01/13/2015 por Marcelo Paz Soldan
El cuarto que habitaba René Bascopé Aspiazu

El cuarto que habitaba René Bascopé Aspiazu

Bascope

El cuarto que habitaba René Bascopé Aspiazu
Por: Omar Rocha Velasco

Las ciudades se van construyendo simbólicamente desde sus narrativas y expresiones artísticas. Esas construcciones, hechas de palabras e imágenes, no son una mera descripción de lo que por una ciudad discurre, influyen en la manera de habitar y morar ese espacio, tienen la capacidad de establecer “sensibilidades”, desplazamientos y miradas. Las ciudades, a partir de sus relatos, son soñadas, queridas, temidas, odiadas, o inalcanzables. Esa fuerza simbólica es capaz de imponerse para así construir las verdaderas, las reales, las concretas ciudades en que vivimos.
Cada ciudad tiene ciertas imágenes que la gobiernan, tiene su impronta, su marca, su aura, en palabras de Wálter Benjamín. Así, Lisboa es la ciudad fundada míticamente por Odiseo, la ciudad de los viajeros, la ciudad que mira de frente al mar y observa en él las posibilidades del navegar. Granada es la ciudad que reúne culturas, que fusiona lo musulmán con lo católico, es un punto de confluencia donde se respira un aire moro y un aire católico. La impronta de Potosí es el pasado colonial, es la ciudad por la que circulan, desde hace tres siglos, un conjunto de narraciones que se imponen al paso del tiempo y que reaparecen insistentemente a la hora de representar el pasado, el presente y el futuro. Las narraciones mencionadas tienen su origen en la Historia de la Villa Imperial de Potosí, escrita por Bartolomé Arzáns de Orsúa y Vela en el siglo XVIII. Este texto además de dar a conocer la vida colonial del momento, recoge un imaginario que viene de tiempos ancestrales y va acompañado de sucesos extraordinarios producidos por una particular forma de habitar ese espacio íntimamente relacionado a la explotación del famoso cerro que le dio nombre y fama a la ciudad. ¿Cuál es el caso de la ciudad de La Paz?
Escritores como Arturo Borda, Jaime Saenz, René Bascopé Aspiazu, Adolfo Cárdenas, Víctor Hugo Viscarra y otros nos sitúan en el umbral de una forma de conocer la ciudad donde se descubre “una cara que se muestra y otra que se esconde a nuestros ojos”.
La obra narrativa de René Bascopé Aspiazu parte de una mirada nostálgica que lo conduce a transitar por conventillos, a descubrir lo que está detrás de una mancha que ha dejado la lluvia en una pared, o a interrogar el recuerdo de una conversación en el tercer patio. Cada cuento y cada una de sus novelas es un pequeño capítulo de una escritura más grande. Cada historia es el ingreso a uno de esos cuartos independientes e interdependientes que constituían los antiguos tambos y que ahora alojan a un sinnúmero de familias y almas solitarias que conforman una convivencia llena de sorpresas.
Cada relato es una mirada nostálgica desde la ventana, puerta o interior del cuarto, según se mueva la narración. El cuento Niebla y retorno expresa en la frase de la abuela del protagonista toda una poética o forma de encarar la escritura: “ella sabía que mis primeros años no eran solo ceniza”. Los objetos —una pila que servía a todos los vecinos, por ejemplo—, las personas, los cuartos, son generadores de una escritura que se sostiene en recoger aquello que la ciudad ofrenda desde una falta, una pérdida, un vacío poblado. La escritura no es un mero recuerdo —la abuela es la que casi siempre instaura los recuerdos—, se trata de un intento de eternizar imágenes y sensaciones, prolongarlas hasta “alcanzar insospechados límites”.
La narrativa de Bascopé está centrada en la ciudad de La Paz, ésta se le impone como una exigencia de creación. Dos importantes versos suyos, referidos a la muerte, señalan el camino, “la muerte no habita en el silencio / el silencio es huésped de los rincones donde crece el musgo” (1ra estación). La muerte habita en la bulla de los patios y en la puerta cerrada con candado ensarrado. Bascopé Aspiazu cree que la posibilidad de ser “artista” está en relación a una especie de fusión con la ciudad de La Paz, en otras palabras, ser artista, escritor en el caso específico, es adscribirse y ceder a los caprichos de la ciudad misma.
Los personajes de Bascopé Aspiazu habitan pedazos de ciudad que aglutinan la totalidad: caos, vecindad de minucia, vida y muerte. La ciudad de La Paz misma se hace carne en estos personajes que son seres formados, malformados y deformados por ella. El otro lado de la ciudad que Bascopé Aspiazu nos muestra, tiene que ver con creaciones de la propia ciudad: artilleros, prostitutas y locos, pero también con el vals que se baila en un matrimonio, la mancha en el cielo raso, o el paso acongojado del sastre que no puede tener hijos.
En el caso específico de La tumba infecunda, el mayor Constantino Belmonte es un personaje complejo que va desplegando su memoria a partir de fotografías que dispone ordenadamente sobre las paredes de su cuarto. El transcurso melancólico de la memoria lo lleva por su infancia en Irupana, población situada en Los Yungas del departamento de La Paz. Allí tiene la experiencia de ser aprendiz de brujo del viejo Bengurias, quien lo inicia en artes oscuras relacionadas con la selva y los animales.
