07/12/2011 por Marcelo Paz Soldan
Cuento inédito: Avenida Oeste 348 de Fabiola Morales

Cuento inédito: Avenida Oeste 348 de Fabiola Morales


Avenida Oeste 348
Por: Fabiola Morales

Suelo sentarme en una esquina al inicio de la calle Lacerna un poco más allá de la Avenida Oeste, que es donde aparcan su bonito trasero las putas; digo me pongo lo suficientemente lejos como para que haya una diferencia entre ellas y yo. No me gustaría que me confundan. A mí no me van las pendejadas. Yo lo que hago es pedir limosna, dejar que alguien se apiade de mis huesos. No hago tratos con la gente, no les ofrezco nada a cambio de lo que me dan, excepto mi indiscutible cara de pena. Muchas veces dejo que pase el día sin hacer otra cosa que mirar fijamente un punto. Concentración. El escaparate de la tienda de enfrente, o la mancha que dejó un perro al orinar en la pared. Es igual, la gente pasa. Oficinistas. Si es temprano van apurados y casi no se enteran de que estás ahí; si es al atardecer, van tan hechos polvo que apenas si saben dónde ponen la nariz. Alguno pasa hablando por el móvil, hablando distraída o ceñudamente por el móvil; yo estiro la mano, la tengo estirada desde hace horas y tengo también la mirada fija en el punto muerto, la mancha que dejó el perro… o eso parece, porque en realidad tengo un ojo puesto en lo que pasa, un ojo que vigila lo que pasa por la mente de los demás.
En este mundo hay gente realmente inocente, verdaderamente crédula. Una mujer camina del brazo de su hija adolescente, y entonces se topan conmigo o con mi mano, o con mi pierna extendida, mendigante; entonces la mujer suelta a la niña, se agacha y se quita las gafas de sol, quiere mirarme a los ojos y que nada ni nadie interfiera entre nosotras. Como es un país libre, no hay un alma que se lo impida, así es que me mira, me mira bien, es decir, analiza todo el contexto, mi piel que aún no ha envejecido, mi cabello oscuro y rizado, la lata de atún en la que nadan tres o cuatro monedas de cinco centavos, la caja de cartón y los dos periódicos que me hacen de asiento, mi ropa envejecida, las ojeras de quién sabe cuántas noches sin dormir y el letrerito que reza: “No tengo trabajo y duermo en la calle”. Llegada a este punto la mujer pregunta qué me ha pasado, dónde vivo, qué fue de mis padres. Y yo le digo, le digo todo lo que ella quiere oír.
Si hay alguien al que no menciono nunca es a mi padre, si mi interlocutor insiste en saber sobre él, lo mato. Quiero decir, no a la persona que pregunta, sino a mi padre, le invento muertes. Trabajaba montando rieles, un día lo atropelló un tren. Limpiaba vidrios y se cayó desde una torre. Era minero y contrajo silicosis. En una ocasión alguien me preguntó qué era la silicosis; entonces sí que tuve problemas para explicarme. Improvisación. Cuando la madre de la adolecente resulta ser voluntaria en un centro de acogida de menores y te ofrece marchar con ella. Una cama segura y limpia, dice, y tú piensas cómo diablos vas a salir de ésta.
Lo cierto es que hablar de mi padre solo trae problemas. Una tarde le dije a un tipo cómo encontrarlo; y cuando volví a casa aquello era un regadero de sangre. Verdaderamente lamentable. Mi padre estuvo sin dirigirme la palabra unos cuantos meses, también porque, entre otras cosas, el tipo lo había dejado sin dientes. Luego se le pasó. Parece ser que el macarro se pensó que lo había matado de verdad y ya nunca volvió por la deuda. Cuando mi padre recuerda el episodio, dice que un par de dientes gastados y amarillentos bien valen una segunda oportunidad, y a continuación se ríe con esa boca deforme y oscura que el tipo le ha dejado.
