10/19/2010 por Marcelo Paz Soldan
Cuento: Los días de Fabiola Morales

Cuento: Los días de Fabiola Morales


Los días
Por: Fabiola Morales

LUNES
Un hombre, que soy yo mismo, cruza una calle, en una ciudad cualquiera, sube a la acera, dobla una esquina y cae desvanecido (y muerto) frente a la vitrina de una tienda en la que se exponen lámparas de todo tipo. Un puñado de gente se aglomera curiosa a su alrededor. Nadie, excepto él, recuerda que no es la primera vez que pasa esto. Nadie, excepto él, cree haber muerto más de una vez.
Al hombre que permanece tendido en tierra, la conciencia de sí mismo le va y viene con intermitencias. Sabe, por ejemplo, que ha caído de bruces y que probablemente en unas horas le saldrá un chichón en la frente; sabe también que el maletín que traía a ido a parar medio metro más allá; lo mismo que uno de sus zapatos, dejando al descubierto un calcetín marrón oscuro, un tanto desgastado en la curva que forma el talón de un pie derecho que es el suyo. Otros hechos que recuerda son:
La chica rubia que presurosa se acerca y agachándose hasta casi tocar su oído le murmura…
La anciana de pelo plomizo y gafas de botella que, ante la imagen, tiembla aferrada a su bastón.
Un estudiante que carga una mochila roja y quien, quince segundos después del hecho, da un paso al frente tratando de ayudar, no se sabe bien si a la chica rubia o al hombre que aún yace en el suelo.
Una mujer ensimismada que lleva de la mano a un niño de cuatro años.
Un obrero fornido y boquiabierto, vestido con un overol azul marino.
El canillita del barrio parado de puntillas en segunda fila tratando, a pesar del tumulto, de no perderse detalles…
Siempre los mismos figurantes, cada lunes, miércoles y viernes, el mismo hecho repetido infinidad de veces, los mismos actos, la perenne sorpresa grabada en sus rostros, como si fuera esta la primera vez. Ni rastro de recuerdo o reconocimiento alguno. Sólo el hombre permanece desde su muerte, preguntándose si acaso, en algún momento, algo cambiará esta vez; pero el guión es siempre fiel a sí mismo. Un coche policía que se asoma; una sirena de ambulancia pitando en la lejanía; el murmullo de la gente; los curiosos de turno que se van aglomerando uno tras otro, uno sobre otro. Unos paramédicos comprobando signos vitales; la camilla; un cuerpo, el suyo, suspendido en el aire; una sábana cubriéndolo todo, él entero bajo un manto blanco; una frase lapidaria y entonces, (solo entonces) la resurrección. Mi resurrección.
Y ahora sí, el asombro en todos los presentes (cuando ya no cabía la posibilidad de asombrarse con nada más) y los aplausos, como si de un acto circense se tratara, el hombre nuevamente vivo, yo victorioso y vitoreado. A partir de entonces de vuelta a la normalidad, la desconcentración de las masas, el retorno al libre y cotidiano paso de los transeúntes. Yo, el hombre, recuperando el maletín, el zapato y la compostura; el nudo prieto de la corbata, aproximándome a la marcha triunfal. Dos o tres recomendaciones de un enfermero apurado que no puede quedarse eternamente a mi lado, existen personas, dice, que en estos momentos están muriéndose de verdad. Yo, en cinco minutos camino al trabajo.
MARTES
Los martes suelo levantarme a las seis de la madrugada, vestir un chándal, coger la bolsa del gimnasio y gastar las siguientes dos horas de mi tiempo, levantando pesas.
MIÉRCOLES
Un hombre, que soy yo mismo, cruza una calle en ciudad Juárez, sube a la acera, dobla la esquina y cae desvanecido (y muerto) frente a la vitrina de una tienda, en la que se exponen lámparas de todo tipo bajo un letrero que reza: “Casa Moemia”. Un puñado de gente se aglomera alrededor del hombre cuyo cuerpo yace de bruces. Paola la rubia y única dependienta de la tienda de lámparas, sale disparada a la calle y se acerca al hombre con intención de ayudarlo a levantarse, sólo cuando tiene la cara pegada a la del susodicho se da cuenta que éste está inconsciente, pega entonces sus labios al oído del caído y murmura: Despierte, por favor, despierte…
