Por Sara Malagón
Muchas veces, una cree que encuentra un libro. En mi caso, puedo decir que la mayoría de libros que he amado me han encontrado a mí. El rehén, del boliviano Gabriel Mamani Magne, es uno de esos. No es común hallar un libro en español de un autor nacido en Los Andes en una librería de New Jersey. Es menos común todavía encontrar el libro justo encima del libro que estabas buscando.
Como si existiese algo llamado destino, ese libro de tapa anaranjada en el que resalta una combi en blanco y negro se superpuso, al menos en contenido, al libro de crítica literaria que andaba buscando. Se superpuso, primero, en la librería. Más tarde lo haría con el correr de los días, al darme cuenta de que lo que encontraría en sus páginas me servirían más para este oficio de crítica literaria que un libro, justamente, de crítica literaria.
El rehén es de esas novelas que, aunque breves, igual que un amor de verano, dejan marcas que una siente más fuertes que aquellas producidas a lo largo del resto del año. Las páginas de Mamani Magne son de una velocidad demoledora, no apta para masticadores lentos de literatura. Mucho menos para esa gente que cree que escribir bien es escribir por términos grandilocuentes. Y en esa velocidad, encontramos un registro poético muy propio de estos tiempos; hay belleza y amor en un matrimonio de diez años como en una relación libre de dos semanas.
El libro cuenta la historia de Cristian y su hermano Tavo, quienes son víctimas de un falso secuestro por parte de su padre. Ya desde las primeras páginas, el ambiente paceño del mundo de los conductores de transporte público chasquea en los oídos de la lectora y el tonelaje de un autor aún joven se siente en el estilo y los recursos literarios.
“Papá se emociona, pero su rostro no. En sus ojos hay algo, en qué ojos no lo hay. ¿Fuego? Un volcán que una vez quiso hacer erupción pero que se congeló gracias al hielo de un invierno que nunca tuvo fin. Igual que el Illimani. Papá es un Illimani sin la vaina poética. Frío, grandote, collísima, distante. Papá es la anticumbia”.
Con el manifiesto poético y pintoresco bien establecido desde la página 13, el lector solo puede esperar un juego muy similar al del mexicano Julián Herbert; les hablo de una mezcla de poesía y transgresión, de belleza y vulgaridad. Cada uno de esos elementos bien combinados en la alquimia literaria.
Por un lado, ojalá hubiera sido así. Por otro lado, es una suerte que el autor haya tomado otros rumbos a partir de las siguientes páginas. Si en la primera parte el autor nos acostumbra a tajos emocionales, como cuando la madre de los niños, una mujer que decide independizarse al conducir su propio “carry”, compra su primer coche: “… y ahora derrapa cuando quiere y paga coimas cuando puede y vocea los destinos con esa voz tan de Paquita la del Barrio… Y lo hace como si invocara a su propio Destino, el con mayúsculas, y nosotros –los pasajeros de su vida, mi hermano y yo– (…) la vemos traquetear con un ritmo de llama”; más adelante Mamani toma otros rumbos, unos caminos que yo, como lectora y hasta aquel momento enamorada del estilo, de los personajes y de la rebeldía de la madre, deseaba seguir surcando.
Pasan las páginas y El rehén se aleja de ese mundo paceño en el que suena la cumbia, los borrachos machistas se pelean por una mujer y las letras danzan traviesas sin decidirse a qué ritmo le hacen homenaje, y toma el atajo de Chandler: el misterio, la sangre, el alumbramiento de un thriller.
No voy entrar en spoilers. Sólo diré que, en un momento dado, la novela gira en cuanto al estilo y al punto de vista. El rehén deja de ser una historia centrada solo en los padres y se convierte en, como en algún momento dijo el chileno Zambra, en “la literatura de los hijos”.
Las palabras cambian, aumentan la velocidad, se vuelven cortantes sin dejar de lado la ternura. (Qué oración tan guevarista de mi parte). La prosa de Mamani, así, muestra una versatilidad ya detectada en otros textos suyos, como el cuento “La noche llegaba más tarde” y la crónica “En busca de Cristo” (ambas disponibles en la red). El thriller, a su vez, alberga otro thriller: un secuestro intestino y gatuno. Noventa y ocho páginas para contener tanto. Noventa y ocho páginas en las que una mira el Illimani de La Paz, mira sangre y lágrimas, descubre un minimundo gobernado por niños (he aquí un guiño al Señor de las moscas y The Maze Runner), asiste al descubrimiento de la maldad infantil, contempla la irreverencia de una mujer que quiso ser chofer y nunca más copiloto, se empapa de una Bolivia en apariencia exótica pero, si una observa bien, muy similar a cualquier otro rincón latinoamericano.
He leído reseñas en las que se habla mucho del mundo “minibusero” y “popular” que se aborda en el libro, como si éstos fueran los ingredientes más importantes de la obra (el elemento folklórico, ese que le encanta a quienes poco conocen las profundidades de nuestra América). Y es en este instante, como siempre en casi todo lo que escribo, que recuerdo a Angela Davis, que decía que a los ricos o a los que se creen ricos siempre creen que las historia de “los otros” son historias de miseria, como si al hablar de la puerta de un negro o una mujer indígena en la mente del privilegiado automáticamente se apareciera una puerta desportillada o de zinc, a punto de desprenderse.
Mis hallazgos vuelan otros vientos, a lo mejor alejados de la propia idea del autor y de lectores más autorizado que yo. Veo en El rehén, más que un fresco de un determinado lugar en el mundo, un desnudamiento de la familia. Sea Colombia, Brasil, Bolivia o cualquier país de este invento llamado América Latina, las familias son un (des)compuesto en el que hierven los problemas sociales que más tarde son pensados (recién) por los gobernantes y “recuperados” por la prensa y las ciencias sociales. Me acuerdo de Pilar Quintana. Me acuerdo de Cristina Rivera Garza. Recuerdo todas las historias sobre familias, literarias o no, y la costura que una a El rehén con todos esos relatos es la ceniza de un grupo de personas que comparten la misma sangre. Hablo de “ceniza” porque al momento en el que escribo esto esas familias, o muchas de ellas, ya se han desmoronado, incendiando, sea por causas económicas, sea por el machismo, sea por violencia sexual.
Cristian y Tavo, al igual que sus padres, son seres de tinta que habitan unas páginas en las que las cenizas de una familia desmoronada por la violencia, las deudas, la dejadez y el alcoholismo se mecen como hojas secas en el otoño. La belleza de El rehén se acuña en las aventuras de unos niños no tan niños que se atreven a vivir pese a todas esas cenizas.
Como cuenta el narrador de la obra, al pasar sus páginas, una debe aprovechar la situación “para llorar por otras cosas, una cascada de lágrimas en la que confluían dolores mucho más grandes”. Y en verdad que he aprovechado.
Fuente: La Ramona