05/19/2023 por Sergio León

El Chueco en el Chaco

Por Luis Carlos Sanabria

El cronista heroico de una guerra estúpida
Un joven de mediana estatura, tez morena y un delgado bigote sobre el labio camina por las calles de Villazón, pequeña ciudad fronteriza al sur oeste del altiplano de Bolivia. A pesar de la frescura de la hora, gente que vive del comercio con la vecina ciudad argentina de La Quiaca se mueve irrestrictamente cruzando en vaivén la línea que separa ambos países, acarreando mercadería.

El joven, con mirada seria, rostro orgulloso y sonrisa desafiante, enciende un cigarrillo. Necesita terminar de sacudir el sopor de sus músculos, que aún están un tanto adormecidos por el frío altiplánico. No es consciente de que, en poco tiempo, su cuerpo extrañará la sensación de frescura del aire de la puna. Necesita también terminar de quitarse el cansancio acumulado de dos días de viaje en tren, desde la sede de gobierno en La Paz, 800 kilómetros al norte en el altiplano.

Corre la segunda semana de febrero de 1933. Desde hace un año que los ejércitos de Bolivia y Paraguay se encuentran combatiendo en la zona del Chaco Boreal (sudeste boliviano, noreste paraguayo). Una guerra que se disputa por definir la soberanía sobre un terreno hostil y estéril. Augusto Céspedes, abogado de 29 años que ejerce de periodista, marcha al teatro de operaciones por una invitación del Ministerio de Guerra de Bolivia. La susodicha oficina gubernamental consideró oportuno convocar a corresponsales de prensa a cubrir las “victorias” del ejército boliviano, para elevar la moral en la población. Ejercicio que no resultó precisamente como lo imaginaron sus artífices.

La delegación que partió de La Paz está compuesta por los periodistas: Francisco Villarejos, apodado Pancho Villa1 y enviado por Semana Gráfica; Guillermo Céspedes Rivas, corresponsal de La Razón; Rodolfo Costas, de Radio Nacional; y Augusto Céspedes, corresponsal de El Universal.

El enviado de El Universal termina su cigarrillo y arroja la colilla a la calle de tierra sobre la que camina. Con el pucho expulsa de sí también el resto de cansancio, producto del largo viaje y de la mala noche en el hotel. La mala noche es culpa directa de su colega y amigo Pancho Villa. O, mejor dicho, a los ronquidos de fuelle endemoniado acusados a Villarejos.

Después del cigarrillo y el desayuno recorre un poco las calles de Villazón para tener elementos suficientes de reportería antes de continuar, en unas horas, su marcha al Chaco.

En los afanes por partir, cerca de las 11 de la mañana, como providencia de alguna deidad periodística, el grupo de corresponsales puede realizar su primera entrevista importante: se han encontrado con el capitán Germán Busch, a esa altura ya famoso por su valentía en batalla, que regresa a la línea después de unos merecidos días de licencia.

Después de la breve conversación se embarcan en camión y continúan viaje hacia Tarija. A pesar del traqueteo constante del vehículo, Céspedes intenta garabatear algunas ideas para su primer despacho. Aún está lejos de la guerra y no tiene claro cómo empezar a contar una aventura que aún no es tal. Decide apoyarse en el humor que se viene convirtiendo en su marca de estilo. Un humor que baila con ironía y que ya le ha traído más de un problema.

Ante la ausencia de cañonazos, enemigos y enfrentamientos, decide antagonizar con su colega Pancho Villa. A manera de venganza por la mala noche pasada, aunque siendo benévolo con el uso de su humor, escribe:

Villazón, en la frontera con Argentina. Hasta este instante, el acontecimiento más sensacional, apreciado no por el ojo curioso de los corresponsales, sino por sus oídos, ha sido la revelación de un vicio insospechado en una persona que parecía tan honorable como “Pancho Villa”. Este periodista aprovechó la primera oportunidad que tuvo de dormir con sus colegas en el Hotel para dedicarse a roncar alevosamente de 10 de la noche a 6 de la mañana.

