06/16/2023 por Sergio León

Cuando el maldito amor nos da la espalda

Por Ernesto Flores Meruvia

A la fugacidad de las ingratas estrellas...

Parece haber días en los que Dios se levanta con un dolor de cabeza fulero, como si noche anterior hubiera tenido la última farra de su inacabable vida. Cuando Dios está así, con su demonio y un humor de la gran flauta, aparta las nubes de un sopapo y da un vistazo veloz y de mala gana a la tierra. Como no se siente en condiciones de hacer favores a nadie, desatiende a las personas que le necesitan justo en esa fecha. Diciendo: ‘directo mañana nomás’, meta se va a dormir como tronco por dos o tres días. Y para cuando despierta y mira de nuevo la tierra, rascándose la cabeza se pregunta: ‘ahora… ¿quiénes eran esos giles?’. De esa manera nacen o se hacen los desgraciados. A tanto desdichado que pulula en este mundo, cabe recalcar que Dios debe ser un chupaco de primera categoría.

Víctor Hugo Viscarra Rodríguez, ha hecho visibles a estos desventurados de la vida y, además, nos ha mostrado que los hay muchos y de toda clase. Desde artilleros pesados que noche a noche, siendo víctimas constantes de lavadores o rastrilladores, están dale que dale con el alcohol; hasta hambrientos, maltratados y tristones perros que, en busca de calmar la protesta bulliciosa de sus tripas, están ojo al charque, a ver si en algún basurero un gilberto jailoncito ha dejado algo de comida, o por lo menos las sobras, o por último aunque sea, un hueso, no importa si está más pelado que cabeza de calvo. Y de entre todas las desgracias de estos desgraciados, hay una que no es tema común cuando se habla de ellos. Porque, si bien la soledad, el hambre, la pobreza y la tristeza son elementos siempre característicos de los personajes viscarrianos; el ser falto de amor (en todo sentido: de recibirlo y también de darlo) es un rasgo, a mi parecer, tan importante en su literatura que sirve como clave para comprender de mejor manera la obra de éste escritor paceño.

La vendedora de rosas

La otra vez, por ejemplo, estaba jugando cacho, bien de la piut, acompañado, como tiene que ser siempre, de una jarra de trago destornillador, que de seco en seco se terminaba sin desmedro ni vergüenza. Y yo ya las conozco pues: en el boliche hay dos caseras que pasan a cada rato con su encendedor, ofreciendo prender los puchos de los chupetines del local, a modo también de clavarles la venta del encendedor, y si no, encajarles unos chicles, mentas, kleenex o más cigarrillos. Y pucha que les va bien, porque hasta parece que compiten. Ya tarde (o diré temprano del día siguiente) se acerca una niña que no había visto nunca antes por esos lares (tampoco es que sea un cliente tan recurrente del lugar, pero la novedad es la novedad). Entonces, la amiguita canta su oferta a la mesa: ‘una rosita, joven, para la dama’. No les voy a mentir, estaba acaycuchido de efectivo esa noche y, como ya es tradición de los que no tienen quivo o no quieren gastarlo, le respondí: ‘en otra, en otra… la próxima’. Pero la niña, quizás al ver que mi estado se podría prestar a flexibilidades, insistió empedernidamente con venderme el ramo, recalcándome la notable belleza de la señorita que me acompañaba. De seguro el desdoblamiento de mi voluntad se ha hecho notar, porque la muy peine me dijo: ‘si anoto mejor tiro que vos, me compras dos ramos’. ‘¿Y si yo anoto mejor, qué?’, le repliqué. ‘Entonces te doy un chicle’, me dice. Bueno pues, haciéndome el loco con la justicia (boliviana) del trato, acepté e inmediatamente procedimos a ver qué dictaban los azarosos dados al trueno del cubilete con la mesa. Obviamente la joven casera me ganó y yo cumplí mi palabra. Después, la niña, contenta, se hizo gas y la bella señorita, bien gracias, con mis veinte lucas en forma de ramos.

