09/26/2015 por Marcelo Paz Soldan
Aquellos 15 poetas

Aquellos 15 poetas

 Primera fila, parados: Vasco, Benjamín Chávez, Jorge Zabala, NN, Gonzalo Vásquez Méndez, Eduardo Kunstek, Edwin Guzmán, Marcelo Arduz y Jorge Campero. Segunda fila, sentados: Rubén Vargas, Alberto Guerra, Antonio Terán, Iván Decker. Tercera fila, abajo, extrema derecha: Fernando “Zeke” Rosso y René Antezana.
Primera fila, parados: Vasco, Benjamín Chávez, Jorge Zabala, NN, Gonzalo Vásquez Méndez, Eduardo Kunstek, Edwin Guzmán, Marcelo Arduz y Jorge Campero.
Segunda fila, sentados: Rubén Vargas, Alberto Guerra, Antonio Terán, Iván Decker.
Tercera fila, abajo, extrema derecha: Fernando “Zeke” Rosso y René Antezana.


Aquellos 15 poetas
Por: Edwin Guzmán Ortiz

El tiempo otorga y despoja. Suma, resta y de tanto multiplicar divide. Mas el tiempo no solo es habérselas con las proporciones, sobre todo es vivencia íntima, es la respiración, el latido, el instante y el deseo, también el extravío, la mirada que viaja al horizonte, la incesante memoria.
Hubo una vez un colectivo bautizado “Movimiento 15 poetas de Bolivia”, que tuvo una presencia activa en la vida cultural del país, las décadas del 80 y 90 del siglo pasado. Más que un círculo cerrado, fue un espacio de convergencias y afinidades, incluso desde la diferencia que hace posible la complementariedad. Se asumía el “15” como número cabalístico, clave numerológica en el juego iniciático del desborde creativo, cifra de abiertas genealogías.
Parte medular del Movimiento fueron los poetas Antonio Terán Cabero, Héctor Borda Leaño, Gonzalo Vásquez Méndez, Alberto Guerra Gutiérrez y Roberto Echazú. Algunos, miembros de la segunda generación de Gesta Bárbara.
Se trataba de una troup combativa, exigente en su escritura. En medio de sus afinidades ideológicas manifestaban una identidad propia en su trabajo literario. En ellos se expresaba una pasión sincera por el acontecer histórico del país, y un sentimiento de justicia social extendido a parte de su obra poética. Persecución, cárceles y exilio fueron parte de su condición creativa.
Roberto Echazú escribía: “Santiago Chambi / tiene / un reloj / Santiago Chambi / tiene / un anillo / Santiago / tiene/ pero no tiene / un país”. Antonio Terán confesaba: “Soy las campanas de un domingo rural”. Por su parte, Héctor Borda refiriéndose a los desheredados decía: “Pobres tipos / caminando en plazas, en mercados, / en todos los caminos de esta América hedionda / electrizada y sangrante, / arrastrando las patas con los hijos al hombro, / con la mujer nuevamente preñada / con las hijas preñadas tan temprano / tan temprano con hambre, tan temprano”. Mientras, Gonzalo Vásquez proclamaba “Este país tan solo en su agonía, / tan desnudo en su altura, / tan sufrido en su sueño, / doliéndole el pasado en cada herida”.
Junto a la vena social, su palabra abrazaba lo inmediato entrañable: el eterno femenino, la heredad, la cotidiana costra existencial, lo perdurable forjado de seres y atmósferas. Además de ese espíritu brioso, de ellos heredamos lecturas capitales.
Cómo no recordar el Anabasis de Saint John Perse prodigado por Roberto Echazú, la Poesía vertical de Roberto Juarroz transmitida por el Soldado Terán, o los Poemas de la ciudad y el campo de Luis Luksic, transferidos por Alberto Guerra.
A través suyo se pudo conocer -vía historias y anécdotas- el otro rostro de escritores, artistas y poetas que participaron en la vida cultural del país aquellos 50, 60 y 70. Oscar Cerruto, Pedro Shimose, Edmundo Camargo, Oscar Alfaro, Alcira Cardona, revisitados desde el tamiz de su testimonio, sea por amistad, la obra, de haber compartido diferentes encuentros, trajines de publicación, en fin a partir de esa relación orgánica y vivencial que se tiene desde las letras.
Ese anecdotario constituye un repositorio exquisito que revela otro perfil de la vida cultural de la época, una suerte de sociología de la literatura desde la informalidad y la escena extrainstitucional, hechos desconocidos que laten en la memoria oral de sus protagonistas.
