Por Rodrigo Beltrán Galdo
En 2007 por un esfuerzo conjunto de la editorial Mariposa Mundial y Plural editores se publica Las cuatro estaciones de René Bascopé Azpiazu, el único poemario póstumo de este autor paceño. “He descubierto que la muerte no habita en el silencio”, un susurro fuerte a los oídos, una y otra vez hacen eco estas palabras escritas hace más de treinta años, un epitafio marcado en la piel por el rayo accidental de un arma disparada una noche de junio de 1984.
El poemario se divide en cuatro estaciones, temporadas en que se habita el mundo. En la primera está el hombre inmerso en la soledad, “Una soledad que no acaba”. El silencio es agente de la vida, del descubrimiento. La mirada del poeta se agudiza, contempla su mundo desde la ventana que se impone y la poesía describe aquello que se esconde bajo las rocas, enterrado en el cementerio del alma. No es una acción sencilla, el dolor y la tristeza se hacen compañeras, pero también el impulso vital se hace más fuerte: “Salgo desnudo de nostalgias/con la piel hecha jirones, rajada, vulnerable al amor/ indefensa ante la vida”. Se busca la redención de lo abatido, del miserable y olvidado.
“Ellos y su eternidad”, la poesía ya no habita en uno sino en los otros, concretamente en Ernesto y Haydee, ambos hacendados de la nostalgia. De él: “Un niño que ve la tarde/ como una canica rota/ […] Un niño a quién aún no mostré los detalles del horizonte, a quién todavía no le dije/ que la ausencia es una forma del destino […]”. De ella: “Y pensar que una vez/ te describí/ como a una alondra/ como a un sueño desvanecido/triste/ que me hacía despertar llorando/ para buscar tu mano”. La poesía camina entre la ausencia que se siente entre los brazos y el recuerdo que permanece eterno como las montañas.
La tercera parte del poemario, “El espíritu de la tierra”, nace del silencio, de la mesura. Estos poemas se diferencian de los anteriores por su extensión, la simpleza de sus versos, pero ante todo lo por la separación que se lleva a cabo entre el Yo del poeta y aquello que le asombra. “El musgo es el llanto/ de los tejados”, “La niebla es el aliento/ de las almas/ que se confunde con la llovizna”. Lo meramente subjetivo deja de ser importante, lo bello, lo asombroso se encuentra fuera. Aware, el sobrecogimiento que conmueve a quien presencia lo maravilloso de lo cotidiano; esa cualidad presente en el haiku japonés está también presente en la poesía de Bascopé. El mundo se vuelve sacro, hermoso, sin una conciencia que construya tal belleza, sino que simplemente la señala con el dedo, con la palabra; con menos se re-conoce más. La cuidad que habita se ve bajo otra luz, una que permite evidenciar lo que siempre estuvo ahí.
La última estación, los amigos a quienes se dedican los “Bocetos desde una ventana”. Los amigos, los aliados, los maestros y todo quien fuera admirado por Bascopé se encuentra en esta última parte. Los versos se han refinado más, la forma de los poemas es mucho más parecida al Haiku tradicional; en estos últimos poemas vemos como se resalta algún aspecto de estas personas que, a la vista del poeta, son fundamentales en su habitar del mundo, aquellos por los cuales Bascopé se siente formado.
Es un contraste marcado entre el comienzo del poemario con las dos estaciones que contienen aquello que surge desde el poeta, con versos asimétricos pero con una cadencia que resaltaba su importancia, y las estaciones finales con poemas cortos, más simples en su composición pero que trataban de enseñar las cosas hermosas que Bascopé veía en la ciudad que habitaba y en las personas que lo acompañaban. Todo el poemario se entiende como el tránsito desde una poesía más elaborada y racional, hasta una más vinculada al asombro que se tiene con el trato de lo cotidiano y de la emoción que estás cosas provocan.
Fuente: La Ramona