Aún no lo sabe, pero este es el inicio de sus Crónicas heroicas de una Guerra estúpida, libro que publicaría poco más de cuatro décadas después, en 1975.

La arremetida contra Villarejos toma forma de proyectil verbal y anecdótico:

Sépase, pues, que Villa ronca con la más perfecta inconsciencia, de una manera insidiosa y estratégica. Calla en los momentos en que la indignación de los vecinos está aprestándose para silenciarlo mediante un proyectil de grueso calibre, por ejemplo, una bota. Y cuando el vecino tiene la ilusión de conciliar el sueño a favor del silencio, Villa inicia nuevamente el fuego, primero con algo que es como un silbido agudo que va creciendo luego hasta convertirse en un bufido indecoroso de rinoceronte furibundo.

Pudo más el deseo de dormir que la tolerancia periodística y la protesta de los corresponsales de guerra se tradujo en varios botazos arrojados a oscuras, uno de los cuales hizo impacto dos centímetros encima del cuerpo del delito.

Empero, por más que se divierte con la anécdota, sería un despropósito culminar su primera crónica con esta batalla imaginaria, así que procede a narrar su encuentro con el joven capitán Germán Busch Becerra. Céspedes no puede imaginar aún que ese militar sin miedo a la muerte sería uno de los modelos que usaría para crear un paradigma de identidad nacional, más adelante, en su rol de ideólogo del Movimiento Nacionalista Revolucionario y de la Revolución Nacional de 1952.

Céspedes no puede imaginar aún la trascendencia que tendrá la fugaz vida de Germán Busch, interrumpida por el balazo que él mismo se daría en la sien el amanecer del 23 de agosto de 1939, a los 35 años y en ejercicio de la presidencia del país. El dictador suicida titularía la biografía/homenaje que Céspedes escribiría sobre Busch y publicaría en 1956.

En ese momento, en el camión traqueteante que lo lleva a Tarija, solo puede evocar la noche que conoció a Busch, casi una década atrás, en una pelea callejera en las puertas de un lupanar en el barrio paceño de Chijini.

Al disponernos a partir hacia Tarija, a horas 11 de la mañana luminosa, veo cerca de un camión al capitán Germán Busch. Vuelve, después de su licencia, a la pelea de las armas en la que se ha revelado tan campeón como en la de los puños.

Le recuerdo, a este propósito, haberle conocido hace ocho años en la aventura nocturna en la cual un fornido amigo mío obtuvo un puñetazo de gran magnitud que le dio Busch y qué pasó exactamente a tres milímetros de mi oreja derecha.

Busch era entonces un cadete adolescente. Ahora sigue siendo un muchacho, delgado y elástico, lleno de fuerza interior. Su fuerza exterior no me he animado a confirmarla, por falta de un compañero con quién hacer el experimento. 

Años más adelante volvería a narrar este encuentro, aunque esta vez con más cinismo y lisonja. Se lee en El dictador suicida:

