11/27/2008 por Marcelo Paz Soldan
El africano de Le Clézio

El africano de Le Clézio

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“El africano”, una reflexión de identidad del Nobel 2008
Por Mabel Franco

J.M.G. Le Clézio, escritor francés a quien se ha llamado “un indio en la ciudad”, retrocede en este libro a sus años de niñez en África y a sus orígenes que halla en la propia concepción.
¿Quién se es? ¿Cuándo comienza a definirse lo que uno es? ¿Qué representan en este misterio los padres con su propia vida? En esto hace pensar el francés J.M.G. Le Clézio (1940) en el libro que escribió entre diciembre de 2003 y enero de 2004 y que tituló El africano (L’Africain).
Le Clézio es el Nobel de Literatura 2008. Que así sea ha motivado a buscar en las librerías la obra de este autor que, en la isla que suele ser Bolivia respecto a los libros, no es fácil de encontrar. Por suerte está el Nobel. Ya llegará su obra más diversa. Mientras tanto, la carta de presentación es El africano. No poca cosa y más que suficiente como para descreer lo que dijo algún crítico chileno sobre que el autor de Desierto o Lo desconocido en la tierra resulta aburrido.
El libro es un breve pero profundo ejercicio de memoria y de descubrimiento. Le Clézio recuerda su niñez en África, donde su padre ejerció como médico, y a partir de este hombre, de su ilusión y su desencanto posterior, va haciendo un contrapunto para comprenderse a sí mismo.
“Todo ser humano es el resultado de un padre y de una madre. Se puede no reconocerlos, no quererlos, se puede dudar de ellos. Pero están allí, con su cara, sus actitudes, sus modales y sus manías, sus ilusiones, sus esperanzas, la forma de sus manos y de los dedos, su manera de hablar, sus pensamientos, probablemente la edad de su muerte, todo esto ha pasado a nosotros”, escribe el Nobel.
Le Clézio no conoció a su padre sino cuando, a los ocho años, fue a su encuentro, junto a su madre y hermano, a Nigeria. La Segunda Guerra Mundial los había separado. Al niño le tocó encontrarse con un hombre duro, rígido, amargado por los años de soledad. Llegaría a sentir casi odio por ese ser que al mismo tiempo le acercó a un mundo, África, de absoluta libertad.
Cuenta el autor que “allí aprendí a olvidar”. Si antes rehuía su rostro en los espejos y en las fotos, “creo que la desaparición de mi cara, y de las caras de todos los que estaban alrededor de mí, data de la entrada en esa casa (una austera cabaña), en Ogoja”.
Paralelamente, “de esa época (…) data la aparición de los cuerpos…”. El suyo, los de sus familiares y de los africanos, sin afeites, sin afanes de esconder enfermedad ni edad, próximos todos, “algo que no había conocido antes, algo nuevo y familiar a la vez, que excluía el miedo”.
Con la distancia del tiempo, el autor irá comprendiendo a ese padre, trazando cercanías y distancias. Las primeras, su profundo respeto por esas culturas sufridas y colonizadas, sumergidas en la violencia de la enfermedad o de la guerra, pero aun así signo de auténtica vida. Entre las segundas, la amargura, porque Le Clézio no es el africano en que se convirtió su padre a fuerza de los desencantos, sino el heredero de aquel joven médico, enamorado de su esposa y de su trabajo, que concibió a sus hijos en ese continente intenso. Así, “si mi padre se había convertido en el africano, por la fuerza de su destino, yo puedo pensar en mi madre africana, la que me abrazó y me alimentó en el instante en que fui concebido, en el instante en que nací”.
En definitiva, el escritor escapa a los determinismos sin dejar de reconocer la huella de sus antecesores, dejando sentado que se es, en gran parte, lo que se elige ser. El africano. J.M.G. Le Clézio. Trad. Juana Bignozzi. AH. Bs. As., 2007.

Fuente: La Razón