10/26/2007 por Marcelo Paz Soldan

Ensayo sobre la nueva narrativa boliviana. Parte 1.

Cuentistas bolivianos bajo el signo de la postmodernidad
Por: Miguel Aillón Valverde
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La historia del cuento en Bolivia se vio constreñida, como muchas otras al interior de las geografías andinas, por el contexto de su producción. Sus variantes se pueden resumir en el conjunto de corrientes literarias de corte, en general, realista. Por esto, la obra de exponentes nacionales del género, hasta más o menos fines de la década de los ‘80, se engarza directamente con temáticas y formas costumbristas, indigenistas o de lucha social.
Desde esta perspectiva, el cuento boliviano tuvo –como ya lo sugirió Julio Ortega de manera general en el prólogo a El muro y la intemperie (1989)– la gran capacidad de retratar las complejas estructuras del contexto de producción así como de fracturarlas sutilmente desde los códigos de un discurso textual que se debe a los rasgos históricos y sociales de la comunidad.
Y si bien a lo largo del anterior siglo ha habido escritores que se han apartado de este modo de creación narrativa (Cerruto y Quiroga Santa Cruz, obviamente), no es sino hasta la década de los ‘90 que desde un mercado editorial en plena efervescencia, se perfilan narradores que con una producción más o menos regular plantean, desde el lenguaje y su trama, formas renovadas de escritura.
Quizás se podría pensar que los escritores que publican en los noventas marcan una transición entre el realismo tradicional y la escritura puramente fictiva. El caso paradigmático sería el de Edmundo Paz Soldán. Integrante de la autodenominada generación McOndo, sus libros combinan no sólo “realidades individuales y privadas (…) herencias de la fiebre privatizadora mundial”, como ya lo sugirieron Alberto Fuguet y Sergio Gómez –inventores, de alguna manera, del colectivo–, sino también la preocupación por retratar, alegóricamente, temas históricos y político-sociales.
En sus libros, y como él mismo sugirió en alguna entrevista, “todos los personajes, hasta los imaginarios, son verdaderos”. Así, entre la tentativa de la re/creación retórica de la historia y la construcción de una subjetividad única desde espacios de la memoria re/inventada, germina una obra ecléctica que conjunciona elementos de la literatura que bien podría tildarse como tradicional o neorrealista, así como de otra que siguiendo la experimentación formal y temática de narradores precedentes, marca una zona de transición refrescante al interior de las letras nacionales.
Los nuevos
A este modo de producción literario se suman en los primeros años del nuevo siglo escritores jóvenes, sobre todo cuentistas, que con una conciencia precoz no sólo de los mecanismos del lenguaje sino de la constitución literaria del mundo, dejan atrás todo rasgo de una obra realista para adentrarse en textos que, como máquinas ficcionales puras (a decir de Emilio Martínez), exploran –sin sentirse representantes de ninguna ideología, cultura o espacio definidos– individualidades quebrantadas por el contexto de cambio en el que los absolutos se han fragmentado para dar paso a una serie de interrogantes que tratarán de responder desde la escritura.
Los textos nacidos bajo este signo, alejados de los resabios especulares de la narrativa tradicional, se legitiman como autónomos al interior del esqueleto discursivo de la realidad: pretenden conformar, hasta cierto punto, la realidad misma. El discurso literario teje, entonces, un entramado de signos que trata de despojarse de representaciones directas con el entorno para crear códigos polisémicos que transgreden las estructuras establecidas.
El contexto se consuma en el texto, mostrando allí la inestabilidad de una realidad constreñida por el caos de lo fragmentario. Al perderse los horizontes ciertos de las utopías, el discurso narrativo repta entre los restos de una era teñida por el consumo desnacionalizador que se refleja en la cultura popular y urbana, y cuya permanencia depende, en última instancia, del mercado. La literatura regresa sobre sí misma para tratar ya no de asir significados fugaces sino de re/construirlos, en el afán por ganar un lugar en el gran solar de contiendas discursivas de una contemporaneidad tildada, en última instancia, como postmoderna.
Con este bagaje a cuestas, los nuevos cuentistas buscan a través de su producción, redefinir el género y, de paso (conciente o inconscientemente, directa o parabólicamente), tratar de explicar y habitar las circunstancias del presente. Así surgen propuestas interesantes como las que trataré de esbozar en adelante a partir del trabajo de Maximiliano Barrientos con Los daños (2006) y Rodrigo Hasbún con Cinco (2006).