12/11/2008 por Marcelo Paz Soldan
Cuento: Pegaso

Cuento: Pegaso

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PEGASO
Por: Juan Carlos Flores Escobar

El caballo se detiene en silencio, sus cascos sin herraduras avanzan por entre la hierba húmeda. Las alas, antes extendidas como dos grandes plumas blancas, se sacuden con firmeza para tomar luego una posición pasiva, quizá indiferente. No había en la criatura fealdad ni mucho menos atisbos oscuros que hagan pensar en una figura horrible o perversa. A lo lejos, donde las tierras generosas extienden sus planicies verdes, sus ojos divisan cuatro inconfundibles muros blancos, los más grandes de la región. Son tiempos serenos, sin guerras entre reinados ni batallas pequeñas, ésas que por ser tales, distorsionan siempre la cálida rutina. Hace un movimiento afirmativo con la cabeza y deduce que ha llegado al lugar exacto. Trota un poco. Por donde camina es apenas un sendero, no lleva a cualquier parte ya que es obra de humanos y sendero para llegar a los humanos. Es obvio pensar que no desea ser visto ni oído por nadie, excepto por uno solo al que desea encontrar.
Sobre una pendiente no tan abrupta, se alzan las murallas marmoladas de una gigante construcción, como si fuese un centinela perpetuo resguardando tal vez tesoros valiosos y objetos preciados. Es el castillo del buen rey, con grosísimos pilares hexagonales, elevadas torres y un portal decorado con motivos en bajo relieve como adulteraciones de otros tiempos; pero esta fortaleza es melancólica y triste a los ojos de Pegaso. El caballo entonces suelta las alas con un movimiento sutil e imperceptible, se eleva provocando en el aire un sonido pequeño y traspasa la muralla hasta que sus cascos se posan otra vez en la hierba verde. Tiene suerte, nadie, ni el más osado de los guardias, puede percatar siquiera su presencia. En efecto, el lugar es un paraíso dotado de hermosura, con flores extrañas de aromas exquisitos que encienden el ambiente hasta volverlo acogedor. Junto a él, una fuente gris despide en su centro varios chorros de agua cristalina mientras ansiosos peces vagabundean en su entorno. Por estos territorios, todo es enorme: gigante el castillo, descomunal el jardín y grandes las torres en los cuatro costados. Es tierra buena, tierra amable donde trinan los pájaros y orientan su canto hacia los cielos azules. Despacio, camina hasta que observa unos matorrales crecidos, allá donde árboles esculturales protegen de los fríos y las lluvias a cuanta vegetación crece a su alrededor. Es tiempo de buscar un escondrijo y esperar el momento propicio para mostrarse.
El rey de aquel palacio había enviudado muy joven, por eso mandó construir un hermoso jardín en memoria de su amada esposa. Cada noche, mientras el cielo tamizado de estrellas bajo una luna fulgurante, recorría el vergel sintiendo en la fragancia despedida por las flores exóticas la presencia de su reina.
Es ya noche oscura y bien merece el nombre de especial. El rey desciende al jardín y se dispone a realizar su acostumbrada caminata. Anda deseando, medio delirante, la aparición de su amada. De pronto, cuando la luna tan pálida como su rostro, percibe una presencia tibia, algo así como una sensación cálida que no presagia temores ni miedos, pero sí curiosidades. El monarca avanza unos pasos hasta llegar justo donde crecen los arbustos frondosos. De la oscuridad emerge el caballo alado, con las patas firmes, con el rostro abrillantado por la brida de oro que calza muy bien sus facciones y el filo de una espalda lustrosa que desemboca en una cola afelpada. Pocas criaturas pueden ser tan hermosas y sosegantes como la que ahora asoma su estructural figura.
A corta distancia, se encuentran pues estos personajes; el uno mirando al otro y el otro tratando de encontrar respuesta alguna que explique tal aparición. La noche sigue su curso normal. La luna, ahora testigo mudo del encuentro, yace en lo alto como un pequeño farol que ilumina tenuemente el vasto jardín, dibuja sombras allá donde no existe claridad y enfoca el cuerpo resplandeciente de la criatura. Si creemos las informaciones, hacía miles de años este alado animal recorría la tierra. Durante largas épocas, recordaba cómo fue concebido, cómo es que los dioses, complicados en sus creaciones, ordenaron cortar el tiempo de Medusa, horrible espectro que, con sólo su mirada petrificaba a cuanto mortal osaba verla. Decapitado el engendro por la espada filosa de Perseo nació él, Pegaso, hijo de la Gorgona y de Poseidón, dios del mar. Poderoso como ninguno, surcaba los cielos, los mares y la tierra toda, hasta posarse en medio del Olimpo donde bebía de las aguas cristalinas y donde dioses furtivos solazaban sus creaciones. Cambió entonces de repente su itinerario. Por eso está aquí y ahora. El rey, teniendo mucho que observar, no puede decir cuánto va viendo; pero siente la angustia de la criatura. Tampoco sabe explicar cómo o por qué su mente pone frases sobre frases, palabras sobre palabras que deducen los temores del caballo, Son miedos de animal a punto de ser sacrificado, dice el rey con frenética ofuscación.