A la mañana siguiente, el episodio se hizo respetar entre mis pensamientos domingueros, al igual que el ch’aquí grandísimo que me perseguía. Pues me puse a pensar en la vivacidad criolla que aquella niña vendedora de rosas poseía para su edad, y si acaso esta era normal. Más o menos al mediodía, que seguía tirado en mi cama como chancho en el lodo, y después de tanta vuelta, fue cuando llegué a la conclusión de que nuestra concepción social de ‘niño’ se volvía ridícula si uno les prestaba verdadera atención y los miraba cuidadosamente en la calle (en el centro, sobre todo, los infantes abundan, descalzos y mocosos todos). ¿Qué hace que un niño sea precisamente un niño? ¿Acaso la inocencia de la tierna edad?, ¿los juegos de su inagotable imaginación?, ¿o quizás las golosinas a las cuales se hacen adictos? Mi respuesta fue: ni una cosa ni la otra. Recordé, entonces, el relato Había una vez un niño de los Relatos de Víctor Hugo. Y que yo, quizá, no había visto una niña aquella noche, ni jugado un tiro de cacho con ella. Rondaba por mi resecada cabeza la sentencia con la que comienza la crónica Infancia del libro Borracho estaba, pero me acuerdo: “Yo nací viejo”. Porque su viveza no era producto de su alegría o creatividad infantil, sino de la urgencia por venderme sus ramos y obtener unos cuantos lucas para darle a su mamá, si es que tendría, o para conseguir algo de comida para sus hermanitos, o para ella misma finalmente; lo que parecía más bien el producto de una desesperación propiamente adulta. Y como en ¿Lustro, joven? del Alcoholatum & Otros Drinks, perjuré, hasta el día de hoy incluso, que la niña era en realidad una anciana disfrazada y ya su rostro en mis recuerdos etílicos no se pueden manifestar sino con unas amargadas arrugas que parecen ocultar constantemente una pena profunda (tal vez la de haber nacido con esa suerte pal Bobby).

Los niños, como escribe el Viscacha, “juegan despreocupadamente en un parque”. Algo le faltaba a la joven vendedora de rosas, “ese algo es tan importante, que no puede escribirse en un papel y dejar que el tiempo lo borre”. No lo digo apoyándome en algún autor, teoría literaria, metodología interpretativa, o tukuymas pretenciosas por el estilo; pero yo creo que lo que le faltaba a esa niña para ser niña, y a lo que se refería Viscarra, es el amor de unos padres, o finalmente quien sea que pueda empujarte el columpio cuando estás en el parque, limpiarte los mocos sin asco, darte un regalo en Navidad, por más modesto que sea, y prestarse a satisfacer, de vez en cuando, cualquier gusto y perversidad infantil por más ridículo que sea.

Un puñal llamado Libertad

Últimamente he pensado que tengo un k’encherío con aquellas mujeres que se me hacen más que solamente un cuerpo agradable o una cara bonita, y que provocan en mí cosas mayores que la libido, más profundas e importantes quiero decir. Yo creo, además, que mi maldición es doblemente jodida, porque no es que no encuentre mujeres así; sino mucho peor: cuando las encuentro, nada con ellas se realiza en la medida de lo deseable. No solamente me siento un fracasado en el amor, también creo que estoy defraudando a la providencia de la vida que poniéndome enfrente la puerta estrecha que oculta el camino que conduce al Edén, yo nunca lo sé andar. En cambio, he preferido k’arapampear solitariamente entre mis macanas, ocupándome de mis supuestos asuntos importantes, entreteniéndome de cuando en cuando con alguien (un fruncing si hay suerte), mas en el fondo, aunque apoyado, casi sin quien compartir auténticamente mis pasiones, nadando en círculos en el mar de mis sonseras.

Pero ya, yendo al grano, y a propósito de esta mi qhayqeada preliminar que acabo de presentarles, quiero referirme al relato Apasionamiento apasionado, también del Alcoholatum & Otros Drinks. Porque he pensado seriamente que es una gran metáfora de lo que pasa con los desafortunados del amor, en especial, con los que se hacen desear grave como si fueran perros afuera de la carnicería. Haciendo un resumen un poco a la chaq’encheada, se puede decir que el relato trata de dos infantes, “Ella, doce años de edad; él, trece”, tan profundamente enamorados como solo la pureza de su edad les podría haber permitido: “el solo hecho de tomarse de las manos era más que suficiente para saber que estaban hechos el uno para el otro”. El Viscacha se encarga de hacernos verosímil el encamotamiento de estos dos llokallas, de tal forma, y con tal estilacho maestro, que hasta uno, como lector, recuerda aquel primer amor fatal del cual todos fuimos víctimas comunes. Después de su primer beso en la mejilla (todo un suceso para ambos), ella se va a dormir, y tiene una pesadilla. El relato nos da a entender que cuando despierta se entera que su sueño fue real, y que fue ella quien había matado a plan de apuñaladas a su pequeño “Dulcineo”, pues encontró debajo su almohada “un cuchillo de cocina completamente empapado de sangre”. Y es así siempre, yo pienso. Finalmente, uno termina matando al otro, de alguna forma u otra. Muy pocas veces, casi nunca en realidad, sucede que los tórtolos se matan a la vez. ¡Eso de que los adioses concordados existen y que una buena historia romántica tiene que cerrar con un final pacífico y abuenado es puro cuento chino, y del más barato!

