11/05/2007 por Marcelo Paz Soldan

El choboreca del Tajibo

El choboreca del Tajibo
Por: Tiffany Areco Erazo

(Este relato, escrito por la paceña Tiffany Areco Erazo, de 16 años, logró el primer lugar en la categoría cuento del concurso literario de cuento y poesía intercolegial Los jóvenes también contamos, organizado por la Mesa Departamental de Concertación por la Lectura y Escritura y EL DEBER)
– ¡Añá! ¡Añá! ¡Añá! ¡Diablo, andate! ¡Añá, dejame!
Los gritos de la niña llegaban del otro lado de la cabaña. La madre corrió sobre la suave madera para ver lo que le sucedía a su hija.
-Bonita, despiértese. Estás teniendo malos sueños. Hijita, míreme.
Unos ojos claros se fueron abriendo lentamente para ser iluminados por la suave luz de una vela.
-Hijita, ¿qué le pasa?
Sus brazos apretaban fuertemente a la niña mientras ella lloraba en silencio
-Mamita, respóndame, ¿qué se estaba soñando?
-Voces, no me dejan dormir …quieren que vaya
-¿Adónde?
-Allá…
Una mano pequeña apuntó al tayí muerto que se levantaba majestuosamente a las orillas del río.
El rostro moreno de la madre comenzó a palidecer mientras apretaba más a la niña contra su pecho. Sentía la respiración agitada de la niña y muchos pensamientos sin orden pasaban por su cabeza. La vida no había sido fácil desde la muerte de su esposo, pues con su hermana debían mantener solas a la familia y el pueblo se encontraba demasiado lejos, como para poder llevar a su hija adonde el curandero en esos instantes. Alrededor del pahuichi, sólo se podían encontrar grandes y frondosos árboles que con sus frutos mantenían viva a la familia, y a unos diez minutos se encontraba el tayí. Éste estaba muerto desde hace mucho, pero sus hondas y fuertes raíces lo mantenían aferrado a la tierra convirtiéndolo en cuidador de las aguas del río.
La mujer no lo pensó más y mirando a su hija le dijo al oído
-Vístase, nos vamos pal pueblo
Y parándose fue en busca de una canasta, puso unas cuantas cosas en ella y se dirigió donde dormía su hija, pero una mano la detuvo
-¿Adónde estás yendo?
-Me voy al pueblo para ver al curandero
-Tranquila, estás más blanca que la luna.
-Mi niña ya no puede dormir, yo tengo que ir nomás.
-Ve con todas mis bendiciones, pero ten mucho cuidado, mira que es de noche y puedes encontrarte una kuriyú.
La mujer sale luego de abrazar a su hermana y va en busca de su hija. Alzándola suavemente salió hacía el bosque y se perdió entre los árboles, la luna iluminaba su caminar mientras a lo lejos se escuchaba un cantar muy suave y doliente, era el urataú. Intentando evitar el mal augurio de éste, se tapó los oídos y, aferrándose más a la niña, continuó su camino con paso apurado.
Llegó unas horas después al pueblo, que se encontraba vacío. Los rayos del sol apenas empezaban a asomarse por encima de las montañas lejanas pintando el pueblo de un color rojizo.
A lo lejos, en una casucha, se veía una luz prendida. La mujer se acercó con un paso más apurado aún, esperando con toda su alma que allí la pudieran ayudar. Cuando llegó, un hombre con traje usado y lleno de polvo se encontraba en la puerta tocando suavemente un gualambau. Los ojos profundos observaron a la mujer que respiraba con dificultad, pero luego de unos momentos, el rostro serio del hombre dejó aparecer una suave sonrisa, parándose abrió la puerta de la casa y la mujer entró con paso lento mostrando todo su cansancio y preocupación con cada paso. La casucha estaba llena de hierbas aromáticas y pequeñas plantas de varios colores.
Dejó a su niña en unas mantas rodeadas con hojas y miró al anciano.
-Veo que tu niña está mal.
-Escucha voces todas las noches y ya no puede dormir.
-¿No será un pompero?
-Se despierta gritando “añá”, que lo tiene que seguir al tayí muerto del río.
-Te daré esta bolsita con medicamentos, usted sabrá qué hacer.
-¿Y por qué no me dice usted?
-Porque la sabiduría de uno mismo es lo único que puede derrotar al diablo
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y su cuerpo cansado volvió a alzar el cuerpo de su hija, miró de reojo al anciano mientras éste se volvía a sentar y a tocar su gualambau. Una melodía triste y lenta se escuchaba mientras ella dejaba el pueblo viendo que las aves comenzaban a revolotear a su alrededor. Las horas de cansancio no le habían ayudado en mucho y ahora sólo le quedaba esperar y tener un poco de fe.
Cuando llegó a su cabaña, se encontraba su hermana sentada.
– ¿Hace cuánto que no podía dormir?
– Desde que se murió el tajibo.
– Y ahura, ¿qué haremos?
– Me dio estas hierbas y no sé qué hacer con ellas.
-Trae agua, mujer, mejor se las damos ahorita
La mujer se paró cansada y agarrando las hierbas en una mano y una vasija de barro en la otra, caminó con paso lento hacia el río. Cuando llegó allí, mezcló el agua cristalina con las hierbas. Giró y vio el tayí. Sus manos temblaron y suavemente dejó caer la vasija con las hierbas sobre sus raíces.
Sintió pasar un escalofrío por su espalda y se dejó caer. Se quedó unos instantes mirando el tajibo, esperando algún tipo de respuesta, pero nada sucedía. Sin poder hacer más, caminó hacía la cabaña y se sentó a esperar, mirando la puesta de sol que llenaba el bosque de mágicos colores. Nadie se atrevía a hablar hasta que oscureció por completo. Su hermana, con los niños, se fue a dormir dejándola sola. Ella se echó en el suelo y quedó dormida hasta que unas suaves manos la despertaron. Sus ojos se abrieron y miraron a su hija con una sonrisa leve
-Mira…
A lo lejos, la luna brillaba y cerca del yatí, una sombra espesa se arrastraba con muecas de dolor. La mujer agarró a la niña y entró en su cuarto. La abrazó fuertemente y no la dejó toda la noche, sintiendo su respiración más calmada.
Al día siguiente, junto con los rayos del sol, el tayí se elevaba majestuosamente, mostrando unas flores tan blancas como las estrellas. La mujer se sentó a observar el nuevo día que comenzaba, y una suave voz le hablo desde atrás:
-Creo que ya se fue.
La mujer giró lentamente para ver a su hija, y, con voz pausada, preguntó suavemente, como si hablara con el viento
-¿De cómo sabes?
-Porque pude soñar con flores…
[Fuente: www.eldeber.com.bo]