05/17/2010 por Marcelo Paz Soldan
Borges, de Bioy Casares

Borges, de Bioy Casares


El síndrome de María Kodama
Por: Ramón Rocha Monroy

Leer el libro de 1.600 páginas que Adolfo Bioy Casares escribió durante cuarenta años para recoger día a día las frases de su carnal Jorge Luis Borges se parece al acto de abrir un bandoneón sobre la pierna y balbucear un tango interminable, nostalgioso, a ratos irónico, provocador, iconoclasta, siempre sugestivo. Bioy quiso repetir la hazaña de un íntimo amigo de Samuel Johnson o la de Eckermann, famoso porque registró sus conversaciones con Goethe. Pero el libro de Bioy, que ya tiene varios años, tiene mayores dosis de amor e ironía para retratar a un hombre que vive al margen de la realidad y quizá de la vida, en un mundo poblado de palabras y de sombras, enamoradizo e ingenuo, inerme ante los acosos de la vida y del eterno femenino pero blanco y puro a la hora de actuar. En términos políticos, es deplorable por la adhesión de autor y protagonista a las causas más innobles: la dictadura argentina, los atropellos de Israel al pueblo palestino y el odio inveterado de la crema bonaerense por la chusma, el mar de cabecitas negras que apoyaron a Perón.
Ese hombre que camina balbuceando tras su bastón de ciego marcha al deterioro y a la soledad, porque al fin encontrará una mujer que lo acompañe, pero también que lo aísle de sus amigos. Se llama María Kodama, y, como todo compinche o camarada, Bioy se queja del acaparamiento de Borges, de las noches que no cenará más con su entrañable amigo porque se interpuso esa mujer, y del aislamiento que esa mujer le sugiere, uno no sabe si con dulce o cruel sutileza, en la lejana Ginebra, donde no llegará el menor eco de sus tertulias de Buenos Aires.
Hay una escena que sobrecoge. La refiere Bioy como una queja que le habría llegado de la capital suiza. Algunas mañanas, Borges se levanta, se viste, se sienta al borde de la cama, vuelve el rostro alrededor de su cuarto y consulta: ¿María? María está allí, pero de mal genio, y no le contesta. El ciego se consterna; en Buenos Aires se acostumbró a estar solo, porque detrás de esas paredes tenía a Bioy, amigos y amigas que lo reconocían y lo saludaban en la calle; en Ginebra no tiene a nadie sino a María, pero ella se levantó de mal genio y rumia sus reconcomios a pocos pasos de él, sin hacer el menor ruido, aun sabiendo que un ciego intuye otra presencia, y que nada más cruel se le puede hacer que estar ahí y no contestarle.
La actitud de aislar a una persona de sus amigos para sumirla en una vida de pareja no es nueva. Quizá Penélope hizo algo parecido cuando recuperó a Ulises, aunque cabe la suposición de que, dormido Ulises, Penélope se levantaba a atisbar si por ahí no había quedado algún pretendiente. Si hacemos caso a los hombres que viven en olor de multitudes, siempre rodeados de cuates y compinches, esta sería una actitud típicamente femenina. Los hombres amigueros suelen tener conflictos en su hogar; pero, al paso de los años, se refugian en él y entonces parecería que alguien teje una telaraña que los aísla de sus viejos amigos. Las mujeres, en cambio, conservan sus tertulias, sus cotos femeninos, sus reuniones de gremio, sus mentideros. Se dan maña para salir de casa en busca de amigas. Total, cuando más compartirán un té, tal vez un par de tragos, mucha conversación; pero si el cónyuge quiere volver a las andadas y perderse por ahí con sus compinches, entonces puede abatirse sobre él una guerra de reproches o una red sutil para consumar el aislamiento.
Fuente: Ecdótica