Miles de aventuras riesgosas, millares de apuros sorteados vivió el caballo. Sin embargo, valen uno solo verdadero y palpable peligro. Por ello, el rey entiende su presencia, Viene de lejos y quiere mi ayuda, se dice así mismo. Con la mano izquierda acaricia el pelaje plateado de Pegaso. La conexión entre ambos resulta satisfactoria y más intensa, capaz de generar en el monarca sensaciones comprensivas y temores descubiertos, Estás en peligro de muerte, dice el rey procurando calmar ahora sus propios temores, Nadie, mientras yo viva, osará destruirte, pronuncia con voz de trueno. El caballo se siente aliviado por unos instantes; pero existe algo más que comunicar y el rey comprende aquello, acaso el nombre del posible verdugo. En efecto, el nexo entre ambos resulta positivo, No puedo creer, habla el rey, tu verdugo será mi primer ministro. Las patas de Pegaso emiten varios golpes sobre el suelo, es sin duda, señal afirmativa. En ese instante, la escolta principal de palacio, con el capitán al frente de la guarnición aparece de improviso. El monarca se distrae un poco y Pegaso extiende las alas en señal de vuelo, Quién anda ahí, dice el capitán, Soy yo, exclama el monarca, Disculpe su majestad esta intromisión, habla otra vez el oficial, comúnmente hacemos la ronda nocturna, no fue nuestra intensión importunar a su excelencia. No te preocupes, dice el rey, ahora déjame solo por favor. Como usted ordene, exclama el capitán mientras hace una reverencia sutil pero efectiva. La guarnición desaparece por entre las sombras de la noche. El rey da media vuelta, camina unos pasos y observa por segunda vez a la criatura estremecerse un poco. No temas, dice, ahora estamos solos. El caballo sale de su escondrijo y ambos retoman la conexión interrumpida. No hace frío, la noche generosa dispone que el viento no sacuda las hojas de los árboles ni traiga los fríos acostumbrados en días primaverales. El caballo alado respira hondo el aire suave mezclado con el perfume de las flores exóticas. Esta vez el monarca siente una nueva revelación. No es posible, morirás mañana, dice, debo impedirlo a toda costa. No te preocupes, mañana cuando el sol despunte el alba, mantendré ocupado al primer ministro. No hallará descanso alguno y mis ojos serán dos vigilantes aciagos que atormenten sus horas, sus minutos y segundos. Pegaso, ahora complacido con la deferencia, levanta vuelo y se pierde por entre las montañas que rodean el valle frondoso de la campiña. El rey, ingresa de lleno al castillo; asciende a los pisos superiores. Habitaciones vacías y corredores fríos hacen su aparición. Abre entonces la puerta de su aposento real y ve la tenue luz de dos velas encendidas. Con la mano izquierda toma una campana diminuta, exclusiva para estos menesteres y la hace sonar. El mayordomo, hombre delgado, de nariz aguileña y manos pequeñas acude presto hacia las habitaciones del monarca para oír de la real boca la prescripción. Pasa, dice el rey. Mañana, muy temprano, es mi deseo que el primer ministro espere mis instrucciones aquí, junto a este lecho. Comunícale que no se haga ningún compromiso bajo pena de severo castigo, incluso su propia muerte, sentencia después. El mayordomo se despide con la reverencia acostumbrada; sin embargo, se retira extrañado por tan misterioso mensaje y lapidaria condena. Es ya noche oscura, la luna se ha escondido bajo un manto de nubes que presagian lluvias prematuras. Todo duerme, incluso la soledad.
Despierta el rey muy temprano. Lo primero que ve es al primer ministro firme, como si fuera un peón de ajedrez. Allí está el hombrecito, un poco nervioso y con el atuendo de siempre: la camisa bordada con hilos de plata, el traje impecable y los anteojos que cubren el rostro apelmazado de arrugas contrastando, eso sí, con la calva prominente y lisa. Nadie en todo el reino creería que ese prospecto de hombre podría ser jamás un gran caballero, capaz inclusive de batirse en duelo con algún dragón o algún ser fantástico que ronde aquellos parajes. El rey, en un principio, también lo creyó así; pero la intuición y su buen juicio mandaron a ser lo que tenía por dado la noche anterior: mantenerlo ocupado todo el día. Buenos días tenga su majestad, dice el primer ministro. Nada mejor podría desear el rey, que de los días eso añora, que sean buenos, sobre todo éste que empieza. Deseaba verme usted muy temprano y aquí estoy, habla otra vez el primer ministro con una voz casi inaudible y empequeñecida. Así es, exclama el rey, necesito hacer varias cosas. Y qué tiene pensado para hoy, dice el hombrecito, No hagas preguntas y no apartes tu presencia de mí ni un solo instante. El primer ministro se siente algo perturbado, pero como no le es dado hacer preguntas cuestionadoras, asiente con una reverencia y luego adquiere la posición firme mientras el sol se refleja en su prominente calva.