Entre idas y venidas por diversos locales, en una callejuela intentamos los tres presionar el ingreso a cierta guarida de la que salía rumor de gramófono y olor a viandas fritas, donde era fama que concurría hembras de aguerrida piel y costumbres. Tocamos la puerta y como no abrieran a los primeros golpes los aumentamos en intensidad y número hasta hacer un escándalo. Se abrió entonces la puerta y salieron varios cruceños hasta hacer un número más del doble de nosotros. El espíritu belígero de ambos grupos nos puso así, frente a frente, por el solo hecho de la impenetrabilidad física. Apoyados en Estrada no temimos el número de los adversarios y, cuando engallados iniciamos los desafíos, salió también del boliche un cadete uniformado, cuya delgadez y alta estatura se perfilaba entre las tinieblas de la callejuela. Violentamente echó a los lados a sus propios amigos y ocupó el primer plano. Cuando yo le enfrenté, apartóme con un manotón en el pecho que me hizo retroceder varios pasos y, como si nos seleccionase, se dirigió contra Estrada que confiado avanzó también contra él. Yo, naturalmente, dejé que mi amigo concluyera el asunto, pero antes que lo pensemos, el cadete disparó contra la cabeza de Estrada un puñetazo que hizo saltar chispas.  Hugo quedó desbaratado ante la sorpresa y entonces Escobar y yo, indignados por la alevosía, acometimos al cadete, acción tan difícil como la de intervenir en un huracán. El desconocido adversario nos apartó como a plumas y siguió abatiendo a Estrada. Sin el apoyo de nuestro campeón, fuimos divididos por el resto de los cruceños en dos series distintas de patadas y puñetazos. […] Indagamos al día siguiente por el nombre del peligroso agresor y se nos avisó que era un cadete camba2, llamado Germán Busch, que en rarísimas ocasiones andaba en jaleos por esos barrios, lo que no le impidiera pegar a otro atleta distinguido esa misma noche. Una verdadera promesa. Le vi poco tiempo después, de día: rubio, alto, bien recto, de cuello largo, fuertes pómulos y pupilas fijas en dos grandes círculos claros, como de animal feroz. Por supuesto reprimí todo deseo de renovar el entredicho.

No fui su amigo sino años más tarde, en la Guerra del Chaco.

Termina de apuntar sus borradores. El plan es llegar a Tarija, redactar/corregir la nota y enviar el despacho para su publicación. Se distrae observando el reflejo de la luna sobre el río al que acaban de llegar con la misión de vadearlo. Pero no pueden hacerlo, un camión que transporta heridos desde Nanawa, batalla que trascendió como la mayor carnicería del conflicto, se encuentra enfangado. El cronista sabe que es buena oportunidad para hacer reportería. Antes de quitarse las botas y pantalón para sumergirse en el río y dar encuentro al camión plantado, termina sus apuntes con la fecha del día: 13 de febrero de 1933.

De la guerra, su antesitos 
Ocho meses antes, el 15 de junio de 1932, el mayor del Ejército de Bolivia, Óscar Moscoso, al mando de una reducida patrulla de soldados, encendería la mecha definitiva de una guerra que se venía anunciando sutilmente desde finales del siglo XIX entre Bolivia y Paraguay. Los dos países mediterráneos de la región. Los dos países más pobres del subcontinente. Los dos países con heridas militares aún no del todo cicatrizadas por conflictos con sus vecinos. Países que, a pesar de tener tanto en común, desconocían mucho el uno del otro.

Casi un siglo después, aún lo hacen.

El tema de las fronteras entre Bolivia y Paraguay sobre la región del Chaco Boreal3 había sido un tema engorroso pospuesto desde incluso antes de la existencia de ambos países. Durante la colonia no fue una urgencia terminar de definir los límites entre la Real Audiencia de Charcas y la Intendencia de Paraguay. Finalmente se trataba de una zona inhóspita, de altas temperaturas y reacia a las exploraciones.

Mientras el siglo XIX siguió su curso, ambos países arrostraron con estoicismo los hados sangrientos de sus destinos: Paraguay sufriría la terrible derrota de la Guerra de la Tripe Alianza4 -contra Argentina, Brasil y Uruguay-; mientras que Bolivia enfrentaría a Chile en la Guerra del Pacífico5 y unos pocos años después pelearía la Guerra del Acre6, contra Brasil.

Sin embargo, la falta de límites claros en esta región había llevado a que las demandas de ambos países sean delirantes, pues ambos reclamaban para sí la totalidad del Chaco Boreal. Paraguay reclamaba como suyo el territorio hasta las orillas del río Parapeti7; mientras que Bolivia afirmaba que el vértice sudeste de su frontera se encontraba en la afluencia de los ríos Pilcomayo y Paraguay, a penas a unos pocos kilómetros de distancia de Asunción, la capital guaraní.