La señora Torres, quien ha visto caer al hombre prácticamente a sus pies, mira la escena con terror y temblando de pies a cabeza se aferra a su viejo bastón. Quiere llorar pero el susto no la deja.
Un estudiante que salía de casa hacia la universidad, se detiene ante la pequeña aglomeración y haciéndose espacio entre un obrero de overol azul y una atolondrada mujer que sujeta fuertemente a un niño por la mano, da dos pasos y se coloca frente a Paula mientras pregunta: ¿lo conoces?…
El hombre que permanece tendido en tierra, percibe que el pulso poco a poco se le acaba, presiente también la necesidad innata de respirar (acción que no realiza desde hace unos minutos), al mismo tiempo es consciente de que su cuerpo ya no le pertenece, aún así concentra todas sus fuerzas y trata de inspirar una bocanada de aire; no lo consigue. Le extraña, en efecto, estar perfectamente consciente a pesar de su total inactividad. Le sorprende vivir sin respirar.
A partir de allí el hombre supera sus propias posibilidades y adquiere una especie de supraconciencia de los hechos, es capaz, cual arcángel supremo, de supervisar la escena desde fuera; fijar la óptica en los diversos rostros de los circundantes; apreciar el diseño, color y tejidos de sus ropas; percibir con nitidez el contorno de las cosas, las manchas, restos de trajines pasados en la acera, las paredes desconchadas y amarillentas de las casas, la rugosidad del asfalto, las gastadas estrías del tallo de los árboles… nimiedades que en la vida cotidiana pasan total y diariamente desapercibidas para él. Existen empero instantes en que esta súper conciencia se le nubla, momentos plagados de oscuridad, cómo pesados telones que se cierran entre acto y acto; hecho que le nubla el entendimiento del orden de los sucesos. Tan pronto siente que lo cubren por completo con una sabana, cómo la calidez de unos labios de mujer joven pegados a su oído murmurándole algo.
Suele pasar también que a estas alturas de la trama, el hombre que yace tendido comience a recordar sus sucesivas muertes, la eterna repetición de lo mismo, y acordándose que vive un miércoles, se pregunte si acaso el próximo viernes algo cambiará. Le molesta en extremo ser el único que recuerde los hechos, aunque los recuerde siempre tarde, siempre en el instante posterior a la caída. Quisiera, tal vez, que algún día la rubia le murmurara un: “aquí estoy de nuevo, tranquilo nada malo pasará.” o que el paramédico lo reconociera y dijese ”heeii campeón, de nuevo a las andadas, ¿has visitado ya al doctor que te sugerí el otro día?” Y sin embargo hay cosas que nunca suceden. Está esto y lo de ganarse la lotería sin nunca antes haberse comprado un billete.
JUEVES
Los jueves amanezco siempre en casa de mis padres, una vieja costumbre la de los miércoles, cena en casa y una timba de póker con los viejos que se alarga por lo común hasta casi el amanecer. Luego tomar el tren de la mañana, de vuelta a la ciudad.
VIERNES
Un hombre, que soy yo mismo, cruza la calle 45, en ciudad Juárez, sube a la acera, dobla la esquina y cae desvanecido (y muerto) frente a la vitrina de una tienda en la que se exponen lámparas de todo tipo bajo un letrero que reza: “Casa Moemia”. Un puñado de gente se aglomera a su alrededor, aparece la chica rubia, se agacha y le murmura algo al oído, la vieja señora Torres comienza a temblar, la mujer que trae al niño se atolondra con la escena, el canillita llega corriendo pero en un ataque de súbita timidez se atrinchera en segunda fila, justo detrás del hombre que lleva un overol azul; el estudiante acaba de salir de su casa y camina derecho hacia el grupo, pensando en lo mucho que pesa hoy su mochila roja, conforme se va acercando divisa un cuerpo en el suelo, se hace espacio entre la gente y se encuentra frente al hombre que permanece de bruces, da unos pasos y mirando a la chica rubia exclama sin pensarlo dos veces: “lo conozco!”.
El hombre que escucha desde su muerte, entreabre los ojos, inhala una última bocanada de aire y expira, esta vez para siempre.
Fuente: Ecdótica