Salen ambos muy temprano, bajo la atenta mirada del rey por todas las comarcas vecinas, es día de mucho andar. Un destacamento militar los acompaña como escolta real. Es evidente que ambos se mantendrán ocupados: cobrando impuestos respetando la jerarquía de sus dominios; resolviendo problemas de límites y escuchando al vulgo que tiene quejas contenidas, desde personales y administrativas hasta conflictos entre pueblos vecinos. El primer ministro las atiende todas y el rey lo observa casi sin pestañear. Otra vez, por soledades y descampados regresan, mientras la mañana da paso a la tarde, una tarde silenciosa, opaca, tal vez difusa.
La tarde va muriendo, no hay quien sostenga el día. Llegan pues los viajeros hasta palacio exhaustos, más muertos que vivos. El primer ministro que había hecho casi todas las diligencias carga el cuerpo a rastras, no comió nada en todo el día ni lo hará en la noche. Para el rey, el apetito se apagó muy temprano, quizá por causa de promesas justificadas. Por eso se dirigen a la biblioteca real. Allá, el hombrecito debe hacer las cuentas de lo recaudado; le tomará varias horas. De las diez mil piezas recaudadas que sobre la mesa están expuestas, no podrá contar ni veinte por el agotamiento. El rey entiende el cansancio, lo adivina. Considera que muy afortunado fue el viaje y las diligencias emprendidas. Con el permiso de su excelencia, dice el primer ministro, me permitiré hacer las cuentas mañana. No, dice el rey en tono severo, hazlas ahora, aquí y en mi presencia, Pero…, No hay peros que valgan. Es una orden, empieza ya. El hombrecito toma asiento y se dispone a realizar tan tediosa empresa ahora más debilitado que nunca.
La noche se despierta como todas las que le precedieron: oscura y casi fría. Sin embargo, la biblioteca se llena de luz gracias al diligente mayordomo que enciende varios candelabros. El rey observa casi complacido la jornada que ya acaba. Sentado junto al primer ministro no aparta la mirada de su súbdito que ahora descansa con los brazos apoyados en la mesa. Tiene la sensación del deber cumplido y sonríe mientras se percata de una decrepitud general en el ambiente que tanto expresa vejez como extenuación. Suspira. Ya está, se dice. Sale hasta el jardín, acompañado siempre con el aroma de las flores exóticas. Dispuesto a arrancar una rosa, escucha a lo lejos un ruido seco, algo así como un objeto que cae de gran altura. Nervioso, se queda petrificado a la espera de noticias. Esta vez oye varios pasos, voces que vienen a su encuentro. Quién anda ahí, pregunta con firmeza. Disculpe su majestad, dice el capitán, vimos caer un objeto en medio de su jardín. Cuando llegamos al lugar hallamos esto. Los ojos del rey se llenan de asombro e incredulidad, sobrecogido por semejante espectáculo quiere derrumbarse pero algo lo detiene. Cómo pudo pasar esto, quién fue el insensato que, valiéndose de alguna artimaña haya osado realizar semejante crimen, dice a voz en cuello. El monarca, con los ojos ahora desorbitados entra despotricando a palacio. Sus pies, que son dos extensiones nerviosas, lo conducen hasta la biblioteca. El primer ministro aún duerme. De repente, como si una fuerza misteriosa poseyera sus sentidos, levanta con ambos brazos al hombrecito que sólo después entra en la cuenta de lo sucedido y lo lleva hasta el jardín. Allí, frente al curioso hallazgo el monarca dice: quieres explicarme esto. El ministro se despereza un poco cayendo luego en un asombro absoluto. Los sudores ardientes y los sudores fríos brillan en toda su prominente calva. Se da vuelta y mira el gesto rencoroso del rey. Una vez más hace un esfuerzo para habituarse de nuevo en el mundo real que ahora percibe sus ojos. Parece un hombre perdido que con asombro aguza la mirada y la dirige sobre la cosa que descansa a sus pies. No sé de qué me acusa su excelencia, dice con enorme sacrificio. El rey lo observa con impaciencia e ira contenida. Ahora que recuerdo, habla nuevamente el primer ministro. Yo soñaba y en el sueño era un gran caballero. Sí, con un yelmo y una armadura refulgentes. En ese preciso instante emergía de la nada un caballo alado al cual le cortaba la cabeza.
Fuente: Ecdótica