Mi padre es quien suele venir por mí. Poco antes de que se haga noche oscura aparece arrastrando su bicicleta y la mía. No entiendo por qué viene a pie si trae las bicicletas, pero él lo hace así. Cuando lo veo doblar la calle, me levanto, cojo los periódicos y el cartón y junto con el letrerito, me los guardo en la mochila; entonces, si da la casualidad de que ninguno de nosotros dos está borracho, doblamos por el callejón Matías Pardo y pedaleamos hasta Rosendo Urioste con Hospicio, que es donde nos fían las cervezas. Si por el contrario alguno de los dos está ya ebrio, es probable que necesitemos parar por algo de alcohol antes de llegar a nuestro destino habitual.
Hay tiempos malos y tiempos buenos y razones por las cuales las cosas pasan. Una vez tuve un novio que quería ser poeta, decía que leía a Baudelaire, a Rimbaud, a Paul Verlaine, a Prevert, a Valéry. Pero en realidad lo suyo era ser caco. No le escuché recitar un poema ni una sola vez. Lo que él hacía, básicamente, era robar por encargo en las librerías libros o revistas que le encargaban los verdaderos poetas, esos que pululan por las calles, famélicos y envueltos en una nube de nicotina, y que, a la hora de la verdad, necesitan que alguien les haga el trabajo sucio, porque en el fondo siguen siendo hijitos de papá; siempre han sido hijitos de papá.
Cuando conocí a Roberto, yo trataba de no mendigar, más bien me dedicaba a caminar por el casco antiguo de la ciudad sin rumbo fijo. Era una época de replanteamientos, yo me repensaba qué quería hacer con mi vida y a dónde quería llegar; tal vez por eso me hice amiga de los poetas, ellos hacían lo mismo que yo, dejar que las horas pasaran y preguntarse cosas que no tenían solución. Quizá por eso, y por los cuatro o cinco ejemplares que Roberto llevaba siempre bajo el brazo, es que llegué a pensar, a confundirlo más bien, con un escritor. En todo caso, lo que él quiso decir cuando dijo que quería ser un poeta, era que deseaba pensar en su padre como un hombre de traje gris que trabajaba en una oficina pública y que salía del trabajo a las seis, a las siete, a los ocho o cuando fuera, conducía el coche por calles de barrios residenciales, llegaba a casa y se encontraba con una mujer sentada en un sillón con tapicería de florecitas, que no hacía otra cosa sino esperarlo y cocerle las medias. No inventes, le grité desde el fondo del bar de la calle Hospicio la última noche que nos vimos, su figura ya casi se perdía en la oscuridad o la cantidad de vino que yo llevaba en las venas me impedía enfocarlo correctamente, a poco crees que leyendo pelotudeces vas a hacer que tu pasado cambie. No me contestó, ni siquiera se dio la vuelta. A la mañana siguiente un transeúnte volvió a preguntarme sobre mi padre; en honor a mi relación perdida, decidí matarlo de una forma más poética. Le dije al hombre que mi padre había muerto en la universidad haciendo la revolución.
A Roberto no lo vi más. De vez en cuando algún poeta se pasa por donde estoy, saben que fui su novia y creen que puedo tener indicios de dónde ubicarlo. Yo les digo invariablemente lo mismo, no tengo la menor idea de donde está. Alguno que es avezado, entonces, me ofrece el negocio, una lista interminable de libros por dos o tres pesos; yo les señalo la Avenida Oeste; desde donde me siento, se ve cómo su asfalto se levanta y se hunde por efecto de la mala obra y la abundante lluvia; y a continuación les digo que es allí donde están las putas, que a mí me dejen en paz.
Las relaciones hay que saber cuándo cortarlas. Si el tipo con el que sales empieza a decirte que ve arañas caminando por el techo o que un enjambre de avispas lo está atacando mientras ustedes pasean tranquilamente, con una botella de vodka en la mano, por un parque, en un domingo soleado. Entonces es hora de dejarlo. Pero dejarlo allí mismo, en ese instante, sin dilación.
