04/15/2024 por Sergio León

‘El Chaco y después’: la pérdida desde lo femenino

Por Mitsuko Shimose

El Chaco y después (2022) es el penúltimo libro del escritor paceño Adolfo Cárdenas (1950-2023) y su último en el género del cuento, publicado por la Editorial 3600. El libro contiene nueve relatos breves divididos en dos partes: la primera parte denominada El Chaco con cinco cuentos (Alajjpacha, Chacharcomani, Sepulturas, Operación Rosita y Felícitas) y la segunda, llamada Y después, con cuatro (El hombre que supo amar, Tío Humberto, La brigada fantasma y Victoria).

Esta colección, que relata la contienda bélica y la posguerra, es un homenaje, según indica el autor en su Nota preliminar, a Óscar Cerruto y su Aluvión de fuego (1935), y a Augusto Céspedes con su Sangre de mestizos (1936); además de Jesús Lara, Adolfo Costa Du Rels, Raúl Leytón y Raúl Otero Reich. Así también, reconoce “la memoria de personas que se convirtieron en personajes y cuyas historias han dado origen a estos cuentos y relatos”: Felicidad, Celinda y Raquel Franco; Isaac Haydar; Humberto Salvatierra; y Victoria y Genara Dick.

Habiendo dado un contexto general del libro, entraremos, sin más preámbulos, a su análisis. Diremos, pues, que los cuentos y relatos de El Chaco y después tienen un evidente hilo conductor: la pérdida. Esta pérdida, además, tiene la particularidad de ser desvelada por lo femenino, destacándose la participación de la mujer ya sea como narradora, como protagonista o desempeñando activamente distintos roles en los relatos, como bien lo señala Daniela Saraí Murillo en la contratapa del texto, siendo de igual modo el mismo Cárdenas quien ya da guiños de ello en su epígrafe que da paso a los cuentos/relatos: “También mi abuela fue a la guerra del Chaco con el grado de lavandera” (Julio Barriga). Sumado a eso, encontramos también que en algunos cuentos/relatos la presencia de la mujer como madre está relacionada con la (p/m)atria-tierra-Pachamama.

‘El Chaco’

En primer lugar, y como decíamos, el hilo conductor es la pérdida, que es puesta en escena desde distintas facetas, las cuales nombraremos en cada uno de los cuentos y relatos. En la primera parte El Chaco, en Alajjpacha, Pelagio pierde la vida en la refriega, suceso del cual nos llegamos a enterar gracias a su madre Ildefonza, cuyo relato comienza en un tono elegíaco llamando a su hijo, al que le sigue las injusticias ocurridas después de su partida: “El Chuquiago grande donde los doctores y generales dicen que la gente del campo debe comprar escarapelas, carnets, pagar impuestos de guerra; los alzamientos en todas partes y los ancianos que se preguntan por qué contraemos obligaciones, pero no derechos”.  A causa de estos atropellos, la narradora convoca al final a una “revolución masiva” y habla de “los sollozos cargados de tiempo y ardor de lágrima tatuada en la mejilla lítica de tu-mi madre, que desde tiempos sin tiempo te-me-nos llama”, haciendo alusión, desde mi punto de vista, a la Pachamama.

En Chacharcomani, Efraín opta por el destierro autoinflingido, el exilio voluntario, por asociarse con el capitán Armaza para reclutar a sus coterráneos, hecho que no descarta el que los militares lo busquen por desertor y sus pares, por traidor. Así, de esa manera, Efraín pierde su tierra, por no ir a “la guerra que nués de nosotros, a defender tierras donde nadies vive y donde solostán los gallinazos y los peones de los blancos del Chuquiago que no sián contentau con hacernos pagar plata pa entrar a la ciudad, ni con hacernos comprar sus documentos dellos”.

 Antes de pasar al siguiente cuento, resaltamos que en los dos primeros la oralidad está claramente presente, tradición que es casi el sello personal de la narrativa cárdenasiana. Si bien de aquí para adelante la oralidad continúa latente, no se encuentra tan marcada como en estos.

Sepulturas narra de manera excepcional la historia de Aniceto Arzabe, quien termina perdido en el monte y notificado como desaparecido. Esta su pérdida en la selva, sin embargo, no es casual, ya que él mismo se interna en la profundidad de la maleza para huir de su madre, habiendo sido antes desertor de guerra. Su progenitora, una autoritaria mujer de pollera, había dirigido su vida siempre con mano dura: “…la atemorizadora presencia de la madre, esa chola valluna, propietaria de castigos que invariablemente consistían en exigencias de contrición”. Es más, había obligado a su hijo a conseguir un trabajo y formar una familia, demostrando con esto que “ella esperaba con ansias cualquier acto contrario a su voluntad para imponerse por sobre el hijo”. En otro pasaje, se resalta que cuando Aniceto hacía su servicio militar, estas conductas dominantes persistían “pese al miedo por la represalia de la superioridad que ni con mucho se acercaba a la crueldad con la que su madre reprimía estas compulsiones”. Aquí, la madre representa claramente la (p/m)atria, una mediada por un Estado represor de los indígenas obligados a ir a una guerra ajena, pero que representaba orgullo y estatus social para las familias de quienes iban a combatir en nombre de aquella.

