08/11/2020 por Sergio León

“En la novela negra hay poca felicidad”

Entrevista a Luis H. Antezana

Por Gonzalo Lema

Luis H. Antezana J. nació en  Oruro en 1943. Es licenciado y doctor en letras por la Universidad Católica de Lovaina en 1971 y 1974, respectivamente. Obtuvo ambos grados  con “la más alta distinción”.

En 2013 fue declarado profesor honorario por la  UMSS y en 2015 fue distinguido como doctor honoris causa por  la UMSA. Entre otros, es autor de los libros: Elementos de semiótica literaria (1971), Álgebra y fuego. Lectura de Borges (1978), Ensayos y lecturas (1986), La diversidad social en Zavaleta (1991), Un pajarillo llamado Mané (1998) y Ensayos escogidos (2011).

– Pese a tu advertencia en Retorno y dispersión de La Chaskañawi (“es novela, no documento sico-sociológico”), yo la releo como estampa del país en las primeras décadas del s. XX. Me subyuga su narración tan de aquel tiempo (“Tarde de sol, paz de aldea”), me atrapa la nostalgia de paisajes que, pienso, ya no existen, y me conduele el amor (imposible, a priori) de la chola con el joven pueblerino educado en Charcas. Pienso que así era Bolivia. ¿A qué obedece mi obstinación? ¿A la magia de la novela, quizás, que cierra sus puertas conmigo adentro?

En última instancia, toda lectura es un acto de participación –o apropiación– personal. Así, quizá, tu manera de disfrutar La Chaskañawi respondería, por lo que indicas, a una tendencia (algo) romántica, de ahí esa nostalgia por el pasado –y sus paisajes–, y, por otro lado, respondería a una tendencia simbólica o representativa en tu manera de leer, de ahí esa sensación de pensar que “así era Bolivia”, como si la novela simbolizaría o representaría la “esencia” de Bolivia, allá, a principios del siglo XX.

 Todo esto es, por supuesto, hipotético. Seguramente, hay mucho de personal ahí, pero, también, no faltarían factores o hábitos literarios en esa lectura, es decir, también se podrían reconocer ecos o remanentes de tus lecturas previas o de tus hábitos de lectura. Históricamente, por ejemplo, el  romanticismo es algo del pasado, algo que pertenecía al siglo XVIII o XIX, digamos, pero, su perspectiva dominante, la de mirar con nostalgia al pasado, es una herencia que sigue presente en casi todo horizonte cultural. Todo tipo o medio de comunicación ha cultivado y aún cultiva esa perspectiva. 

“Todo tiempo pasado fue mejor”, como dice el célebre adagio. (Y, recordando el amor de Adolfo por Claudina, basta pensar en tangos o boleros para saber que su celebración o lamento es algo fundamentalmente romántico.) Por el otro lado, el uso (cotidiano) del lenguaje nos tiene acostumbrados a prestar mucha atención al carácter referencial (representativo) de las palabras y, de ahí, es casi automático, para todos, el leer realísticamente, representativamente, es decir, asumir que las palabras –orales o escritas– reflejan, de una u otra manera, la realidad, o, en el mejor de los casos, su “esencia”. Debido a ese hábito, todo buen narrador nos vende su mundo como si fuera absolutamente real, fantasmas y lugares imaginarios incluidos.   

– La Chaskañawi tiene mucho hechizo: nos retrotrae en el tiempo y espacio. Nos absorbe. ¿Crees que sucede lo mismo leyendo La candidatura de Rojas o alguna otra novela? Es decir: que debemos recordar que es novela nacional y no un documento sociológico…

Hay mucha tela que cortar en esa pregunta. Desde ya, en vínculo con la anterior pregunta, así como el romanticismo ha dejado su impronta en nuestras maneras de entender el mundo y sus hechos, literariamente, también el realismo y el naturalismo del XIX, han dejado la suya. 

En los últimos siglos, no hay que olvidar que hasta el descubrimiento de Kafka, digamos, una buena parte de nuestra atención lectora era fundamentalmente realista. Y así, bajo ese manto, muchas obras se consideran como documentos de lo que sucede o sucedió; el llamado “naturalismo” subrayó esa posibilidad al extremo. El célebre narrador omnisciente en tercera persona es uno de sus medios más conocidos para subrayar la “objetividad” (documental) del relato. 

Eso, por un lado, por otro, no hay que olvidar que casi siempre leemos hacia atrás, aún en una obra inmediatamente contemporánea –salvo al escribir– quizá, nunca leemos “en presente”. Consecuentemente, a las obras más o menos lejanas en el tiempo tratamos de entenderlas en su tiempo y, por tanto, de una u otra manera y según los casos, les atribuimos un cierto valor documental. 

