du romantisme allemand. Paris: Seuil, p. 114 (fragment # 121). Cfr. también Critchley: Very Little… Almost Nothing. Death, Philosophy, Literature. London: Routledge, pp. 105-12.
Fuente: Ecdótica