En el relato Operación Rosita se da una pérdida del rastro de las dos protagonistas, Rosita y Adela Bello, quienes trabajaban como espías para el Gobierno boliviano para “descubrir diplomáticos comprometidos con la causa paraguaya”. Pero ante una misión fallida, “si luego de terminada la guerra regresaron al oriente es algo que no se sabe. Simplemente se perdieron en la bruma de la historia”.

Felícitas simboliza la pérdida de la esperanza. Este relato trata sobre una madre que busca “ávidamente el nombre de su hijo” “en la lista de caídos en acción o desaparecidos”, “deseando fervientemente que él regresara salvo y sano para volver a contribuir en la economía de la familia”. Sin embargo, tiempo después del cese de fuego, se le apareció un hombre apoyado en una muleta, a quien solo reconoció cuando le dijo “mamá”. “Felícitas, al ayudar al hijo a subir y bajar aceras o gradas supo que él nunca recuperaría su antiguo trabajo, supo que había llegado tullido e inútil y supo que se había hecho de una boca más para llenar y que la vida que ella imaginaba al regreso de él, no se plasmaría en quién sabe cuánto tiempo. Entonces, en silencio, lloró”.

’Y después’

En la segunda parte Y después, en El hombre que supo amar, un exmiembro del cuerpo de sanidad de la Asistencia Pública durante el conflicto bélico narra su historia a un parroquiano en un bar. Le cuenta además que se había enamorado de una indígena, con cuya familia había aprendido el arte de la herbolaria para curar todo tipo de males de la guerra. Cuando su receptor reaccionó del semisueño provocado por el relato y el licor juntos, se dio cuenta de la pérdida de sus objetos personales: “…al palpar su bolsillo, no encontró nada; se rebuscó entero, pero la billetera junto a algunas monedas y llaves habían desaparecido; al levantar la vista constató que su interlocutor también”.

Tío Humberto relata la “juventud invertida en la guerra” del protagonista y su historia de las botas que había tomado de un paraguayo a quien había disparado, y las cuales más tarde le otorgaron ciertos privilegios, pues “cuando los carceleros vieron que el soldado calzaba botas, dedujeron (erróneamente) que se trataba de un oficial con ciertas consideraciones que el resto de la tropa no tenía”. Tiempo después conoció a Rosalba, con quien formó una familia, la cual se cansó de oír la historia de las botas, a diferencia suya y de su esposa, quien falleció primero. Ante la pérdida de su compañera y la única persona que escuchaba su historia, “el viudo dedicó sus últimos años a relatar sus experiencias en la guerra y en la prisión, que solo escuchaban los perros, las palomas o el vacío sobre esas botas que poseía y que eran un vehículo para recordar el Chaco con dolor y a la Rosalba con amor”.

En La brigada fantasma hay una pérdida de la realidad a causa del exceso de alcohol que tiene Saúl, nieto de don Hipólito Tellería, excombatiente del Chaco, quien termina falleciendo debido a sus viernes de borracheras. Saúl, quien acompañaba a su abuelo en las francachelas, se vuelve trovador después de su partida, complaciendo a todos los viejos soldados con canciones que alimentaban su nostalgia bélica. A la par que el tiempo transcurría, el aspecto de Saúl desmejoraba, algo que llamó sobremanera la atención del cantinero, quien decidió seguirlo una de esas noches. Saúl se dirigía cada noche al cementerio a interpretar sus temas para los soldados caídos, a quien el cantinero levantó del suelo, interpretando una tonada que hace referencia al olvido al que son condenados los beneméritos de la patria.

Finalmente, en Victoria se da la pérdida de la razón de la protagonista de nombre homónimo. Victoria, pues, esperaba a su prometido que había ido a luchar por la patria, el cual nunca regresó a pesar de no figurar en ninguna “nómina de muertos, desaparecidos o prisioneros probables”. Al no saber de su paradero, Victoria fue “víctima de una locura sin retorno y así quedó todo, con un epílogo nada concluyente sobre el destino de ese novio”, destino que “no era para nada tan dramático”, según se supo después gracias al relato de un viajero.

Así, la pérdida —de la vida, de la tierra, en la selva, del rastro, de la esperanza, de objetos personales, de la esposa, de la realidad y de la razón— es el hilo conductor de El Chaco y después, pérdida que conlleva en su interior, sea de la naturaleza que fuere, cierta amarga nostalgia de quienes sobrevivieron a un inefable combate. Esta nostalgia y todo su contexto son plasmados notablemente por Cárdenas, quien opta por la perspectiva femenina para los relatos de este su libro, el cual, desde la ficción y el testimonio, re-construye la memoria de un pasado histórico antes narrado solo por voces masculinas, logrando con esto una re-creación de la Historia.

Fuente: La Razón