Para inicios del siglo XX ambos estados habían manifestado su intención de hallar una solución que sea lo más justa posible y se tuvieron en vigencia diferentes tratados limítrofes que nunca lograron ser ratificados.

Alguna hipótesis de casus belli señala que a inicios de siglo se encontraron importantes yacimientos de petróleo en el Chaco, y que en el afán de explotar los recursos naturales y tener un monopolio de ellos, las empresas hidrocarburíferas Shell y Standard Oil habrían movido los hilos hacia la guerra, buscando beneficiarse del resultado favorable, ya sea para Paraguay o para Bolivia, respectivamente.

Mientras la zona se mantenía en litigio, ambos países intensificaron las exploraciones militares y la penetración en un territorio hasta entonces desconocido para ambos estados. Con el avance de las exploraciones se fueron fundando fortines8 y, conforme el ejército de Bolivia marchaba al sur y el de Paraguay al norte, resultó inevitable que tarde o temprano las patrullas de avanzada se encontraran frente a frente.

Así ocurrió el 24 de febrero de 1927, durante la presidencia de Hernando Siles y en vísperas de manifestaciones paraguayas en Buenos Aires reclamando la totalidad del Chaco. En el encuentro, una patrulla paraguaya comandada por el teniente Adolfo Rojas Silva se topó con una boliviana. Tras una escaramuza, los soldados paraguayos fueron hechos prisioneros y tras un intento de fuga su comandante se convirtió en el primer muerto del conflicto, cinco años antes de su inicio oficial.

Como represalia, Paraguay tomaría el fortín boliviano “Vanguardia” el 5 de diciembre de 1928. En respuesta, Bolivia también asaltaría simbólicamente los fortines Boquerón y Mariscal López. A pesar de la escalada del conflicto, el presidente Siles Suazo optó por obrar con la mayor prudencia convencido de que la guerra era el peor escenario posible y había que evitarlo a toda costa. Su afán de hallar una salida diplomática al entuerto resultó parcialmente exitoso y pudo evitar algunos años aquella carnicería.

Pero, a pesar del éxito diplomático, ambos países continuaron con la campaña militar en el terreno, aumentando gradualmente sus presencias, intentando demostrar soberanía para el momento de un trazado definitivo del mapa.

En noviembre de 1931, ante la presencia cada vez mayor de fuerzas militares en la zona, ambos países acordaron nuevas negociaciones en busca de una solución definitiva. Bolivia, entonces presidida por Daniel Salamanca, envió a sus representantes diplomáticos a Washington y ordenó al ejército en la zona evitar cualquier tipo de confrontación con el Paraguay. Una salida diplomática, hasta ese entonces, parecía viable.

Así fue cómo, el 25 de abril de 1932, en un vuelo de exploración sobre el terreno, el mayor del ejército boliviano, Óscar Moscoso, divisó desde los aires una laguna que podría hacer toda la diferencia logística en caso de un conflicto con el Paraguay… pero incluso más allá de eso, esa laguna sería vital para su supervivencia y la de los exploradores bolivianos en el Chaco. Ni corto ni perezoso, bautizó como “Chuquisaca” a la laguna de marras, y preparó una expedición para conquistarla.

El 6 de mayo de 1932, Francis White, secretario de Estado de los Estados Unidos y presidente de la Comisión de Neutrales9 que sesionaban en Washington, propuso un pacto de no agresión mientras se definían las fronteras, que tendrían que tener como fundamento los territorios conquistados por ambos países durante la larga preguerra. Por ello se consideró importante llegar a orillas de la laguna lo antes posible. Pero con la orden expresa y determinante de evitar toda confrontación con el ejército vecino.

