06/01/2015 por Marcelo Paz Soldan
Bukowski resucitó, vive en Tarija

Bukowski resucitó, vive en Tarija

El hombre que amaba a Amy Winehouse

Bukowski resucitó, vive en Tarija
Por: Daniela Murialdo

Como Barriga no usa electricidad hace tres años –desde que se peleó con un vecino del conventillo en el que vive- se ha refugiado bajo la luz sosegada del Cementerio General de Tarija”.
Así es como Fernando Barrientos, su editor, nos presenta al viudo de Amy Winehouse, Julio Barriga, que, aunque poeta, expone sus memorias como cuentos cortos sacados de un diario de vida “para demostrar que un poeta no es sólo un imbécil que no sabe expresarse en prosa”. El título del libro -El hombre que amaba a Amy Winehouse- es gráfico de su devoción por la cantante, quien llegó a su vida “luego de años de abandonar el alimento de su alma y preferir el silencio”. Aunque parece un escéptico de la humanidad, en sus plegarias Julio reza: “Que haya siempre una mujer cantando en el horizonte mientras nos dirigimos a la muerte. Que esa mujer sea Amy”.
Él se siente un hippie jubilado. Pero luego de leer estas crónicas, dudo que Julio Barriga haya desertado del hippismo, o por lo menos de su lado libertario. Quizás si hubiese nacido en San Francisco habría sido un intérprete de la Generación Beat que heredó a los hippies algunos de sus valores contraculturales. O habría integrado el club de los escritores malditos presidido por el desenfadado Charles Bukowski.
La membresía de Barriga al club de esos escritores malditos se habrá acreditado por contarlo todo desde una distancia casi displicente, aunque aparentemente abatida. Sin buscar adornos -más bien eludiéndolos-. Utilizando un lenguaje majadero, rudo y hasta sórdido en ocasiones, pero honesto, claro y reducido, muy parecido al realismo sucio, que mana de un alma epiléptica.
El vate confiesa que al no creer en las palabras de sus congéneres está obligado a prestar atención a aquellos que callan. Aunque tuvo amigos que no callaban: Humberto Quino, Jorge Campero, Adolfo Cárdenas y otros con quienes compartió en La Paz una época precaria, aunque abundante en letras y licor.
Pese a que Barriga tiene el pudor de advertir al lector que no pudo trasladar a su obra la intensidad maníaca, casi suicida, de algunos momentos vividos, es inevitable compartir sus entrañas y sentir que sus historias, sin duda maníacas, nos entran como una sal de frutas, ácida, efervescente, pero finalmente temperante.
Julio es huraño hasta el ascetismo, que no parece haber elegido como práctica espiritual, sino como única alternativa para profesar su misantropía y marginación, de las que se apropia. Y, sobre todo, para concentrarse en sus lecturas y escrituras. Escrituras en cuyas presentaciones públicas participó gente de alcurnia literaria o artística como Édgar Arandia y Edwin Guzmán Ortiz, lo que, sin embargo, no garantizaba alta concurrencia. El autor, citando al Papirri, dice que en varias oportunidades en las que presentó su obra “harta gente no fue”.
Barriga se dice ingrato, pero sus relatos lo desmienten. Ejemplos: Un día la policía entró a su cuarto y encontró semillas de marihuana y fue apresado por tres meses. El día que le otorgaron la libertad se negó a salir “porque un reo cumplía años y lo había invitado al festejo.”
Otro ejemplo, el autor alerta que nunca le han gustado los perros y que no comprende a la gente que los adora, y acto seguido se manda un relato conmovedor sobre Pibe, su perro en la infancia, “el feroz guardián de su pobreza”, que, en plena mudanza familiar “ante el sobresaltado pánico de ver removidos los ámbitos de su existencia al instante de abordar el carro contratado y lleno de tiliches hasta la baranda, huyó despavorido” y fue dejado por la familia que salía a Bermejo buscando mejor vida. Barriga cuenta cómo “todo el trayecto tuvieron las miradas dolidas pegadas al camino que iban dejando”. Y cómo, pasados dos meses lo vieron aparecer “con el pelaje completamente estropeado, de lengua colgante y exangüe, las patitas hechas girones y otras señales de 200 fragorosos kilómetros recorridos en no podemos imaginarnos qué condiciones, guiado por el olfato o vaya uno a saber cuál instinto pertinaz”. La gratitud de Julio vino cuando “con júbilo y lágrimas emocionadas dieron la bienvenida a este miembro tan querido de la familia, a la que se restituyó de inmediato sin rencores ni reclamos, con el mismo ánimo juguetón de toda su existencia”.
En su estadía en La Paz, Barriga fue asiduo de El Averno, una cantina ubicada en San Pedro (durante la UDP), donde “el trago no cambió nunca: H2O y alcohol en lata, cauterizante sabiamente entreverado con caliente infusión de sultana”. En un acto de frustración por el cierre de este boliche -que hizo las veces de hogar- Julio escribe una nota de queja en el capítulo respectivo, que dice: “Nota a 1997.- Una iniciativa municipal de los nuevos populismos (la Moni) arrasó con la fuerza del progreso y las topadoras, las zonas de El Averno y aledañas de dulce, sórdida y penúltima raigambre saenziana. Enterraban una leyenda a la vez que la inauguraban; y si hay un cielo para los lugares, allá deberá estar El Averno, pues era un bar bien bueno. Descanse en paz”.
En una referencia a su breve vida conyugal, Julio, con esa engañosa astenia, nos cuenta que en plena trifulca matrimonial fue “des-arrimado” y su humilde indumentaria voló por una ventana. Entonces recogió de la calle tres colgadores con su único terno, dos chaquetas y un par de camisas y corbatas y “con el saco sobre el hombro fue buscando su destino”. Pero como los amigos le brindan uno de sus pocos entusiasmos (otros son provocados por sus libros), relata con júbilo que bajó caminando al centro de la ciudad “donde mágica y rayuelísticamente” encontró a sus amigotes “bebiendo lo que entonces era novedad y ahora impacto ambiental: vino en cartón”.
Julio Barriga, poeta tarijeño (aunque nacido en Chuquisaca, “en un lugar que no existe desde el Decreto 21060”), ha escrito muchos versos, algunos de ellos publicados en una ocasión por Rubén Vargas (del que me despido con la pena de quien siente próximo el agujero negro literario que deja por estos lados). Sus versos son vividos antes que escritos (como él exige): Seres incapacitados para la vida/como el mundo la entiende/pese a sus dones y riquezas/que arrojaron al viento de la madrugada/Almas contaminadas por la ira y el deseo/condenadas a la soledad y la locura.
Es la condena a la soledad y la locura del alma de Julio Barriga, la que nos permite disfrutar de sus letras. André Gide apuntaba que de buenos sentimientos nace la mala literatura. Los sentimientos de Barriga, para fortuna nuestra, no son los mejores.
Fuente: Ideas