Por ejemplo, a mediados del año pasado me encontraba tan triste como el propio perro Tristón, y con el tradicional vacío que le queda a uno después de despachar un amor (o lo que se cree ingenuamente, en su momento, que era un amor), y, luego de encerrarme mis buenos días en casa a lloriquear como borracho rendido en Cementerio de Elefantes (aunque con la desventaja de estar sin ingentes cantidades de alcohol), cierta noche salí de mi enclaustro para asistir a una tocada en un bar. Recuerdo bien, en la mesa estaba ella de cabello medidamente enrizado y con una delgada chompa amarilla. Nos habíamos conocido hace poco y, en realidad, cuando hice memoria, la había visto ya en una ocasión mucho anterior. Hubo la suerte de llevarnos bien y agendar otro encuentro en otra tocada. Y después al parque, y así, de esa manera, tal y como suelen darse estas cosas, con esa continuidad y predisposición que parece producto de alguna brujería celestial.

Compartíamos el gusto maniático por la música de Piazzolla. Me decía: “ni juntando nuestras dos vidas podríamos hacer tanto como él”. Yo estaba plenamente de acuerdo y me quedaba lelo ante aquella sentencia irrefutable que salía de sus hermosos labios. Ella estudiaba Artes Audiovisuales en Buenos Aires; y yo, para ese entonces, ya estaba irremediablemente encaminado a ser un fanático empedernido del cine. Me acuerdo que después de ver nuestra primera película juntos me habló muy entusiasmada, y por varios minutos, del montaje. Admito francamente que yo estaba más perdido que Adán el día de la madre en cuanto a términos técnicos cinematográficos, por más básicos que fueren. Pero eso no importaba, yo no escuchaba en ella lo que me decía del montaje; en cambio, sentía que podía oír, de alguna manera, a su encendida pasión hablarme con intimidad, como llamándome al diálogo, o a algo más. Era su logos interno en su perfecta exteriorización, tocando la puerta del sucio cuartucho donde se encontraba exiliado el mío; quería sacarlo a dar una vuelta, mostrarle que todavía los árboles con sus flores crecían y eran de colores ricos y se mecían con la fresca brisa. De esa manera salíamos, aunque el sol se pusiera “verde de envidia al contemplarnos” como en el relato Te recuerdo con mi más bello recuerdo del mismo libro, no nos importaba lo más mínimo el celoso astro.

Delicadamente me besaba en los ojos. Ese acto exquisito, tanto noble como sensual, ocasionaba un corto circuito en mi enredado eléctrico y me remitía a algún lugar atávico que en su momento no pude vislumbrar por culpa del placer absoluto con el que ella me tenía embobado. Como los reflujos que vienen después de un delicioso manjar, uno los quiere tener adrede, para seguir disfrutando el sabor (si se pudiera, infinitamente); yo quería seguir sintiéndola a ella. Ni bien se iba y ya no estaba, la imaginaba, primero, luego pensaba sus cariños, tercero: se me revelaba el lugar al cual sus besos me llevaban. Destellaba un telón, una escena, una tía abuela, la noche, lo efímero, la luz. Y a la siguiente vez que me sellaba la vista con sus santos labios, heredados del mismísimo Morfeo, mi consciencia se transportaba a un cielo nocturno, plagado de estrellas. Una voz femenina mayor cuyo timbre transmitía gran sabiduría comenzaba a contar cual metrónomo, al mismo pulso que pasan los segundos, y decía suave, señalando, al lado mío: ‘¡estrella fugaz!’. Cada beso repetía el verso. Finalmente descubrimos, la sabia voz y yo, que no son tan poco frecuentes como parecen, ni como dicen las malas lenguas birlochas, las susodichas estrellas fugaces. Al día siguiente despertaba muy tarde en mi cama, como vuelto a nacer. Mi ropa olía a su natural perfume. Mi mañana, mi día entero tenía olor a ella. Y yo hubiera querido inclusive hasta ahora que el divino aroma me acompañe, al igual que una sombra perseguidora acosa a su objeto material, dejándolo intranquilo durante el día, para en la noche cometer su propósito y unirse entregadamente a él en la oscuridad.