Pero, no debemos olvidar que, a diferencia de los libros de historia, lo que llamamos “imaginación” juega un papel fundamental en literatura. Conrad hasta descartaba la “invención” en literatura, subrayando la importancia de la “imaginación”. 

No falta una cuota de imaginación en los libros de historia, dicho sea de paso, pero, en ese caso, se trata de algo secundario, antes están los documentos, en cambio, a la inversa, aunque no faltan, en literatura, los aspectos documentales suelen ser hasta aleatorios. A veces, los caminos se cruzan, pues, no faltan esos momentos en los que, como se dice, “la realidad imita al arte”.      

– Hace años que no releo Raza de bronce, de Arguedas. Tengo muy buen recuerdo de esta novela. Su lectura es distinta, sin embargo. Se sueña, se imagina, pero se conserva la distancia libro-lector. Sin embargo, la novela genera indignación y solidaridad con el indio y sus condiciones de vida por entonces. Interpela de forma contundente. ¿Qué sucede con esta novela? ¿Se la lee, o leyó, de manera parecida a La Chaskañawi?

 Supongo que no faltaría alguien que leería La Chaskañawi como obra de denuncia, pro o contra el encholamiento. Sería algo quizá exagerado, pero, podría suceder. En cambio, Raza de bronce, casi de partida, se la lee como una obra de denuncia social. Hasta se la considera el punto de partida del indigenismo en la novela andina, en particular, y hasta en la narrativa latinoamericana, en general. 

Pero, cuando se considera su horizonte de recepción, esa posible denuncia social supone un tipo de interlocutor necesariamente letrado, no en vano Raza de bronce es una novela escrita. Si volcamos la mirada hacia su horizonte de recepción (“letrado”) inmediato, es decir, cuando se publica y difunde la novela, a principios del siglo XX, es obvio que sus lectores eran los criollos alfabetos (castellanohablantes), no estaba dirigida hacia los indígenas de esas épocas… 

Y, ahí, su mensaje de denuncia varía: resulta en una llamada de atención, en una advertencia a la oligarquía dominante, una advertencia que, por ejemplo, diría: “Tratemos mejor a los indios, caso contrario, van a quemar nuestras haciendas”. Por estos lares, la Reforma Agraria habría alterado esa advertencia inicial y, quizá, por ahí, se generaliza su capacidad de denuncia, de llamada de atención. Curiosamente, ese tipo de literatura (“indigenista”) ya no se practica, Lara habría sido su último exponente. Quizá, hay bastantes datos al respecto, esto se debe a que los indígenas ya no necesitan que los criollos hablen en su nombre…  

– Hace poco he releído tu ensayo Fútbol y novela negra. Y también he visto una pequeña serie sobre el club Barcelona actual. Creo que su lectura terminó de ponerme triste en estos días de pandemia. Sabemos de tantos jugadores jubilados “perdidos” para el resto de su vida; pero quedé pensando en aquellos que hicieron todas las divisiones y no llegaron al debut. Vidas rotas, diría. Unas más que otras, por supuesto. ¿Por qué se vinculó este deporte con la literatura negra? ¿Acaso porque esta literatura no se alimenta de la felicidad?

Cierto, en la novela negra hay poca felicidad, salvo, tal vez, aquella que el detective privado o el comisario de policía podría sentir al resolver un caso y capturar al culpable. En el fútbol, en cambio, abundan las felicidades, basta pensar en los hinchas celebrando un gol o, mejor, un campeonato, hasta organizan celebraciones nacionales en el caso de los campeonatos mundiales. 

¿Por qué, entonces, relacionar fútbol con novela negra? Sobre todo, porque la novela negra propiamente dicha, aquella que abunda en crímenes y hasta en series de crímenes, muchas veces horrendos, permite apuntar, entre otros, hacia el lado oscuro del fútbol, el de la violencia que también acompaña a este deporte y cuyo actor más evidente son las llamadas barras bravas, las que no escatiman formas de violencia dentro y fuera de los estadios. Los medios de comunicación suelen maquillar –y hasta ignorar– esta otra dimensión del juego, pero, ahí están, parte, quizá, de la articulación del juego con el resto de la sociedad y sus más negras pulsiones.

– La gente queda boquiabierta cuando repara en la cantidad de series policiales que la TV oferta; sucede lo mismo cuando se entera de las miles de novelas que existen en varios idiomas. ¿Por qué gusta tanto el género? A mí, en lo particular, por su capacidad de denuncia, porque descubre lo que la gente “decente” esconde (pienso en Chandler) debajo de gruesas alfombras. Pero seguro que existen razones de mayor importancia…

En alguna parte deben existir estudios psico-sociológicos de la recepción de las series policiales en televisión. No los conozco directamente. O, por lo menos, sin duda, existen estudios de mercadotecnia sobre este tipo de series, porque, en este universo, las empresas siempre estudian el mercado posible antes de lanzar sus productos. 