El 15 de junio de 1932, tras tres intentos de llegar a las anheladas orillas de la Laguna Chuquisaca, el mayor Óscar Moscoso conquistó con éxito el objetivo. Con la novedad de que, para hacerlo, debió asaltar el fortín paraguayo Carlos A. López y desalojar a tiros a la pequeña guarnición paraguaya ahí destacada. Los pilas10 se adelantaron a los bolis11 y edificaron un puesto a orillas de la laguna que ellos ya habían bautizado como Pitiantuta.

Con esa acción, que implicaba la desobediencia a una orden de gran importancia para las pretensiones bolivianas sobre el Chaco, y tal vez sin tener una idea completa de las consecuencias de sus actos, el mayor Óscar Moscoso iniciaría una de las guerras más absurdas y sangrientas libradas en el suelo americano. Un conflicto que sería pionero en combates aéreos, movimientos de tanques y uso de lanzallamas. Pero no nos adelantemos.

Lo cierto es que, de manera bochornosa, el Alto Mando del ejército boliviano escondió la información al gobierno y al presidente Salamanca, llegando incluso a “extraviar” documentación importante. El 16 de julio siguiente, el ejército paraguayo recuperó la zona tras una pequeña escaramuza. El hecho, sin embargo, fue presentado a la opinión pública boliviana como una agresión, omitiendo el asalto boliviano al fortín López.

La población, invadida por la euforia colectiva que muchas veces anula el sentido común, se volcó a las calles para exigir venganza. Pedían lavar el honor nacional con sangre paraguaya. Pedían guerra. El presidente Salamanca, que a pesar de la orden de no agresión mantenía una postura belicista, ordenó entonces la captura de los fortines paraguayos Corrales, Toledo12 y Boquerón13. Este último sería escenario de la primera gran batalla de la Guerra y de una de las historias de heroísmo y valentía más bellas del continente, pero esa es otra historia.

El Chueco
Para el inicio del conflicto, Augusto Céspedes Patzi ya era un pendenciero connotado a pesar de su relativa corta edad. Tan torcidos eran sus pasos y cínicas sus palabras que fue conocido en la vida como El Chueco.

Nacido en Cochabamba el 6 de febrero de 1904, realizó estudios primarios y secundarios en la ciudad valluna que lo viera nacer. Sus padres fueron Pablo Céspedes y Adriana Patzi y, dato no menor, su tío fue el importante poeta modernista cochabambino Manuel Céspedes, más conocido como Man Césped. Fue de este vate que el pequeño Augusto recibió sus primeras armas poéticas.

Terminando la secundaria en el Colegio Nacional Bolívar, Céspedes se mudaría a La Paz, la sede del gobierno del país, para estudiar derecho, obteniendo su título en 1924. Profesión que nunca ejercería, ya que su vocación política y literaria marcaron el norte en su brújula.

De carácter fuerte y humor ácido, Céspedes podría ser una especie de Hemingway boliviano -autor a quien, por cierto, Céspedes leyó poco, dado a que se entendía mejor con el francés que con el inglés-. Su vida, desde la juventud, estaría marcada por esos bríos impulsivos, su afición a las “casas de licencia”, su capacidad de destrozar a sus adversarios con artilugios verbales llenos de humor y su pasión por la política.

Tal vez estos aspectos de la personalidad de Céspedes se reflejan en la célebre anécdota del duelo de 1927. Con 23 años y siendo director del periódico El Comercio, se batió en duelo con Joaquín Espada, entonces director de El Diario, tras una serie de columnas de opinión política en las que se atacaban con premeditación y alevosía.

No dejan de ser llamativas las dos cartas que escribió Céspedes minutos antes de tomar su pistola y salir al encuentro de su destino.