Claro que este asesinato estaba anunciado desde antes, en concreto desde el momento en que me dijo que no vivía en la misma ciudad. No había estado atento de nuestro tiempo restante. No conté los días que faltaban, porque cuando uno es feliz, estúpidamente se ocupa pues de ser feliz solamente, y se despreocupa del resto. Fueron las últimas horas, en realidad, las que empezaron a despertar en mí el bicho de la nostalgia y me mostraron el principio filoso que iba acercándose a mi pecho para atravesarlo sin el menor asco. Un puñal de carnicero llamado ‘tu ausencia’ iba a teñirse de rojo estival esa noche. La madrugada de mi muerte estábamos en el sofá, juntos, echado su cuerpo contra el mío. Ella colocó una canción de Fito Páez: 11 y 6. Seguidamente a un estremecimiento corporal suyo, me confesó que se sentía como un cronopio (era ávida lectora de Cortazar). Los últimos abrazos, un beso mordaceo… luego se fue. Y cuando volvió ya no era la misma, ya no era ella, o quizás yo ya no era yo. O sea, que no contenta la muy sádica con haberme matado una vez, lo hizo dos veces y apuñaló mi cadáver sin pena, por si las moscas seguramente, o por si se me ocurría resucitar.

Como fuera, mi ingenua pretensión de querer amarla intensamente se fue al tacho. Y estarán preguntándose: ¿por qué me acuerdo de ella? ¿Por qué hurguetear toscamente la herida que todavía sigue fresca con los dos cuchillos sin sacar? ¿Para qué hacerme invadir voluntariamente con un “amartelo o camotera existencial”? Aunque no me crean, ¡yo igual digo lo mismo! Y conmigo, seguramente muchos de ustedes (no se hagan, no se hagan…). Pero este Viscarra ya nos ha vendido a todos nosotros, masoquistas sin fin y nostálgicos sin causa. En Hermano Corazón del Alcoholatum & Otros Drinks dice clarito: “aún así, créeme, Corazón –cómplice y mal amigo–, gracias a vos nuevamente he descubierto que la vida, con todos sus problemas e inquietudes, bien vale la pena vivirla; y que si, nos aplazamos, nos queda la opción del desquite, del redesquite y por si fuera poco, del recontradesquite”. Este punto es fundamental en la literatura viscarriana. Pues no hay un rechazo absoluto, ni una mandada total a donde ya saben, de las tragedias, desdichas, desdenes y, en general, de todo lo malo y desgraciado que puede pasarle a uno en la vida.

La literatura de Víctor Hugo no está ahí solamente para dar voz a los marginados, ni solo para protestar por la mala suerte de haber nacido sin estrella. El reclamo no es el único propósito de sus letras. Me pregunto, ¿será que el Viscacha tuvo, realmente, alguna buena y verdadera fe en que sus escritos sirvan para cambiar positivamente algo en la existencia de quienes son vistos como poco menos que seres de alcantarilla en la sociedad? Puede ser que sí, todos tenemos sueños demasiado ficticios. Pero no nos hagamos a los tribilines; ¡a nadie le interesa el hampa! Mucho menos a los que podrían hacer algo bueno para cambiarlo. Los relatos del Viscarra son de y para el propio mundo marginal, por algo presentaba sus libros con los suyos, con su gente en los boliches y antros. Es un aliento a seguir, porque la vida “bien vale la pena vivirla” con sus bemoles, sostenidos y becuadros. Es la proclamación de que el dorado puede encontrarse en medio del botadero. Es la insistencia a no dejar de esperanzar ‘lo mejor’, a pesar de tener sin-cuenta ejemplares de ‘lo peor’. Es gratitud, casi bendición a la vez que odio, a los motivos del “recontradesquite”, a las causas del hambre y del dolor, a las muy ingratas que nos dejan el “pobre corazón, hecho pomada”. Y a las desgracias y desgraciadas que nos hacen saber, muy crudamente, que esta vida es una reverenda mierda, puede ampliarse la dedicatoria de este sincerado fragmento del relato Testamento: “siempre irá para ellas una oración de agradecimiento porque, con sus besos, sus mimos y sus desdenes, sus burlas y sus palabras melodiosas, lograron darme el aliento y fuerzas necesarias para que yo persista en ese camino pedregoso de pretender ser amado, sin reconocer que amar era algo que yo nunca había aprendido”.

Pero ya basta, alcahuetes, que ya suficiente, y hasta de más, me he vendido solo con tal de recomendarles que lo lean al Viscacha. Lean, sientan, y saquen su cabeza de donde ya saben…

El amor es jaboncillo
resbala si aprietas mucho
y si lo sueltas se vuelve
espuma oliendo a luto
Manuel Monroy Chazarreta (El Papirri)

Fuente: Editorial Nuevo Milenio