04/29/2015 por Marcelo Paz Soldan
En torno a Las Claudinas

En torno a Las Claudinas

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En torno a Las Claudinas
Por: Fernando Molina

A fines de los años 60, Jorge Siles publicó su libro La literatura boliviana de la Guerra del Chaco que, probablemente por primera vez en Bolivia, analiza la abundante bibliografía generada por este conflicto bélico con un método estructuralista, en busca de las regularidades literarias (temas, ambientes, tipos de personajes), así como las relaciones entre ellas y el contexto histórico, político y psicológico en el que trabajaron los autores que Siles analiza, excombatientes o testigos civiles del sacudimiento del país a consecuencia de la guerra.
Poco después, uno de nuestros más notables reseñistas, Roberto Prudencio, hizo notar la modernidad de este abordaje de los textos literarios como documentos históricos y culturales, antes que como obras de arte, para luego criticarlo, desde la perspectiva de su teoría estética, por tomar en cuenta exclusivamente el contenido de la novelas dejando de lado su forma, cuando toda literatura y, en general, todo arte -decía Prudencio- es una unidad indisoluble entre forma y contenido.
El libro de Siles es el antecedente más directo de la obra de Salvador Romero Pittari, Las Claudinas. Libros y sensibilidades a principios del siglo XX, que junto a otros dos importantes títulos de este autor, La recepción académica de la sociología en Bolivia y El nacimiento del intelectual en Bolivia, forma parte de lo más granado de la sociología y la historia de las ideas en Bolivia. Como sabemos por la reseña de Prudencio, esta es un área relativamente nueva de los estudios bolivianos, aunque no podamos olvidar la relación que guarda con trabajos que pueden considerarse precursores, como los de Guillermo Francovich, Carlos Medinaceli, Enrique Finot, Ignacio Prudencio y, el primero de todos y el más hermoso, el estudio de Gabriel René Moreno sobre los poetas románticos.
En Las Claudinas, Romero Pittari lee las novelas del primer cuarto del siglo XX, y en particular la trilogía que tiene como protagonistas a sendas cholas llamadas, todas ellas, “Claudina”, esto es: En las tierras del Potosí, de Jaime Mendoza, La Miskki Simi, de Adolfo Costa du Rels, y La Chaskañawi, de Carlos Medinaceli, aunque esta última novela sólo la conocerá el público en los años 40. Romero las lee para investigar las nuevas “sensibilidades” -creencias, actitudes, hábitos- producidas por las grandes transformaciones económicas, sociales y políticas que coincidieron con el cambio de siglo. El punto crucial de estas mutaciones en todos los órdenes sociales tiene naturaleza sociológica y étnica: se trata del desplazamiento de las élites blancas que tuvieron a su cargo la conducción del país durante el siglo XIX, que se ubicaban geográficamente en el sur del territorio y cuya expresión política más acabada era el conservadurismo, paralelo a la insurgencia del norte cholo, que encontró la victoria con la revolución liberal de fines del siglo XIX, pero que se remontaba al belcismo de mediados de este siglo.
Esta revolución política y geopolítica expresa y a la vez genera dos procesos sociales simétricos: la caída de los estamentos “decentes” del país, que fueron perdiendo su papel predominante en una larga decadencia que se prolongaría hasta la Revolución Nacional y quizá hasta ahora mismo, y la generalización del “encholamiento”, es decir, de los encuentros sexuales y matrimoniales entre mujeres “decentes” y mestizos con poca prosapia pero enriquecidos por la minería estannífera o por la política del periodo liberal, por un lado, y de hombres “decentes” con cholas, las cuales aventajaban a sus competidoras de las clases altas por su independencia económica y moral.
Antes de Romero Pittari, el único teórico que se había tomado en serio la descripción e interpretación de estos procesos era Carlos Medinaceli, que además los vivió. Sin embargo, los mismos habían quedado ampliamente documentados en la literatura de principios de siglo, ya directamente, en los ambientes sociales y los personajes de los que habla; ya indirectamente, en los interrogantes existenciales y las actitudes filosóficas que las tramas de las novelas intentan exponer. La idea de Romero Pittari, entonces, consiste en encontrar y rescatar este sustrato, estas estructuras subyacentes, haciendo una arqueología que, en lugar de trabajar con tiestos y restos de edificaciones, emplee las novelas ya mencionadas.
Por supuesto, nuestro autor sabe perfectamente que se limitará a desenterrar las vivencias y percepciones de una élite no necesariamente característica, la de los intelectuales y escritores, lo que no ocurriría si, en cambio, se hubiera propuesto estudiar la movilidad social del periodo en términos cuantitativos o empleara fuentes de otro tipo, por ejemplo, registros civiles e inmobiliarios, periódicos, etc. Sin embargo, ciertos comportamientos sociales, especialmente los que son vergonzosos o contrarios a los usos establecidos, no aparecen fácilmente en un material, si se quiere, “objetivo”, y en cambio son mucho más evidentes en obras de ficción que pretenden ser realistas. Así observados, estos comportamientos pueden permitir inferir la situación de una clase, los cambios advenidos en esta situación y las relaciones entre esta clase y las otras, en especial las relaciones más escondidas, es decir, las simbólicas y las sexuales.
Un requisito para seguir la operación que realiza Salvador Romero es tomar en cuenta la característica originaria de la sociedad boliviana: su jerarquización en estamentos divididos por razones étnicas y profesionales, con los criollos que se ocupaban de la política y los grandes negocios, arriba, los mestizos que se dedicaban al comercio y la artesanía, al medio, y los indios, abajo. Esta formación inicial de la sociedad determinaría hasta fines del siglo XIX un relacionamiento entre grupos y personas, que en ocasiones sería paternalista, en otras, discriminador, y, en general, prejuicioso y sobre la base de estereotipos. Los bolivianos aparecieron en la historia como relativamente iguales en la teoría política y jurídica, pero profundamente desiguales en la mentalidad, en la observación y reflexión sobre sí mismos, y en las prácticas cotidianas. Esta contradicción indica la coexistencia de dos estructuras históricas distintas en un mismo lapso: la estructura estamental, que mandaba en la cotidianeidad y los sentimientos, y la liberal, que modelaba la racionalidad política y técnica.
Sin embargo, los estamentos bolivianos nunca fueron compartimientos estancos con fronteras imposibles de traspasar. La aparición, primero, y luego el crecimiento del estamento mestizo o cholo a lo largo del siglo XIX lo prueban fehacientemente. Las relaciones sexuales de grado o fuerza entre españoles o criollos varones y mujeres indígenas, fueron comunes durante la Colonia. Tan subrepticios como éstas, pero más generalizados, los intercambios culturales fueron constantes y modelaron una nueva identidad que ya no sería ni española ni indígena, sino algo distinto y al mismo tiempo fiel a ambos orígenes. En el punto de intersección y, por tanto, en el punto de mayor densidad sincrética, se generó lo “cholo”, palabra que no sólo designa un determinado elemento poblacional, sino mucho más que eso: una forma de ser y hacer, de socializar, de organizarse políticamente, una forma de vida y de expresión artística, y, si se quiere, un estilo. Lo “cholo” se constituiría en el núcleo de la identidad boliviana, transformándose, sin embargo, por su nacimiento espurio, clandestino, en un núcleo inseguro, habituado a negarse a sí mismo y pretender ser otra cosa, mirando con envidia a los europeos o a los indios, con los que procuraría confundirse. Si bien lo “cholo” es lo que define a los bolivianos, debido al racismo prevaleciente, los define en contra de sí mismos. Muchos de nuestros complejos surgen de aquí.
Fuente: Página Siete