Y, por lo visto, el mercado debe ser potencialmente enorme dada la cantidad de series negras que, como notas, ofrece la TV por cable: hay, por lo menos, tres canales que ofrecen este tipo de series durante las 24 horas del día (!) y, eso, sin contar que otros canales ofrecen series de ese mismo tipo, por lo menos, una o dos veces por semana. 

Leí, alguna vez, que el mercado tradicional del “cine negro” se había desplazado del cine a la televisión y, ahí, las series resultaron ser el medio más exitoso, ergo, más rentable. Que los crímenes y la violencia sean objeto de atención o entretenimiento masivo no debe sorprendernos tanto, basta pensar que las noticias cotidianas abundan en ese tipo de temas (guerras, golpes de estado, actos de terrorismo, crímenes, desastres naturales, pandemias, etcétera), y, eso, sin contar con Internet o, más directamente, con la llamada ¨prensa amarilla¨ que, por principio, se ocupa de actos criminales y afines. Toda esa atención mediática algo debe tener que ver con lo que se podría llamar, copiando a Unamuno, el (perverso) “sentimiento trágico de la vida”. 

Jugando un poco, la diferencia entre las noticias “amarillas” y las series policiales sería el fin, el desenlace: normalmente, en las series policiales, tarde o temprano, se encuentra al culpable y, a menudo se lo castiga –hasta lo liquidan directamente–. No sucede lo mismo con las noticias: a la inversa, en general, nunca acaban su posible trama, simplemente, cambian de tema, de acuerdo a los nuevos sucesos.  

– Después de Edgar A. Poe, inventor del género policial, se escribe masivamente, pero todo indica que, desde principios, el género se desarrolló estigmatizado como subliteratura hasta el día de hoy. Debido a esa razón, me gusta que en la literatura latinoamericana no exista el estante para policiales y que estas novelas estén con las demás. Primero son novelas, por lo tanto, y, segundo, “con trama policial”. ¿No es mejor así? Recordemos que muchos autores escriben, más bien, género… Sangre desde la primera página…

En general, la novela policial es, primero, eso, literatura de masas (pulp, como se dice) y su oferta es astronómica. Es una forma literaria –muy barata– para ser leída como mera distracción, por ejemplo, mientras se viaja por subterráneo o por tren hacia o desde el trabajo. Una novela por viaje y… chau; de ahí lo de sub-género. Con todo, en su historia, aquí y allá, en plena marea pulp, no han faltado obras de auténtico valor literario, como, ya clásicamente, se reconoce, por ejemplo, a las de Raymond Chandler. 

En la literatura latinoamericana, es cierto, la diferencia no es tan marcada. Esto se debe, creo personalmente, a que, desde muy temprano, grandes autores se han dedicado, sea puntualmente, al género, notablemente, Borges (¡La muerte y la brújula!), por ejemplo, quien no sólo se dedicó a difundir el género sino, entre otros, junto a Bioy Casares escribieron las aventuras carcelarias de don Isidro Parodi. 

En esa vena, últimamente (2018), como obra póstuma, se ha publicado el libro de cuentos policiales Los casos del comisario Croce de Piglia –donde no falta un cuento homenaje a, precisamente, Borges–. Tu observación es correcta, por estos lares, la literatura es literatura y, ¿por qué no?, el tema puede ser policial.

–  Creo que es posible afirmar que la novela policial es típicamente urbana, ¿verdad?, por lo menos hasta hoy. A propósito, ¿es Felipe Delgado, de Jaime Saenz, la novela que convierte la ciudad en personaje? Seguro que más de una se desarrolla en ciudad desde antes, pero en esta novela la ciudad tiene entrañas palpitantes y un corazón que late para vivir o ya para morir, y participa activamente con Felipe y sus amigos…

Urbana, sobre todo, la literatura policial no necesariamente es de urbe o ciudad grande sino, también, de ciudad chica o pueblo, como en las aventuras de Montalbano (Camillieri) en Vigata o las del Padre Brown (Chesterton) en su parroquia. 

Hay otros escenarios, como los de la llamada novela policial “antropológica”, pero no son parte de una cualquier tendencia dominante; hace años leí un par de novelas con un detective indígena norteamericano, resolviendo crímenes en su comunidad con criterios derivados de su cosmovisión.

Si entiendo bien, tu mención a lo urbano en la novela policial te sirve de puente para acercarnos a Felipe Delgado donde, ciertamente, La Paz de Saenz puede considerarse, más que un mero entorno o contexto, todo un personaje, con vida y personalidad propias, se diría. Además, porque es difícil evitar las asociaciones directas, otras obras saenzeanas colaboran a “vitalizar” esa ciudad, notablemente, su Imágenes paceñas que se publica prácticamente al mismo tiempo. Y no habría que olvidar Los cuartos o Vidas y muertes.

Fuente: Letra Siete