Ahora que si es a mi padre al que se le va la cabeza es cuando paso las noches sin dormir. Si se pone pesado, salgo de casa y deambulo hasta que amanece, luego me voy a mi esquina y venga la mano estirada, la mirada perdida en el punto fijo, la mancha que el perro dejó; y allí me quedo hasta que mi padre viene a buscarme. A veces llega arrepentido, a veces no. Aunque parezca una contradicción preferir caminar por calles oscuras de un suburbio catalogado como altamente peligroso, antes que quedarse en casa, es una estrategia de autoprotección. Al principio, cuando era pequeña, no hacía otra cosa que acurrucarme en un rincón o como mucho meterme debajo de la cama. Hasta que un día pasó lo que pasó. Mejor no hablar de ello. Y sí, también involucra sangre y sí, también tuve que limpiarlo yo. Aunque en esa ocasión fui yo la que estuvo sin dirigirle la palabra a mi padre durante meses.
Una vecina me dijo un día que mi madre vivía en Ciudad Capital, al tiro me arrimé a un camionero de poca monta, un borrachín que de tanto en tanto bebía junto a mi padre en el bar de la calle Hospicio. Le dije que me llevara con él, y unos días después ya caminaba por las calles de una ciudad en la que nunca antes había estado. Por supuesto el borrachín se llevó su paga, pero de eso no me quiero acordar.
Sobre el asunto que me atañía, estuve averiguando información durante un tiempo. Anduve por todos los barrios de mala muerte que pude, y luego visité los dos psiquiátricos que existían en la ciudad. Ya saben, la sangre llama a la sangre. Pero, no encontré nada. Por una idea tonta, estuve indagando un rato por los cementerios, inútilmente; hay gente que no llega allí. Al final decidí regresar a casa de mi padre, ya no recuerdo cómo lo hice; solo sé que me tardé un rato largo, cuatro o tal vez cinco meses, en recorrer un camino que en autobús se hace en no más de doce horas. No tenía dinero y me había prometido a mí misma no volver a pedir favores.
Cuando abrí la puerta del piso en el que había pasado toda mi infancia, encontré a mi padre comiéndose una lata de atún. Al verme entrar estuvo a punto de apurar el último bocado, pero algo, quizá un instinto primigenio, hizo que el tenedor se quedara a medio camino y lentamente regresara al plato desvencijado de donde había salido. Dije, hola, qué hubo; y mi padre sonrió estirándome el plato, debes tener hambre, contestó. Yo no me hice rogar, cogí lo que quedaba y me lo zampé entero. Él se tomó un trago del vodka disuelto en agua que tenía en un vaso, y luego me lo alcanzó. Dijo que empezaba a preocuparse por mí, hacía dos días que había ido a buscarme a la calle Lacerna y no me había encontrado. Creo que fue la primera vez que lo miré con un sentimiento un tanto parecido a la pena, los tiempos empezaban a no funcionarle bien en la cabeza. Me ahorré el decirle que hacía muchos meses que no nos veíamos.
Creo que aquella noche nos terminamos el vodka en silencio, sentados frente a frente, un poco avergonzados el uno con el otro, aunque no supiéramos muy bien de qué. Luego, cuando me desvestía para entrar en nuestra cama, fue que vio mi cicatriz, una raya horizontal que me cruza el bajo vientre. ¿Qué te paso ahí? preguntó. Nada, dije, cosas de mujeres.
Al día siguiente ya estaba instalada de nuevo aquí, la mano extendida, mirando los turistas pasar. Era verano y la gente comenzaba a caminar rumbo a la playa. Hacia el mediodía, un irlandés me invitó un trago de cerveza y estuvimos charlando un rato. Le conté lo de mi viaje en busca de mi madre, le hablé del camionero bastardo, e incluso le enseñé la cicatriz en mi vientre. En algún punto de la conversación, el irlandés me preguntó algo sobre mi padre. Entonces yo dije, trabajaba en un circo, una noche subió a la cuerda y calculó mal…Al final de mi historia el irlandés se levantó y dijo que tenía que irse, tenía los ojos turbios y enrojecidos, dijo también que podía quedarme con su lata de cerveza y luego se alejó. Yo me quedé pensando en algo de lo que ya he hablado antes. En este mundo hay gente inocente, gente realmente crédula a la que no le importa sentarse un rato, cerrar los ojos y simplemente escuchar.
Fuente: Ecdótica