La primera está dirigida a su madre y sus hermanas, y carga un agudo sentido de responsabilidad y honor:

Mamita: te dirijo estas líneas para decirte que, dentro de unos momentos, he de batirme. Perdóname si llega a sucederme algo y ten en cuenta que. Mi actitud responde al deseo de mantener siempre firme mi prestigio de caballero, prestigio que va unido al tuyo y al de las chicas. Te beso con toda mi alma. Y a Yola, y a Agar y a Aida. Son ustedes todo mi amor. Augusto.

Esta sentida nota contrasta completamente con otra, dejada el mismo día y en las mismas circunstancias, a un amigo al que le encarga el cuidado de su familia:

Enrique, en este momento voy a ir a balearme con un idiota, representativo del disidentismo. Esta actitud es la culminación consiguiente a la campaña que he emprendido desde que estoy aquí. Si llegase a ser fregado por el analfabeto de mi contendor te dejo el encargo de cuidar que el partido nuevo y el presidente Siles, por quienes he llegado a esta situación, se acuerden de que tengo familia, a la cual están obligados a ayudar. Hasta luego. Augusto Céspedes.

El encuentro fue previsto para el 11 de enero de ese año. Se redactaron tres actas de duelo, una de ellas recita:

Se concretó un duelo entre los señores Joaquín Espada y Augusto Céspedes cuyas condiciones son estas:
Arma: revólver Smith Wesson, calibre 32.
Día y hora: 11 del presente y a las 18:30.
Médico: Doctor Carlos Araníbar Orozco.
Director del duelo: señor José Espada Aguirre.
Posición de los duelistas: mirándose de frente.
Distancia entre los contendientes: 30 pasos.
(Fdo.):
Luis Calvo, José Espada Aguirre, Aniceto Solares, Enroque Salinas Unzueta.

Pocos años después, Augusto partiría al Chaco como corresponsal del vespertino El Universal. Luego de esa misión periodística, y algunos meses después de su visita al Chaco, a finales de 1933, tuvo lugar el desastre de Campo Vía, un cerco efectivo paraguayo que acabó con la captura de casi la totalidad del ejército boliviano. Ante ello, Bolivia tuvo que armar un segundo ejército para mandar a campaña14. Es en este punto que Augusto regresa al campo de batalla, a diferencia de la primera vez, ahora además de la pluma y la libreta, lleva un fusil colgado al hombro y un uniforme caqui que asienta facciones de rudeza y una mirada de militar estricto y violento.

Su paso por la guerra, primero como periodista y luego como soldado15 terminaron de dar forma a sus ideas políticas, también como resultado del encuentro en las trincheras de toda una juventud que buscaba a ciegas a qué aferrarse en la construcción de una identidad nacional. Es conocida la hipótesis planteada por los pensadores de la Revolución Nacional: el Chaco fue el crisol que purificó a la juventud boliviana de los vicios del Estado Oligarca y los impulsó a sentar las bases de un nuevo paradigma nacional. Estas ideas se concretaron algunos años más tarde en la Revolución de 1952, con grandes cambios en la concepción y administración del Estado, a partir de cuatro medidas iniciales y de suma importancia: El voto universal, la nacionalización de las minas bolivianas, reforma educativa y, tal vez lo más importante, la reforma agraria, que acabaría de sepultar al país construido sobre latifundios y explotación de indígenas. Pero todo esto se verá en su momento.

Pero también fue su paso por la guerra lo que terminó de afinar su vocación narrativa, en el ejercicio de dar cuenta de la absurda heroicidad de los ejércitos movilizados, de los horrores de la violencia o el castigo de la sed. Aún como soldado continuó enviando despachos para El Universal, pasando filtros aún más severos de censura y construyendo, al mejor estilo hemingwayeano, perfiles de héroes románticos y absurdos. De hombres valientes y viriles, pues.

Ni bien terminada la guerra, el año 1936, y gracias a los contactos políticos que supo amasar como periodista, consiguió un cargo como encargado de prensa de la legación diplomática de Bolivia en Santiago de Chile.  Ese año terminó de escribir su primer libro, que fue publicado en el país vecino. Se trata del volumen de cuentos Sangre de mestizos. Relatos de la Guerra del Chaco, uno de los libros más importantes -si no el más- del ciclo llamado “narrativa del Chaco” en la historiografía de la literatura boliviana, y que tuvo que esperar hasta 1962 para llegar al público nacional.

