10/21/2010 por Marcelo Paz Soldan
Cuento ganador del AXS: Lo primero en lo que pienso cuando veo que empieza a llover

Cuento ganador del AXS: Lo primero en lo que pienso cuando veo que empieza a llover


Lo primero en lo que pienso cuando veo que empieza a llover
Por: Brayan Mamani Magne

A Naila
Al tercer golpe, el hombre de sobretodo amarillo suelta el cuchillo y pierde el conocimiento. La mujer que lo ha golpeado se deshace de los brazos de su captor y vacila entre atestarle un nuevo porrazo o escupirle en el rostro. Se decide por lo más obvio, se decide por el golpe. Gotas de agua empiezan a bañar la cara soporífera de la tarde. Sintiendo aún el frío metálico del cuchillo en su cuerpo, aquella mujer de veintiséis años emprende vuelo. Se aleja.
El hombre recupera la cordura en no más de un minuto, coge el cuchillo en forma de boa y mira en derredor cerciorándose de que no es observado por nadie. Se acaricia la mejilla izquierda. Siente la presencia de un líquido frondoso que se escurre por la carnosidad interna del labio inferior. Extrae un pañuelo del bolsillo del sobretodo y lo desliza cerca de la boca. Un poco de sangre, un poco demasiado. Deja de limpiarse y devuelve el pañuelo a la bolsa. Corre.
Cientos de gotas que caen del cielo le hacen pensar en cientos de cuchillas que se incrustan en algún cuerpo. ¿Qué cuerpo? No lo sabe. La mujer siente cómo el agua le enfría la nariz recta, el leve descendimiento de la lluvia. La calle por donde en estos momentos corre es poco concurrida. Árboles, un auto rojo con capota raída, un perro husky aparentemente perdido, una moto estacionada, más árboles. Los pies le tiemblan pues sabe que debe acelerar la marcha: su perseguidor le viene siguiendo los pasos.
De vez en cuando levanta la mirada al cielo. El pelo largo le incomoda, el pelo indio. Sin dejar de correr, el hombre se acomoda en la cabeza la capucha adherida manualmente al sobretodo. El dolor del labio parece haber desaparecido, sólo queda el recuerdo, la mancha roja que la lluvia aún no quita. En eso aparece un perro. Ojos verdes, hocico blanco, colmillos afilados. El perseguidor persiguiendo, el perseguidor perseguido. Una patada en la mandíbula y ahora el perro se retuerce en el suelo.
Ya me he alejado lo suficiente, piensa la mujer. Sin embargo, cuando voltea y mira en la lejanía, sus ojos avizoran un puntito amarillo que con el andar de los segundos se hace más grande. Entonces, decide esconderse. Casi maquinalmente, busca refugio en una iglesia barroca de puerta desgastada que se halla en frente suyo. Cruza el umbral (si es que aquello puede ser considerado un umbral), y se dirige al confesionario. Hija mía, ¿qué pecados te han traído ahora?, escucha.
Las botas mojadas chapotean en la calle empedrada, patinan sobre piedras redondas que parecen brillar perlas. El hombre de sobretodo amarillo siente ganas de desistir, pero la empuñadura de cobre del cuchillo en forma de boa le dice que debe terminar lo ya empezado. La capucha se ha desacomodado, la lluvia molesta de nuevo, el pelo juguetón cayéndole sobre la frente. A lo lejos, la torre aguzada de una iglesia barroca se va dibujando entre los pelos que le perjudican la mirada. El hombre sonríe.
Una multitud se ha apelotonado en el interior de la iglesia. La mujer ha confesado sus pecados al vicario que la ha oído con demasiada parsimonia. El resultado: diez rosarios y ocho avemarías. Sólo el Señor puede quitarte lo que te da, le dijo. La mujer está agachada, sus rodillas se apoyan sobre la colcha del banquillo del altar de una virgen. Y reza. Y tiembla. Y se esconde.
El hombre de sobretodo amarillo cruza el umbral de la puerta desgastada y agacha la cabeza para no hacer notoria su presencia. El monaguillo encargado de recolectar la limosna se acerca y le extiende la pequeña canasta de mimbre. Por supuesto, el hombre hace que no mira la cesta. De repente, la silueta de una mujer delgada de unos veintiséis años se vislumbra en sus ojos. La imagen se va, la imagen vuelve, gente que le perjudica el panorama. Se acuerda de los tres golpes que aquella mujer le ha propinado y empuña el cuchillo con demasiada fuerza. Dos, tres, cuatro pasos y la tendrá cerca. Dos, tres, cuatro pasos y ya la tiene.
La mujer ha sentido la presencia de una sombra manchando la maculada tez mate del altar de la virgen. Es por eso que, en un movimiento que parece no tener lugar en el tiempo, voltea y sorprende al hombre con un escupitajo en la cara. Éste, instintivamente, se limpia el rostro con la manga del sobretodo. La mujer aprovecha la situación y le atesta un nuevo porrazo en medio de los ojos. El hombre lleva las dos manos a la cara, la mano suelta el cuchillo. La mujer recupera el arma y corre en dirección a la puerta. Disculpas y codazos y permiso y estamos en una iglesia y qué le pasa y me empujaste y lo siento y por fin sale.
Una vez fuera, la mujer de veintiséis años corre a toda velocidad, dejando atrás la iglesia barroca de puerta desgastada. Cuando ya se ha alejado bastante, se detiene. Asoma la cara al cielo, sonríe. Entonces, acaricia el cuchillo en forma de boa y se lo incrusta en medio del abdomen. Cientos de gotas que caen del cielo le hacen pensar en cientos de cuchillas que se incrustan en algún cuerpo. ¿Es su cuerpo aquel cuerpo? No lo sabe. Tan sólo siente cómo las gotas de agua le acarician la nariz recta.
Lluvia.
Fuente: Ecdotica