12/07/2023 por Sergio León

El peregrino y la nieve

Por Guillermo Ruiz Plaza

El árbol, el viento, la lámpara, son algunos de los símbolos más recurrentes y significativos en la poesía de Eduardo Mitre. Pero es la nieve la imagen privilegiada de un pensamiento que se enfrenta sin descanso a la meta última de la poesía: lo inefable. En “La nieve” (revista Letras libres, 2015) leemos:

Se ha puesto el cielo a nevar
por primera vez
como siempre,

y yo, en la vejez, a pensar
que aún no he escrito
un libro sobre la nieve.

Sin embargo, ese libro existe y es legible a lo largo de toda su obra poética. Insoslayable, la blancura nieva sobre sus palabras, las nutre y, a la vez, amenaza con borrarlas. Ya desde su primer libro, Morada (1975), la blancura adopta múltiples formas y funciona como un fiat lux (“hágase la luz”) a través del concepto de “lo blanco”, que alumbra y revela la presencia del mundo:

            De lo oscuro a lo claro

            El alba tensa

Su

A

r

c

o

Sa

l

t

a

s

De lo blanco

¿Por qué no hablar aquí, entonces, del concepto de lo blanco? Porque la poesía de Mitre es terrenal, cotidiana y tangible, y la nieve, una imagen axial que en más de una ocasión se erige como el soporte y el sustento mismo de la escritura:

En la ventana:
la nieve extendida
como tú en el sueño,
absorta
como mis ojos sobre la página.

(“Casi la dicha”, Líneas de otoño)

París, invierno de 1980
Queridos pájaros ausentes
Barrios de nieve
(…)
Cae la nieve
nieva silencio
Así ha de nevar –ya está nevando–
También el olvido

(Razón ardiente)

Continua

mente

instantánea

nieva por primera vez siempre:
como se miran los que se aman.

Nieva como la única cosa
real que sucede.

Y corren los niños para tocarla
y tras ellos las palabras
frágiles como la nieve
pendiente

de una mirada.

(“Escrito en blanco”, Líneas de otoño, 1993)

Como la nieve, la poesía revela la realidad al tiempo que la oculta, y la distancia insalvable entre la escritura y el mundo, el lenguaje y el silencio, se materializa como una ausencia palpable en el paisaje de la página:

Cortesía desmesurada
El silencio se inclina
Y me cede la palabra

Avergonzado
Escribo: Itea, verano de 1970

En este sentido, la poesía concreta de sus primeros libros juega un papel importante: al multiplicar los blancos tipográficos acoge el silencio, lo moldea y lo hace protagónico. El discurso llega incluso a ceder ante lo inefable:

Suavemente
Nos va conquistando
La

La luz, el silencio, la página en blanco y hasta las sábanas, donde los amantes “buscan el oculto rostro del ser”, son avatares de la nieve, es decir, refugios de la presencia. Sin embargo, sería imposible figurar lo indecible sin el decir y esta poesía dice la nieve (el ser que anida en ella) justamente porque la calla y se rehúsa a mancharla. Así en “La visita”, uno de los poemas más hermosos de El paraguas de Manhattan, que transcribo íntegramente:

Ha vuelto sin anunciarse
y está en todas partes

Salgo a su encuentro:
blancura destellante.

A cada paso
explosiones de silencio.

Poco a poco
me va cubriendo por dentro.

Ya a punto de transfigurarme
en un árbol o en un ángel,

el paso de una mujer,
el roce casual de su pelo

encienden el pedernal del deseo,
disipan el sortilegio

y vuelven
a fundar la ciudad,

a plantar mi cuerpo
en las calles y el tiempo.

Símbolo de lo sagrado, la nieve no solo no puede ser dicha, sino que, además, antagónica a “las calles y al tiempo”, es decir, a lo profano, lleva al yo poético a los límites de una revelación ontológica, de una plenitud mística. Esta experiencia espiritual, sin embargo, no debe entenderse como una evasión, sino, al contrario, como un acercamiento al corazón ardiente de lo real. ¿No leemos acaso, en Morada, que “No hay más ascensión que hacia la tierra? En lo inmanente, en la textura misma de lo cotidiano, el instante se abre de pronto y, “lo que dura un fósforo” (“El santo”), nos deja atisbar “el oculto rostro del ser”. Pues la poesía de Mitre está en constante búsqueda de “la palabra digna / de tanto don, tanta gracia” (“Casi la dicha”) y se sitúa en la frontera entre lo sagrado y lo profano, la celebración y la elegía, al borde de una revelación inminente. Como anoté en Eduardo Mitre y la generación dispersa (2013), esta poesía es, entre la plenitud y la penuria, la experiencia íntima del mundo según el movimiento pendular del deseo. Tensión igualmente palpable en otros ámbitos, como el erótico:

Sobre el tiempo intacto
nuestros cuerpos tendidos
expuestos al vacío
melancólicamente plenos.

(“Húmeda llama”, Líneas de otoño)

Multiforme y polisémica, la nieve parece concentrar todas las tensiones de la poesía mitreana. Es la cifra de una lucidez implacable que cuestiona el lenguaje poético al tiempo que lo justifica. Es la levedad fértil del instante y la huella de las destrucciones del tiempo, la manifestación del ser y la confirmación de su ausencia en el poema. Puente efímero entre lo sagrado y lo profano, se erige como la imagen misma de la poesía y tal vez incluso de la vida. Pues “lo blanco” es también el blanco, es decir, la meta. Y no cabe duda de que la poesía de Mitre, lejos de ser puramente contemplativa, nos invita a vivir con plenitud, a sentir otra vez asombro ante el mundo y a dar el salto vertiginoso hacia la presencia, el goce, el tacto y la experiencia. Un llamado que resulta imperioso en el mundo ultra conectado y cada vez más virtual en que nos desenvolvemos. Dicho esto, como nuestro querido y lúcido poeta, prefiero retirarme ahora y dejar que el misterio de su poesía resplandezca en toda su desnudez:

Mejor no la embarro,
retiro la mano y me quedo
–como el mirlo
bajo el alero–
mirándola
nevar en silencio
sobre la tierra sangrienta
y la página en blanco.

Fuente: Suplemento El Duende