A lo largo de su vida sería cercano a los grupos de poder político, presidiría delegaciones diplomáticas de diferentes y variadas gestiones de gobierno. Y sería admirado y vilipendiado en igual medida por amigos y detractores respectivamente.

El trabajo político de Céspedes fue el principal obstáculo a su vocación literaria. Empero, ha dejado escritas obras consideradas canónicas a pesar del sesgo ideológico transversal.
Ha publicado:

Sangre de Mestizos: relatos de la guerra del Chaco (1936)
Metal del diablo, novela (1946)
El dictador suicida: 40 años de historia boliviana (1956)
El presidente colgado (1966)
Trópico enamorado, novela (1968)
Salamanca o el metafísico del fracaso (1973)
Crónicas heroicas de una guerra estúpida (1975)
Las dos queridas del tirano (1984)

Augusto Céspedes murió en La Paz el 9 de mayo de 1997, bordeando los 100 años y convertido en una de las figuras fundamentales de la historia boliviana en la segunda mitad del siglo XX.

Notas: 

Francisco Villarejos, también periodista paceño y dirigente del club de fútbol The Strongest. Se le adjudica la invención del tradicional grito de guerra de la barra estronguista: K’alatakaya Huarikasaya (“rompe la piedra, tiembla la vicuña” en aymará). Si bien la frase parece originarse en algún pasaje de la novela Raza de Bronce, de Alcides Arguedas, el relato popular cuenta que fue Villarejos quien la definió en un festejo de San Juan antes de la guerra. Como es sabido, o tal vez no, los jugadores y dirigentes de The Strongest asistieron juntos a la guerra y participaron en la importante batalla de Cañada Stronguest (bautizada en honor a los deportistas), quienes procedieron al asalto decisivo impulsados por este grito.

2  Oriundo del oriente boliviano.

3 En el centro de Sudamérica se encuentra la región del Gran Chaco, dividida a su vez en tres regiones de norte a sur: El Chaco Boreal, al norte del río Pilcomayo; el Chaco Central; entre este mismo río y el Bermejo; y el Chaco Austral, al sur del este último.
En las fronteras actuales, los límites del Chaco Boreal son: al sur el río Pilcomayo y la Argentina; al este el río Paraguay y la región oriental del Paraguay; al noroeste la precordillera boliviana y al noreste las regiones selváticas de Brasil y Bolivia.
De acuerdo a Wikipedia, el Chaco Boreal posee una extensión de 650.000 Km2, aproximada a la de Francia. La región habría sido casi inexplorada e inhabitada hasta finales de la década de 1920.

4 Conflicto que se desarrolló entre 1864 y 1870.

5 Guerra que tendría también la participación del Perú como aliado del Bolivia y que se pelearía entre 1879 y 1884.

6 (1899 – 1903).

7 En la localidad de Camiri, Santa Cruz de la Sierra.

8  Pequeño fuerte construido para la defensa de un punto.

9 Representantes diplomáticos de países neutrales en el conflicto que acompañaron a Bolivia y Paraguay en las negociaciones en la preguerra y en los posteriores acuerdos de paz.

10 Apelativo con el que los soldados bolivianos nombraban a los paraguayos, por andar descalzos: patapilada, que evolucionó a patapila y a pila indistintamente.

11 Situación similar a la anterior.

12 Conquistados entre el 27 y 28 de julio de 1932.

13  Conquistado el 31 de julio de 1932.

14 Spoiler Alert: tendría que hacerlo una vez más cerca del epílogo de la guerra.

15  Y después como oficial, obteniendo el grado de teniente.

Fuente: Revista 88 grados