Otros habitués del Movimiento fueron el Zeke -Fernando- Rosso (Una gota, el horizonte / mi mano, la lejanía), Álvaro Diez Astete de quién recuerdo su monumental antropología del psiquiátrico además de sus memorables versos de Homo Demens. El luminoso Jorge Zabala, descifrando y cifrando universos en su mesa portátil de café, tramando poesía más allá de las palabras. Los infaltables Iván Decker, Jorge Alcoba, con lámpara y fierro propios. Se trataba de otra generación con apetencias plurales y búsquedas personales. Jorge Suárez, Jaime Nisttahuz, Jorge Calvimontes no estuvieron ausentes, a su vez, otros poetas, escritores, trovadores y pintores, con quienes se compartió y conjugó apetencias.
René Antezana, Igor Quiroga, Marcelo Arduz, Jorge Campero, Edwin Guzmán, Eduardo Nogales, Eduardo Kunstek, Rubén Vargas, Adhemar Uyuni, Juan Carlos Ramiro Quiroga, Benjamín Chávez, Marlene Durán, fue otra tanda de poetas que encuentros más, encuentros menos, estuvieron presentes en el tinglado de los 15.
Aunque existieron afinidades, una atmósfera poética epocal común, incluso temáticas cercanas, cada cual forjó su propia escritura. En realidad, en los 15 no se propuso constituir una matriz preceptiva ni una tendencia estética como en otras latitudes lo hicieron imaginistas, ultraístas o exterioristas. Tampoco se encumbró a un gurú que, paternalmente, batuta en mano, rigiera el talante poético del grupo. Cada cual escribía como sabía y quería -se decía, y eso enriquecía la poesía -en disonante asonancia- generando afinidades y contrastes.
Surcó ese vasto ciclorama de los fantasmas perennes: el amor, el trascendente cotidiano, mitologías personales, taumaturgias, insurrecciones verbales, místicas de p´ijchu y chakana, sobreescrituras del samsara, los engendros del asombro, la soledad y la muerte. En fin, el eterno poético que en todo tiempo se manifiesta a través de formas distintas.
Borgianos y vallejianos, pazianos y lezamianos, poundianos y pessoanos, gongorianos y rimbaudianos, saenzianos y cerrutianos, líricos y pírricos, herméticos y hermenéuticos, juglares, sibaritas y lívidos libadores, terminaron forjando una comunidad hecha de palabras, proyectos, razones y sin razones.
Esta experiencia enriqueció mutuamente a poetas y poesía. La diferencia, además de las cosmovisiones poéticas, radicaba en lo generacional, la procedencia, lo que otorgaba un carácter plural a los encuentros. Rompiendo el carácter elitesco, se hicieron publicaciones, se compartió la poesía y el arte en ciudades y provincias. Inolvidables los encuentros en San Lorenzo, Capinota, Yotala de los que emergieron manifiestos contra la infamia que corroía al país.
Lecturas en Portales y quintas de Cochabamba (bajo el guión del Ojo de Vidrio), en interior mina, en plazuelas de pueblitos minimalistas, donde la gente participaba junto a sus creadores y músicos, compartiendo el pan generoso de la poesía. Intensas noches de bohemia y bonhomía hechas de canto e imaginería. ¡Qué contraste con esa nueva tribu, ascéptica, transida de neón, telerebeldía, shopping y academia: los poetas urbanos!
No estuvo exenta la polémica y debates encontrados por el trance políticos de aquella Bolivia y orbe finiseculares, del arte y sus laberintos, por la ausencia de políticas culturales en el país. Posiciones sobre tendencias, libros y autores, lecturas íntimas de poesía como aquella en Potosí, ritual dionisiaco de por medio, en una madrugada de catacumba, abrevando los cálidos poemas de Jaime Sabines, en la voz conmovida del Soldado Terán.
El Movimiento de los 15 poetas de Bolivia, fue un acelerador de energía poética. Un tiempo y espacio compartidos. Una convergencia libre de quienes asumieron la poesía como pasión y destino. Poetas que cruzaron su palabra, obsesiones, la indefinible verdad de sus tiempos, prosiguiendo luego su camino. Un espacio de encuentro, de ansiedad expectante, de percepción irregular, un nicho de fe poética. ¿Cómo no recordarlo?

Fuente: Letra Siete