Belmonte, entonces, vive una infancia mágica, repartida entre el amor de su madre, el descubrimiento de la presencia de la muerte, el primer enamoramiento —que jamás podrá borrar de su memoria— y el paso de un cometa que tiene sumida a la población en una profunda oscuridad a la que se va acostumbrando de a poco. Ya en la ciudad de La Paz, Belmonte se relacionará con los márgenes y las orillas, vivirá con esa “logia de miserables” y prostitutas que le otorgan un conocimiento distinto de la ciudad.
El mayor Constantino Belmonte obtiene su grado militar en la Guerra del Chaco, es parte de esa soldadesca que vuelve de la guerra desconsolada, triste, sin oficio y sin horizonte. Es uno de los “artilleros” que deambulan por los basurales —el término surge, como el propio Bascopé cuenta, a la vuelta de los soldados de artillería y que no tienen otra que dedicarse al alcohol—. Escojo un relato/imagen que configura a este personaje y contribuye a la imaginación histórico-literaria de la ciudad de La Paz:
“Precisamente por una especie de azar, o quizá designio inapelable, años después Constantino sintió que había llegado su hora de ir al Cementerio de los Elefantes, junto al enano Margarito. Éste presintió lo mismo, y así ambos decidieron, después de haber pasado una noche tristísima en el basural donde se conocieron, en medio de las despedidas de sus cofrades y el llanto de los perros flacos que los acompañaban, que era imperioso dirigirse hacia allá cuanto antes. Eligieron el viernes, porque ese día es de la pasión, conscientes de que la noche aquella de tristeza y balbuceos había sido algo como la del Huerto de los Olivos” (p. 54).
El cementerio de los elefantes es el lugar al que los indigentes y alcohólicos van a morir, el que ha decidido acabar con su vida bebiendo se encierra con un balde de alcohol en una habitación y espera la hora. Historias parecidas (matices más, matices menos) las podemos encontrar en textos de los escritores Jaime Nisttahuz y Víctor Hugo Viscarra, y también en la película El cementerio de los elefantes (2008) de Tonchy Antezana. Tampoco hay que perder de vista los textos de Jaime Saenz sobre la figura del aparapita de la ciudad de La Paz o los avatares del personaje el Loco de Arturo Borda. Estos textos convergen en zonas y gestos del aislamiento social, proponen un imaginario cuyo espacio es la marginalidad y la indigencia, una cara que se muestra y otra que se oculta al mismo tiempo.
En La tumba infecunda los detalles se convierten en signos de un próximo destino, esa es la condición y dignidad de los personajes. La vida de Constantino Belmonte fue desde el principio un conjuro a los signos de la muerte: Hace llorar a los sapos y para evitarlo tiene que aprender el arte de la brujería. Decide morir en el cementerio de los elefantes, pero es salvado por un grupo de prostitutas y se convierte en el sepulturero de sus fetos. Es un potencial suicida en la Guerra del Chaco, pero encuentra los enigmas de Santo Tomás y se salva. Finalmente, encuentra un perro muerto y escucha el gemido de las moscas anunciando su muerte, eso lo lleva a la determinación de construir una tumba fastuosa para desquitarse de la vida en la que había sido siempre un desecho.
El modo subjuntivo predomina en esta novela y configura esos encuentros azarosos que decretan los acontecimientos o se abren a infinitas posibilidades:“Si al doblar el último recodo del callejón que lo conducía a su cuarto no hubiera tropezado con un perro muerto, negro, pequeño, cubierto con un nailon sucio del que sobresalían las patas traseras y el hocico, y si las moscas, al espantarse del cuerpo yacente, no hubieran producido un gemido nítido, parecido a un suspiro, ese jueves habría sido uno de los días más gloriosos y rotundos en la vida del mayor Constantino Belmonte” (p. 23).
Sería un error calificar la narrativa de Bascopé como una aventura “épica” que cruza las fronteras de lo social y lo urbano llevándonos a explorar tierras novedosas, no descubiertas. La insistente oscilación en el borde —y aquí se vislumbra ese movimiento de dos caras— nos muestra que el abismo no es ni eterna, ni necesariamente un espacio vacío. Está habitado por aquellos que poseen la llave de sus secretos —las prostitutas en su desplazamiento de la
Conde Huyo a Caiconi trazan y cambian los destinos de la ciudad y viceversa—. Esta visión de La Paz convoca a los colores del adobe mojado, los sonidos de la ciudad después de la lluvia, los juegos de los niños en el patio, la señora separando el cabello para hacerse una trenza, el señor a punto de echar agua al inodoro, todo cobra una significación diferente, claro, vistas las cosas desde la calle del conventillo, donde está el patio, desde donde se ve el cuarto que habitaba René Bascopé Aspiazu.
Fuente: Tendencias